Los tesoros
Crónica de Simón Clarinet sobre el Ejército de Vagabundos Desesperanzados que existen en Perro Podrido /fotografía serie Homeless, de Lee Jeffries.
Había en aquella ciudad, conocida como Perro Podrido, un Ejército de Vagabundos Desesperanzados (a juzgar por los harapos con los que intentaban malcubrirse) dedicados exclusivamente a pepenar un cierto tipo de basura, informe y maloliente, que por evitar mayores elucubraciones, hemos de llamar Tristeza. Iban de dos en dos, visitando casa por casa, y le ofrecían a los residentes el tan singular servicio:
—Damita…, señor, —decían mientras que con el sombrero se espantaban las inevitables moscas— cualquier pesar que usted abrigue, incluso en los rincones más profundos de su alma, nosotros, mi colega y yo, se lo arrancamos, tal como lo oye, ¡se lo pepenamos! —los posibles clientes, en este punto, levantaban de golpe las cejas.
Continuaba el Vagabundo: —tendrá usted que darnos permiso de, ya sabe, hurgar un poco, sólo un poco, en las entrañas de su corazón, labor que puede resultar un tanto impúdica. Eso sí, le prometemos que pasado el trance usted será feliz, total y monstruosamente feliz. Y todo ello por el costo de nada.
Eran pocos, casi ninguno, los que resistían la tentación. Tras algún breve y más bien teatral melindre, daban su consentimiento.
—Nada más que lávense las manos —indicaban sin excepción, y con justicia, pues las manos de los Vagabundos Desesperanzados estaban de fijo manchadas de mugre y no de cualquier tipo sino de esa mugre singular que la gente, sin saberlo, carga dentro de sí.
El trabajo raras veces tomaba más de quince minutos.
Uno de ellos aletargaba al cliente con melifluas tonadillas (o de plano, si éstas no funcionaban: a punta de karatazos), mientras el otro se dedicaba a canturrear una suerte de hechizo, a realizar una serie de pases, a bailar en torno; a llevar a cabo, pues, toda una faramalla de brincoteos y alaridos, que al cabo de breves minutos rendía sus primeros efectos.
El paciente (que yacía metódicamente sentado), comenzaba a salivar con copia, se le viraban los ojos y era repentina presa de unas convulsiones que iban in crecendo de manera por demás horrible, hasta que al fin culminaban cuando de su boca BLUURRPSSSH salía disparado un chorro de cosa negra, de tufo ácido, cuya consistencia, espesa y granulosa, nos haría pensar en el famoso chapopote: BLUUURSSPHH.
Los Vagabundos recogían todo aquello, con gran meticulosidad, en unas bolsas especiales de lona y limpiaban luego diligentemente el piso, las paredes; al mismo cliente, si era menester, hecho lo cual se retiraban en silencio y parecía que nada pero nada hubiera sucedido. Ni un indicio de su paso había quedado.
Y cuando el cliente, después de un breve tiempo, recobraba la conciencia, lo hacía siendo otra persona. En su alma no había ya penumbras, (¿qué era una «penumbra»?), ni espinas ni contornos bruscos que laceraran, absolutamente no, sino que todo era de una claridad y de una suavidad pasmosa. En su rostro, de esta persona nueva, entraba a vivir, como un pájaro en una jaula, una sonrisa tenue, casi imposible de apreciar, de tan pura.
¿Y qué hacían los Pepenadores Místicos, como también se les llamaba, con toda la Tristeza Perropodrileña que habían recolectado? Pues bien, llevábanla hasta el malecón y arrojábanla al río, simplemente. ¡Cuánta filantropía!, no faltará quien exclame.
Yo mismo hubiera persistido en tal ingenuidad graciosamente, de no ser porque… ¡Hado fatal! ¡Soy periodista! Y no puedo, aunque lo intente, atemperar mi natural inquisitivo.
Dime a la tarea de espiarlos. Y esto fue lo que descubrí.
Es cierto que vertían la tristeza en las aguas del río (Melancólico, de nombre), sólo que antes de hacerlo esculcaban en ella, sí, señores, la fiscalizaban. Agazapado en mi escondite, pude ver cómo en efecto introducían las manos, los brazos enteros, en aquel chapopote, extrayendo de él, después de un rato, nada más y nada menos que…
¡De la más oscura podredumbre sacaban pedazos de oro, gemas y diamantes y rubíes! Tal cual.
Mi asombro, no tengo ni qué decirlo, fue mayúsculo. Casi me voy de espaldas.
¡Con que la Tristeza Perropodrileña estaba henchida de tesoros!
¡Con que no eran aquellos Vagabundos ningunos angelicales Pepenadores de la Desgracia sino unos viles ladrones!
En medio de unas risitas ratunas vi cómo resguardaban su botín, entre sus propias ropas, y luego cómo retornaban a la ciudad para seguir ejecutando sus atracos.
Yo permanecí frente a las aguas del río Melancólico, reflexionando dolorosamente, durante largos minutos, hasta que por fin llegué a la siguiente, inflexible, resolución: no dejaré que nadie me robe mi tristeza, nadie meterá las manos en los albañales de mi alma, nunca. Mi tristeza es mía, de nadie más.
El río, que sin duda había escuchado mis pensamientos, me tomó de un brazo y trató de jalarme hacia él, como diciendo: bienvenido seas. Mas logré zafarme, no sin algún esfuerzo, y me alejé corriendo de allí.~
Leave a Comment