Idealidad y materialidad: crítica literaria y edición textual. El caso de La tierra baldía y La literatura nazi en América
Cierra el dossier Oliver Davidson, con un ensayo que trata sobre el papel del editor y del crítico de cara a la formación de un canon
Sin oficio y técnica, el trabajo del editor está condenado a ser siempre irregular, vacío e incompleto.
—Thomas McCormack
LA PREGUNTA DETRÁS de la labor del editor y del crítico debiera de ser qué es lo literario; probablemente el primero no la tenga clara, pero el centro de gravedad de las reflexiones del segundo debiera, por rigor, ser ésa. En palabras de Hans Zeller: «Editar no es inmune a o un refugio de la discusión de la teoría literaria; sólo se pueden hacer afirmaciones literarias y tomar decisiones editoriales relevantes sobre la base de premisas teóricas, ya sea que éstas se mantengan conscientemente o no» (95).
En tanto instancias que median entre el autor y el lector, la crítica literaria y la edición ―a lo largo de la configuración de una colección y en determinados momentos del proceso de producción editorial― comparten premisas de trabajo; a saber: toma de postura respecto al lenguaje y la obra literaria, cualquiera que sea el género (i.e. ficción, ensayo, poesía, dramaturgia), determinación de los rasgos más sobresalientes o perfectibles de una obra, relevancia de ésta respecto a su contexto y el canon que le antecede; y como corolario al anterior, su capacidad para insertarse en dicho canon. Por lo demás, crítico y editor trabajan siempre para alguien (el autor), aunque en honor de la verdad lo hacen (o deberían hacerlo) en favor de algo: el texto.
De esta manera, la figura del editor se parangona con la del crítico literario en la medida en que, para decidir qué obras habrán de conformar su catálogo, debe discriminar de entre los manuscritos recibidos cuáles se apegan a las directrices de la casa editorial (su canon), cuáles son susceptibles de captar un público lector (postura ante el lenguaje), y en consecuencia, cuáles tienen el valor literario que les merezca la publicación (inserción en un canon más amplio); en otras palabras: el editor debe reconocer los rasgos que hacen valiosa a una obra.
Sin embargo, «Hoy nadie negará que la edición es un negocio. El cambio comenzó luego de la Segunda Guerra Mundial, con la publicación de las primeras ediciones masivas en rústica, y se aceleró en la década de los sesenta, cuando la demanda de ediciones menos costosas condujo a la revolución de la edición en rústica. Más recientemente, la edición atravesó otra ‘revolución’, en la medida en que las editoriales más pequeñas fueron adquiridas por gigantescas corporaciones. Y uno de los resultados de esta tendencia ha sido un mayor énfasis en las utilidades» (Sharpe y Gunther xviii). Así, tras la corporativización de las casas editoriales, el editor ha debido someterse a cuotas de ventas a fin de satisfacer a inversionistas, mercadólogos y administradores, lo que se traduce en que criterios mercantiles —en lugar de literarios— rigen el proceso de selección: hoy compramos nombres en las librerías, no libros.
En defensa del oficio y en aras de difundir los alcances de la edición, su función social, y advertir sus desvíos, este escrito se permite recordar un caso histórico y prestar atención a otro mucho más reciente: por un lado, la intervención de Ezra Pound en la redacción (casi) final de La tierra baldía de T.S. Eliot, y por otra parte, el apoyo que Jorge Herralde brindó a Roberto Bolaño a partir de La literatura nazi en América.
1. El oficio
En la «labor editorial de rutina, todo lo que se necesita es inteligencia, tacto, claridad, diligencia, paciencia, accesibilidad, prontitud, orden, meticulosidad y la capacidad para trabajar individualmente y en equipo. Además sensibilidad y oficio. Simples mortales: absténganse» (McCormack 71). A esto que McCormack delinea como labor de semidioses (o casi), falta agregar que «[el editor] es práctico: nunca olvida que la edición es un negocio y que los libros son tanto productos como creaciones de la imaginación» (Sharpe y Gunther 6).
Por lo demás, editor y crítico comparten el campo literario, entendido —siguiendo a Pierre Bordieu— como el entorno en que se ubican los agentes y sus posiciones sociales, si bien cada uno se inscribe en subcampos diferenciados por la economía: el mercado editorial y la academia literaria, respectivamente. Así, «Debido a las particularidades de sus funciones y de su funcionamiento (o más sencillamente, de las fuentes de información que le conciernen), cada campo revela de forma más o menos clara unas propiedades que comparte con todos los demás» (Bordieu 273).
