La cofradía de los escritores raros
El ensayo de Rodolfo JM comparte la mirada latinoamericana sobre un autor de otro sitio, a propósito de ser fanático de Philip K Dick en el México de hace década y media
My own private Philip K. Dick
LEÍ A PHILIP K. Dick por primera vez gracias al acervo de las liberarías de viejo en la calle de Dónceles. En el resto de las librerías, a menos de que se tratara de la American Book Store, era prácticamente imposible conseguir algo suyo. Me volví cazador. Comencé a merodear un día sí y otro también, y pronto me hice con una buena cantidad de libros del viejo Dick. Era una obsesión. Hubo algunos títulos que leí hasta tres veces seguidas. Tomaba apuntes, buscaba y contrastaba información sobre su vida y obra; gracias al Internet conseguí traducciones apócrifas de sus libros, que leí directo del monitor de mi vieja PC. Incluso conseguí un ejemplar maltratado de Weirdo, la revista en la que Robert Crumb ilustró la Experiencia religiosa de Philip K. Dick. Había encontrado un escritor al que ni mis maestros ni mis conocidos más cercanos habían leído pero cuya obra hacía temblar los cimientos de todo lo que hasta el momento había aprendido, así que me lo apropié. Se convirtió en «mí» escritor de cabecera.
Tiempo después conocí a un bloguero que como yo estaba interesado en la ciencia ficción y en Philip K. Dick, aunque vale la pena mencionar que a diferencia mía él ya había publicado «en físico», lo que hacía una gran diferencia entre ambos. Recuerdo muy bien lo primero que me dijo en cuanto comenzamos a platicar.
—Hablemos de Philip K. Dick. ¿Qué has leído de él?
Añadió que a él sólo le faltaba leer un par de títulos, cosa que considerando lo prolífico que fue Dick era en verdad impresionante[1]. Yo, que no me podía quedar atrás comencé a enumerar mis lecturas. Al tercer título el bloguero me interrumpió con una pregunta.
—¿Y de qué se trata?
La pregunta me sorprendió un poco porque la novela que yo acababa de mencionar (Tiempo de Marte, Edhasa, 1978) no era uno de los libros que mi interlocutor hubiera citado en su lista de lecturas pendientes. Además no me preguntó si me había gustado, me preguntó de qué trataba.
Me estaba midiendo.
Ya antes había conocido a otros fieles de Dick, y algunos de ellos eran capaces de comprar, si lo encontraban, un stock completo de ejemplares de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, otros más podían ser soberbios y pesados en un primer acercamiento (como el bloguero que conocí, como seguramente lo era yo también), y eran capaces de iniciar espinosas discusiones por cualquier detalle alrededor de su santo patrono, pero si uno conseguía cruzar sus defensas se podía descubrir con agrado que podían ser muy entrañables, al menos tanto como podían ser insoportables.
El sídrome Kodama
Curiosamente fue también gracias a ese círculo de fieles de Dick que supe de una comunidad interesada en otros autores «raros». Outsideres. Excéntricos. Autores de culto, me decía uno de aquellos fieles, con los ojos brillantes cual Gollum ante el anillo. Yo compartía el entusiasmo por los «raros», aunque mis gustos se inclinaban más por JG Ballard y Theodore Sturgeon, que por Francisco Tario y Angélica Gorodischer. Lo cierto es que gracias a la generosidad de muchos miembros de aquella comunidad, en particular de los incansables Ricardo Bernal y Alberto Chimal (dos outsiders de cepa), los textos de Mario Levrero, Emiliano González, Jean Ray, y muchos otros, además de los ya mencionados, circularon de lector en lector y de mano en mano. Me consta la avidez con que dichas obras fueron leídas por decenas y decenas de buscadores de tesoros como yo, que inmediatamente después salíamos de cacería a las librerías de viejo y atesorábamos cada uno de nuestros hallazgos como algo personal, secreto y hermoso.
Eran mis libros, mis autores, y nadie los había leído como yo lo había hecho. Aún más, si alguien que no perteneciera a «la cofradía de los escritores raros» se atrevía a mencionar a uno de nuestros héroes, se ganaba de inmediato nuestra desconfianza. Lo más seguro es que fuera un poser y que sólo conociera a Philip K. Dick por alguna adaptación cinematográfica. Sí, era algo absurdo, territorial y pretencioso, pero así funcionaba, y aunque la mayoría no solíamos ser tan apasionados en los detalles, otros más podían convertirse en trolls violentos a la menor imprecisión.
Eran las víctimas del síndrome Kodama.
María Kodama y Jorge Luis Borges contrajeron nupcias en circunstancias poco claras y a tan solo unos días de la muerte del escritor. Desde entonces Kodama, quien heredó los derechos universales de la obra de Borges, ha sido una persona dispuesta a enredarse en todo tipo de líos jurídicos a la primera mención no autorizada de la obra o el nombre de su ex marido.
Como alguien que atesora lecturas puedo entender la importancia que un autor puede tener para una persona, sobre todo si se trata de un raro, un outsider, un rebelde. En mi caso, como lector adolescente y aspirante a escritor, Philip K. Dick fue fundamental. Tanto como lo fueron Henry Miller, Arthur Rimbaud o Italo Calvino. Eran fuerzas vitales, más que modelos de escritura. Eran al mismo tiempo figura paterna y reafirmación de mi propia personalidad, de mi independencia, de mi calidad de raro, de rebelde, de outsider. Supongo que lo mismo sucede a quienes han dedicado parte de su vida a la investigación y estudio de un autor, y que es justo ese sentimiento de pertenencia lo que explica los casos de mimetismo, e incluso de franco parasitismo con que algunos estudiosos se apropian de la obra estudiada. Se trata de algo humano y tan común que más allá de la importancia que pueda tener para el individuo en cuestión, no tiene la menor importancia. Porque si algo hay que importe cuando hablamos de un autor, en particular si pertenece a la cofradía de los escritores raros, es su obra. Nada más. Todas las Kodamas del mundo pasarán al olvido, o serán anécdotas de las que se hable entre copas y risas.
A Jorge Luis Borges, a Philip K. Dick, a Francisco Tario, a Fogwill, a Levrero, los seguiremos leyendo y redescubriendo en cada lectura. Generaciones venideras (de lectores y estudiosos) lo harán también; y habrá entre ellos, por supuesto, especialistas y guardianes biliosos, y eso no tendrá ninguna importancia.~
[1] Philip Kindred Dick escribió más de 120 relatos cortos y alrededor de 40 novelas.
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