Manzanas
Un cuento de Erika Brandauer
CON UN NOMBRE de cinco letras y un apellido de nueve, camino las calles y paso la vida contando los tirantes del techo, los escalones que debo recorrer desde acá hasta allá, las cuadras que caminaré para llegar. Me gusta trazar diagonales, encontrar atajos y sacar el promedio de minutos que tardo en recorrer una cuadra. Me encanta imaginar situaciones ridículas como la cara de mi oftalmólogo si lo besara apasionadamente en medio de la revisación.
Me divierte pensar en decir algo totalmente desubicado y, mientras lo hago, sentir el vértigo de decir algo coherente que empiece de la misma manera.
Camino e imagino qué hubiera pasado si lo hubiera hecho un segundo antes. Imagino que la primera gota de lluvia que mojó mi mano es la última que podría haberme alcanzado. Que me observan desde algún lugar como en una película, sin poder entender cómo pude esquivar las anteriores sin proponérmelo. Me fascina pensar en que hay una baldosa de mi casa que nunca pisé y que está en el medio del living.
Mientras tanto, camino y juego con las palabras. Busco explicación a todo y sin embargo nunca estoy totalmente segura de nada. Imagino historias y me convenzo de su realidad. Vivo rodeada de seres humanos que crecen, sufren son felices y se enamoran.
No es ilógico pensar entonces, que el peón de esa enorme empresa tomó la decisión más importante de su vida mientras cosechaba la manzana que como en este instante, y que podría no estar en mi mano si el tren hubiera pasado a horario y la barrera no hubiera bajado justo para detener a alguna persona que se dirigía a la verdulería a comprarla.
En este caso el problema no fue del tren sino del maquinista. Esa mañana se levantó a las 4:30 hs. como todos los jueves y mientras saboreaba un mate amargo, recibió un extraño llamado telefónico que lo demoró. El tren salió 15 minutos después de hora. Para amenizar la espera un pasajero compró una revista de entretenimientos, pero la suerte no estaba de su lado.
Al guardar la billetera no advirtió el agujero que la dejó caer de su bolsillo. Mientras él en el tren, se hundía en las profundidades de un criptograma, su billetera en el piso, buscaba nuevo dueño. Cuatro estaciones después descendió del tren y caminó hacia su oficina. Como todos los jueves hizo la escala obligatoria en la agencia de lotería, para jugar al Quini 6. Hizo la cola, pensó cada número, desplegó su estrategia y recién cuando fue a pagar percibió la falta de su billetera.
Decepcionado, dejó el lugar al petiso que estaba detrás y siguió camino mientras recomponía cada uno de sus movimientos. El petiso compró la tarjeta ya hecha, quizás por una cuestión de cábala y se volvió a su casa. La misma casa que lo encontró días después festejando los 6 aciertos y convirtiéndose en millonario en un segundo. Su mujer quedó perpleja y más aún cuando la abandonó para disfrutar soltero de su inmensa fortuna.
Tras una larga depresión la mujer despechada se mudó a otra ciudad para comenzar una nueva vida. Esta vez al lado de un buen hombre de quien se enamoró en una tarde de otoño. La vida juntos era difícil; él trabajaba todo el día y llegaba extenuado a su hogar. Esa tarde, mientras depositaba la última manzana en el cajón, tomó la decisión más importante de su vida: dejar todo para compartir el tiempo con su amada.
Tenía unos ahorros de las buenas épocas y con ello floreció la idea de un kiosco atendido por ambos. Cada jueves voy a ese kiosco en busca de mi revista. Ese día fue especial, mientras caminaba leyendo un artículo que fomentaba el consumo de manzanas, mi pie chocó con una billetera. La levanté y comprobé su escaso contenido de dinero y una tarjeta sin nombre con un número telefónico.
De vuelta a casa, pasé por la verdulería. Mientras escuchaba el silbato del tren, compré la manzana que deleita mi paladar en este momento. Acabo de llamar al número escrito en la tarjeta y temo haberme equivocado, ya que me atendió un hombre sorprendido que negaba haber perdido su billetera y solamente decía: tengo que cortar porque se atrasa el tren.~
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