En otras palabras —y atendiendo a la conciencia económica que debe estar presente en la casa editorial—, la función del editor es hacer del libro el mejor libro posible, y la del crítico es describir y desentrañar la mejor obra real. El editor sugiere y negocia cambios para refinar la obra (así como cláusulas de contratos y montos de regalías, por no mencionar la sola inclusión en el catálogo editorial); el crítico, por su parte, describe la obra y sentencia en función de sus características.
Ambos, por tanto, participan en la consignación de una obra literaria en el canon, con lo cual declaran (aunque tácitamente) sus criterios literarios. Dicha consignación puede ser simultánea a la publicación de la obra —momento en que el editor avanza la primera afirmación, seguido por el crítico con la recepción inicial— o posterior, en la medida en que el crítico estudia la obra o el editor decide reimprimirla o reeditarla, en ocasiones siguiendo los juicios del crítico. ‘¿Y el mercado? Habías dicho que el editor debe ser consciente de que una obra literaria es producto comerciable y de la imaginación.’ Y lo sostengo: el mercado forma lectores[1], pero no construye el canon; basten como ejemplo dos obras fundamentales de la literatura universal: Moby Dick de Melville y el Ulises de Joyce.
2. Pound y Eliot
Aunque «The Love Song of J. Alfred Prufrock» (1915) es el poema que funda la carrera literaria de T.S. Eliot, La tierra baldía[2] es fundamental para la tradición poética de vanguardia del S. xx; en el poema es crucial la influencia de Pound como poeta, crítico y editor. En palabras de Thomas McCormack, «Cuando Ezra Pound editó La tierra baldía, lo hizo valiéndose de una sensibilidad literaria que era aguda, fresca y sin etiquetas, pero que no era única [en el sentido de que nadie la compartiera]: de haberlo sido, habría resultado inútil, perjudicial, para el propio Eliot» (2). Al margen de la calidad literaria del poema —cosa que no pretende discutirse aquí— y de los esfuerzos de Pound en favor de refinarlo y acercarlo a un público mayor, es razonable afirmar que la entrada del poema en el canon se debe, en parte, a la difícil situación económica de Eliot. Me explico.
En carta firmada el 12 de agosto de 1915, Ezra Pound le dice a John Quinn —abogado, mecenas y coleccionista de arte de Nueva York, capital editorial de Estados Unidos en la época— que «Un muchachito llamado Eliot regresó a Estados Unidos por un rato. Más o menos, lo he descubierto» (V. Eliot ix). En adelante, Quinn negoció los derechos de contratación de Eliot ante las editoriales Alfred Knopf y Boni & Liveright (xvi), así como la revista The Dial (xxiv), y gestionó el mecenazgo de Otto Kahn a fin de que Eliot se dedicara, si no exclusivamente, al menos en lo posible a escribir (xxvii). Tal fue su apoyo que Eliot le envió las 54 páginas del manuscrito de La tierra baldía en 1922 como reconocimiento a sus diligencias.
En mayo de 1921 Eliot dice estar «deseoso de terminar un largo poema» que ya estaba «en parte en papel» (xxi), aunque no entregó un borrador de La tierra baldía a Ezra Pound sino hasta enero de 1922. Tal lapso se debió a su situación económica, la carga laboral en el Lloyds Bank y la mala salud de su esposa Vivien, sin mencionar la propia. Pound consideraba que el poema era «suficiente para callarnos la boca al resto de nosotros», aunque añade: «Yo no lo he hecho…» (xxii). Pound, el puntilloso crítico-editor carente de tacto, no podía reservarse su opinión, y no lo hizo.
Como se pude ver en la copia facsimilar del manuscrito[3] de La tierra baldía, Pound alternativamente rastrea las fuentes de Eliot (menciona, por ejemplo, a William Blake y James Joyce), critica las decisiones de vocabulario y rima («Maldito sea el quizá», Eliot 45) y cuestiona la fuerza de un verso o la coherencia del lenguaje («decídete, eres Tiresias: si vas a saber, hazlo bien o no lo hagas», Eliot 47). Es de notar que Eliot incorporó la mayoría de las sugerencias de Pound, que incluían eliminar toda la cuarta parte «Muerte por agua», salvo por la última estrofa; al respecto, anota en el manuscrito: «Mal, pero no puedo atacar sin el mecanografiado» (Eliot 55).
