EL CASTILLO DE IF: México: la democracia perfecta
«Las campañas que muestran el lado más idiota, en teoría, de los candidatos, en realidad declaran que esa es la forma en cómo se concibe a su público objetivo, a sus consumidores, a nosotros.» En El castillo de If: México: la democracia perfecta, de Édgar Adrián Mora.
Un partido político de nueva creación, al participar en su primer proceso electoral, elige usar la frase «¡A huevo!» como distintivo de su «propuesta». Otro partido, tradicional y grande, «encuesta» a ciudadanos y les pide su opinión acerca de diversos escándalos de corrupción en los que están involucrados dirigentes de otros partidos; ante los cuestionamientos, los aludidos contestan que estos hechos «son chingaderas» y que «no tienen madre». Más allá, el partido oficial lanza en una de sus candidaturas a una señora cuyos mayores atributos son los enormes (y grotescos) pechos con los cuales carga; a pesar de no ser mexicana de nacimiento, y de echar pestes de quienes sí lo son, aspira a vivir del erario público. Otro, que se dice de izquierda, enarbola el lema «¡Apóyame, chingao!» (ver foto que acompaña al texto).
El nivel de las campañas propagandistas de los candidatos del actual proceso electoral mexicano es el más bajo que se ha visto en los tiempos recientes. Ya existen pocas objeciones al uso de «campañas negras» en las cuales el objetivo es enlodar al contrincante, no presentar propuestas. La gran ausencia, para ser precisos, son las propuestas para resolver problemas urgentes de nuestra sociedad: pobreza, corrupción, impunidad, inseguridad, desempleo.
[pullquote]¿Por qué razón, entonces, el nivel de las campañas es tan grotesco? No tiene que ver sólo con la búsqueda de camuflaje para los intereses que mencionamos arriba. También responde a la imagen que los jefes políticos y sus publicistas tienen de sus electores.[/pullquote]
Una frase que se ha repetido hasta alcanzar el rango de lugar común es aquella que reza: «cada pueblo tiene el gobierno que se merece». Deberíamos añadir, también que cada pueblo tiene las campañas y los partidos políticos que se merece y que lo representan. Los niveles de vulgaridad y de ética política se contraponen: mientras mayor es una, la otra se contrae. Por simple proyección estadística resulta imposible creer que la totalidad de los candidatos que concurren a campañas son imbéciles, aunque la selección mediática nos orille muchas veces a creerlo. Sería ingenuo, y en la misma medida estúpido, pensar que la ignorancia y la ineptitud gobernarán/legislarán sin directrices. Atrás y arriba de los candidatos imbéciles se encuentran los verdaderos interesados en que el nivel de debate y propuesta se reduzca al mínimo posible: quienes tienen intereses económicos directos (los que persiguen el hueso sexenal o trianual); quienes obedecen a «intereses superiores» (los cabilderos y representantes de corporativos y grupos de interés); quienes temen que en algún momento su impunidad sea suspendida (los que han asesinado, robado, pactado con el crimen sin mayor consecuencia…). La mayoría de éstos no son estúpidos, a pesar de que el frente mediático y publicitario de sus propios partidos nos quieran convencer de esto.
¿Por qué razón, entonces, el nivel de las campañas es tan grotesco? No tiene que ver sólo con la búsqueda de camuflaje para los intereses que mencionamos arriba. También responde a la imagen que los jefes políticos y sus publicistas tienen de sus electores. Las campañas no intentan vendernos las virtudes de los candidatos que ofertan, nos muestran la manera en cómo éstos ven a sus electores. Es una estrategia básica para generar identidad y empujar el voto a favor: me siento igual que tú. Ese sentimiento compartido puede pasar por la indignación, el coraje, la rabia, la impotencia y, también, por la coincidencia en la imbecilidad.
Las campañas que muestran el lado más idiota, en teoría, de los candidatos, en realidad declaran que esa es la forma en cómo se concibe a su público objetivo, a sus consumidores, a nosotros. Y entonces hagamos chistoretes, usemos música «de moda» para que se vea que somos bien desmadrosos. Sintámonos orgullosos de nuestra estupidez. Total: es compartido.
¿De verdad el electorado es tan estúpido como los candidatos y sus publicistas creen? ¿En realidad un ciudadano votará porque un futbolista famoso le dice que le hará la «cuautemiña» a sus contrincantes, o porque un analfabeto funcional baile música «tribal» con botas picudas, o porque otro subnormal asegure que está «bien happy»? Parece increíble que cosas así ocurran en una sociedad que se asume como una democracia ejemplar. Más que un estado moderno, se parece a la sociedad que Mike Judge, el padre de Beavis & Butthead, imaginó en Idiocracy (EU, 2006). Un gobierno que es espectáculo para una bola de enajenados que baila al ritmo que los otros le dicen que les gusta. Una democracia perfecta. ~
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