BEBER POR NO LLORAR | El lado oscuro del marketing

fotograma_comercial_VolkswagenSIEMPRE QUE ESCUCHO la palabra marketing un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Esa perversa ciencia puede llegar a hacer que me replantee toda mi existencia. Me la imagino como un oscuro y diabólico arte dominado por unos pocos que tiene como único objetivo manipular mi comportamiento a su antojo. No creo que ande muy desencaminado. Pero procuro no pensar mucho en ello, porque si no viviría en un estado de paranoia constante. Aun así, a veces me despisto y, de pronto, me puedo encontrar mirando fijamente un paquete de espaguetis que acabo de introducir en el carro de la compra preguntándome si ese era realmente el paquete que quería comprar. ¿Lo habré escogido porque su precio acaba en nueve? ¿Porque es de color verde? Entonces lo dejo y cojo otro, pero, ¿y si era justamente eso lo que querían que hiciera? Es un sin vivir. Al final, cuando llego a casa y mi novia me pregunta porque he traído garbanzos en vez de espaguetis le grito «¡no lo sé!», y me encierro en el cuarto a llorar.

Se suele tener la creencia de que existen trucos de marketing extremadamente sutiles y elaborados basados en complicados e incomprensibles experimentos psicológicos. Puede que sea cierto. Pero la realidad es que los trucos más obvios, los de toda la vida, siguen funcionando como siempre. Si compramos algo por cuatro euros con noventa y nueve céntimos, diremos que nos ha costado cuatro euros y pico y nos quedaremos tan anchos. Si una tienda pega en su escaparate un cartel que pone «50%», entraremos a toda prisa y muy probablemente nos acaben vendiendo algo que no esté rebajado. Si un bote de detergente tiene puesto con letras rojas y fondo amarillo la palabra «Gratis», las posibilidades de que termine en tu carro de la compra aumentan considerablemente. Hasta el mismo carro de la compra se ha convertido en una trampa mortal. Parece ser que su tamaño ha ido aumentando a lo largo del tiempo, como que no quiere la cosa, ya que muchos de nosotros no nos sentimos del todo satisfechos hasta haberlo llenado. Ya nunca podré mirarlo igual. Y me jode. Con la de buenos ratos que habré pasado yo en un carro de la compra. Incluso de niño.

[pullquote]En mi interior una vocecilla comenzó a susurrar: marketing, marketing, marketing. [/pullquote]

Admito que soy una víctima fácil. Me la cuelan siempre. Algo que pude volver a comprobar el otro día cuando fui a ver La Guerra de las Galaxias al cine. Para mí, las palomitas son sagradas, y al ir a comprar el típico menú que incluye también la bebida, me encontré ante el eterno dilema de elegir entre el pequeño, mediano o grande. Echando un vistazo a mi alrededor, resultaba evidente que todo el mundo había elegido el grande, aunque estuviesen solos. Qué exagerados, pensé. Yo estaba decidido a pedir un menú mediano, pero cuando llegó mi turno y vi la lista de precios, mi mente cambió de idea. El pequeño era muy pequeño. El mediano valía diez euros. Y el grande, que era el doble de grande, diez euros con cincuenta céntimos. Por cincuenta céntimos más tenía el doble. La decisión, pues, fue sencilla. Al igual que el resto de gente, salí de allí con un cubo de palomitas que nunca iba a poder acabarme y un litro de bebida. Lo más terrorífico de todo es que sentía que había hecho una elección inteligente. Habían conseguido que pagase por unas palomitas y una bebida más de lo que me había costado la entrada, y además que me sintiese bien por ello. Pura brujería.

Pero lo cierto es que sabía que había pasado algo raro. En mi interior una vocecilla comenzó a susurrar: marketing, marketing, marketing. Procuré no escuchar. Pero ya era tarde. Vi la película con una sensación agridulce, y salí del cine confuso, empachado y con unas ganas de mear enormes. Volviendo hacia casa no pude evitar empezar a darle vueltas a lo que había sucedido. Y cuando entré por la puerta y mi novia me preguntó qué tal la película, le grité «¡no lo sé!», y corrí a encerrarme en la habitación.~