Y sin embargo, así como arranca estrofas y páginas enteras al poema, defiende pasajes que le parecen fundamentales: «Sí aconsejo que conserves a Flebas. De hecho, más que lo aconsejo. Flebas es una parte integral del poema; el mazo de cartas lo presenta, el marinero fenicio ahogado [se refiere al v. 47 de La tierra baldía]. Y es ABSOLUTAMENTE necesario donde está. Debe quedar« (Eliot 129). De igual manera, sin hacer aspavientos, la primera parte «El entierro de los muertos» se mantiene prácticamente idéntica a la redacción original de Eliot.
Terminadas las correcciones, la primera oferta de publicación fue de Horace Liveright, que consistía en 15% de regalías y $150 de anticipo (xxii). Tras casi un año de trabajo —y más vicisitudes que momentos de escritura—, Eliot lo encontró punto menos que ofensivo, así que le envió una copia a Alfred Knopf y buscó contratos con alguna revista: The Dial ofreció también $150, que era 25% más de su pago convencional; Eliot, al poco tiempo, supo que a otro autor le habían pagado cien libras por un cuento, hecho que también le indignó. Poco después, gracias a las gestiones e interés de la revista, Liveright aceptó posponer la publicación del poema en forma de libro; como parte del trato, The Dial lo publicaría primero en Estados Unidos y le concedería a Eliot su premio anual, dotado de dos mil dólares (xxiv). En tanto reconocimiento del campo literario y la institución que lo conforma —posteriormente refrendado con el Nobel en 1948—, ese primer premio marca la entrada del poema en el canon.
3. Herralde y Bolaño
La primera novela de Roberto Bolaño publicada en Editorial Anagrama fue Estrella distante. ¿Por qué considerar, entonces, que la relación entre el editor español y el autor chileno comienza con La literatura nazi en América y por qué esto habría de definir un vínculo crítico entre ambos?
Bolaño entró en el panorama de su posterior editor por medio del manuscrito presentado al Premio Herralde en 1995, mismo que retiró del concurso en cuanto Mario Lacruz, director de Seix Barral, le informó que publicaría el texto. Interesado por la obra de Bolaño, Herralde le pidió que le mostrara otros escritos, el primero de los cuales fue Estrella distante (Herralde 38-39).
La literatura nazi y Estrella distante se publicaron con meses de diferencia en 1996. A pesar de gozar de buenas críticas en los periódicos españoles La Vanguardia y El País —lo cual es significativo, considerando que Barcelona es el polo editorial de España—, la primera tuvo tan pocas ventas que a decir de Herralde «la edición fue guillotinada casi en su totalidad» (37). Sin embargo, la segunda vendió 2,585 ejemplares en tres años y fue reseñada en el Clarín de Buenos Aires y La Época de Chile; ergo, la crítica comienza a diseminarse, de la mano de la casa editorial, a otras latitudes.
Más adelante, Enrique Vila-Matas se suma a la lista de críticas positivas con Llamadas telefónicas (1997), que vendió 3,500 ejemplares en dos años (Herralde 41-43). Y el gran salto de la carrera editorial de Bolaño fue Los detectives salvajes, cuyo mayor galardón fue el premio Rómulo Gallegos. En adelante, Bolaño publicó un libro por año en Anagrama, lo que también posibilitó —a raíz del éxito de Los detectives— la traducción y edición de su obra: Herralde menciona «49 traducciones en doce países» (47) en 2004; Michael Lieberman, de Book Patrol (el blog de recomendaciones literarias de Wessel & Lieberman Booksellers), cuenta traducciones a 35 lenguas en 2013. Esto deriva también en la estimación de autores como Susan Sontag o Colm Tóibin. Al respecto, Herralde tiene licencia para presumir que Anagrama ha «contribuido, de forma eficaz, a difundir su obra en el ámbito internacional» (47).
Tras la muerte de Bolaño, la póstuma 2666 (2004) vendió treinta mil ejemplares en los primeros seis meses. Con los premios Salambó, Ciudad de Barcelona, Fundación Lara y de los Libreros de Madrid, entre otros, es la obra más condecorada del autor (Herralde 50).
Hasta aquí el repaso de la carrera editorial de Bolaño. Al margen de dar cuenta del ascenso de su éxito, dos cosas son de notar: la sensibilidad de Jorge Herralde para reconocer el valor de la escritura de Bolaño, de donde se siguen sus esfuerzos como editor para promover su obra (giras promocionales, contratación de traducciones, prospectación de editoriales internacionales interesadas en editar la obra), y la importancia del comentario crítico de autores y «líderes de opinión»[4] cuyo renombre respalda y se suma al renombre propio de Bolaño.
Siguiendo a Bordieu, la ascendente carrera de Bolaño da cuenta de «una de las propiedades más fundamentales de todos los campos de producción cultural: la lógica propiamente mágica de la producción del productor y del producto como fetiches» (273). En este sentido, Herralde se convirtió —deliberadamente o no, aunque su labor como editor implica esa condición— en el productor simbólico de la figura autoral Roberto Bolaño, y sus críticos (en especial Ignacio Echeverría) acrecentaron las proporciones de ese fetiche. Además del creciente interés en el entorno académico por la obra de Bolaño, una prueba de tal fetichización en términos del mercado es la publicación póstuma de cinco obras (Entre paréntesis de 2004; El secreto del mal, La universidad desconocida de 2007; El Tercer Reich de 2010; Los sinsabores del verdadero policía de 2011) que su autor no pensaba entregar a imprenta o que parcialmente constituyen borradores de otras obras. Tal minería de los archivos de Bolaño evidencia que sus herederos, en particular su viuda Carolina López, están aprovechando el éxito ya consolidado del autor para incrementarlo por una parte y explotarlo comercialmente en consecuencia.
Aquí surge un punto que no podrá abarcarse en este momento, pero que es crucial para el estudio tanto de la obra de Bolaño como de su relación con el campo de la literatura en tanto éste incluye a la industria editorial: hasta qué punto la calidad de la obra respalda la relevancia del autor, o si la fama de éste moviliza los intereses culturales, académicos y económicos en torno a su obra.
Al respecto, vale la pena considerar que «La alternativa a la idealidad del autor es la materialidad misma del texto. Y si la idealidad del autor es esencialmente ahistórica, la materialidad del texto es manifiestamente histórica» (Gabler 4). Mantener una perspectiva tal implica un parangón mucho más estrecho entre el editor y el crítico: restringirse a las cualidades de la obra permite eliminar el ‘ruido ambiental’ que producen el fetiche y el morbo en torno a la vida del autor. Sin embargo, esta postura va en detrimento de los intereses compartidos de estos dos actores: el mito de un ‘poeta maldito’ que se arruinó el hígado a punta de excesos abre una vía de interés que se traduce en ventas que no se registrarían meramente por la labor de apreciación crítica. Por su parte, la crítica encuentra una veta de trabajo en la relación de la obra con elementos extraliterarios, a saber, la biografía del autor como fuente de la obra.
En resumen, si bien una obra entra propiamente en su textualidad a través de los borradores iniciales que siguen a posibles planes, notas y esbozos (Gabler 4), el trabajo del autor no se circunscribe exclusivamente a la escritura, sino que continúa aun después de que el libro se entregó a imprenta. Precisamente esa labor posterior suele tener el mayor peso específico en la inclusión de las obras en el canon, como demuestra el interés de Eliot y Pound por retribuir el trabajo detrás de La tierra baldía, y el constante intercambio de Bolaño con sus críticos (muchos de los cuales eran amigos cercanos), sus editores, otros autores y la promoción tanto de su obra como de sí mismo. Huelga enfatizar que en ese tránsito entre borradores y el texto impreso, el editor puede o no formar parte del proceso creativo, pero siempre es el agente que moviliza las relaciones de las obras con el campo en el que éstas se inscriben.~
Notas
[1] Con más de 150 millones de ejemplares vendidos a nivel mundial, Paulo Coelho seguramente tiene muchos más lectores que Pound, Eliot y Bolaño juntos.
[2] En lo sucesivo, lo relativo a The Waste Land remitirá a la edición facsimilar en inglés editada por la viuda de Eliot en 1971 (T.S. Eliot 1994); las traducciones correspondientes son mías.
[3] Al respecto, Eliot le dice a Quinn que por manuscrito quiere decir “que está escrito en parte a mano y en parte a máquina, con las alteraciones de Ezra y las mías garabateadas por todos lados” (V. Eliot xxiii).
[4] En 2008, Farrar, Straus & Giroux le envió a Oprah Winfrey una copia de la traducción de 2666 antes de su publicación oficial; en sus comentarios, la conductora tuvo la novela en muy alta estima.
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