Sisophon

Hay lugares donde solo hay una y única vez. Un cuento de César S. Sánchez

EN LA CALLE Angkor, los adoquines dejan paso a los pegotes de barro. Libre del humo de las chimeneas, el cielo es ahora más azul. Me acerco al límite de la ciudad. Las casas están más separadas y son más pobres. Las casas se confunden con la selva.

Traigo conmigo el mapa que mi padre me ha entregado esta mañana. Lo llevo metido en un saquito cosido al forro del pantalón. Aunque tuviera piernas, no podría salirse. Un mapa surcado de caminos de colores que se dividen en todas las direcciones del papel. Me lo sé de memoria. La senda del viejo Hell Sumpha: una sucesión de trazos rojos que se detiene junto al garabato azul del río. La de Hun Mok, el prestamista: una línea de puntos verdes que comienza en la pendiente oriental de la alambrada, hasta perderse en la espesura de la selva. Casi todos los que dan nombre a esas rutas ya no están entre nosotros.

—Pol, si no fuera porque tu madre y yo debemos acudir a la plantación, no te enviaríamos  a recoger leña solo.

»Elige un camino de los que te he señalado con una cruz, pues son los más seguros, y no te alejes de él. Si no sabes cómo seguir, localiza el hito siguiente, pero presta atención: jamás te salgas de la línea. Algunos hitos son estacas  de colores, otros, piedras con marcas pintadas. Si aún así tienes dudas, retrocede y escoge otra ruta.

›»No te arriesgues. Ten presente lo que le sucedió a tu hermano. Has ido allí muchas veces. Esta vez será distinto, estarás solo.»

El señor Lieng me hace un gesto de despedida con la cabeza. Está apoyado en la barandilla de juncos del porche de su casa, la última construcción que ven los que salen de la ciudad por la calle Angkor. Últimamente, no hace más que quejarse de que ya nadie le da trabajo. Conforme avanzo, el agua de los charcos de lluvia se cuela entre las tiras de las sandalias que mi madre me hizo el invierno pasado. Pronto, el sol convertirá los charcos en huellas cuarteadas. Los ojos del señor Lieng nunca sonríen.

Existe un camino del señor Lieng en el mapa: la trayectoria de puntos amarillos que se interrumpe bruscamente a poca distancia de la alambrada.

—Ya no os fiais de mí y os entiendo. ¿Quién va a encargar un par de sandalias a un zapatero al que le falta una pierna?

—No es eso señor Lieng —responde la gente en el barrio—, es que ya no estamos para lujos.

Mi madre cosió tres tiras de cuero y las cubrió de mimbre seco. Después, con resina, unió el entramado a una suela de madera que ya tenía cortada, y puso todo a secar. Luego, se ocupó de la otra sandalia.

Yo me sentaba a su lado y la veía trabajar, mientras afuera no paraba de llover. El día que las estrené lucía el sol como hoy, aunque aquel, atravesado por nubes de tormenta.

—Toma hijo, aquí tienes. Este par tiene que durarte muchos inviernos.

Por uno de los muchos huecos abiertos a tenaza, cruzo la alambrada que colocaron los jemeres antes de que yo naciera, la valla metálica que rodea la ciudad y la plantación. La mayor parte de los caminos señalados por mi padre parten en perpendicular de la vereda que discurre paralela a la barrera de alambre. El sonido de la selva es más intenso a este lado.

—Por nada del mundo te confíes, hijo mío. Tu madre y yo no podríamos pasar otra vez por lo mismo que con tu hermano.

Sigo la vereda mordisqueando un mendrugo de pan reseco que llevaba escondido en la blusa, con cuidado de no abandonar el surco que los pasos han excavado en la tierra. En algunos tramos, la valla invade el camino, vencida por el peso de la maleza. La senda parece un tajo limpio en la selva. Pienso en la carta que voy a empezar a escribirle a mi primo cuando regrese a casa con la leña.

«Querido Tani:

No te lo vas a creer, pero me han dejado ir solo más allá de la alambrada. Mis padres tenían que ausentarse y me han mandado a por leña. No he tenido miedo en ningún momento, bueno, en casi ninguno.

Me han confiado el mapa familiar. Ya sabes, el plano donde se dibujan las rutas seguras. Mi hermano tenía uno igual. Aunque en el mío hay más anotaciones.

Mi padre no me ha dejado llevar estacas. Me ha obligado a irme con las manos vacías, salvo por unas pocas cuerdas. Dice que, de cargar con muchas cosas, podría tropezar fácilmente.

He sido muy valiente. No veas la de troncos que he traído.

[pullquote]Me han confiado el mapa familiar. Ya sabes, el plano donde se dibujan las rutas seguras. Mi hermano tenía uno igual. Aunque en el mío hay más anotaciones.[/pullquote]

Continúo en la escuela. La maestra dice que, si sigo así, iré a la universidad. Ya me he leído todos los libros de la biblioteca. No me canso de leer.

¿Tú qué tal por Nom Pen?»

Me detengo junto a la primera estaca del camino de Hell Sumpha. Está muy inclinada, supongo que a causa del viento o de los animales. El reclamo de un afilador de cuchillos nómada se alza sobre los latidos de mi corazón. El afilador habrá entrado en la ciudad por alguna de las carreteras principales. Esos no corren riesgos innecesarios.

Saco el mapa y lo desdoblo con delicadeza. El camino de estacas rojas está marcado con una cruz. ¿Para qué ir más lejos? Mi hermano quiso abrir una nueva ruta y lo encontraron medio muerto junto al  río. Desde entonces, no se mueve de la cama. Eso no me va a pasar a mí.

Poniéndome de puntillas, localizo la segunda estaca. Está a menos de diez pasos. Desde aquí, podría confundirse con una amapola.

—¡Afilador¡ ¡Afilador¡ ¡En un suspiro devuelvo la vida a sus  cuchillos y machetes!

Dejo atrás la tercera estaca roja y sigo sin encontrar algo que llevar a la lumbre. Sin embargo, no desespero. Después de todo, la ruta que he tomado es una de las más transitadas. La senda se estrecha a medida que se acentúa la pendiente. Pronto no cabrá ni el aire entre las paredes de retama.

«Tani, tengo ganas de verte. Quizás en verano mis padres me envíen a la capital. Aunque lo más seguro es que, como el año pasado y el anterior, tenga que trabajar en la plantación.

Respondiendo a la pregunta de tu última carta, te diré que mi hermano continúa mudo. Antes de salir de casa hoy, he entrado en su cuarto. Le he contado lo que iba a hacer y ni me ha mirado. Me parece que quería decir algo, ha parpadeado dos veces muy seguidas. He esperado un rato. He esperado para nada. Al regresar, continuaba en la misma posición. Se pasa las horas así.

Dales recuerdos a tus padres. Todos os echamos de menos.»

Me estoy acercando al río. El rumor del agua es más fuerte ahora. Empiezo a pensar que al final regresaré a casa con las manos vacías. Entonces no tendremos nada con que encender la estufa y mi madre no podrá cocinar. Es posible que después de este día no vuelvan a confiar en mí.

Paro a coger aire en lo alto de la loma, junto a la quinta estaca. Abajo, a la derecha de la siguiente, se ve un árbol con las ramas completamente secas. De él se podrían sacar tres haces de leña por lo menos, que no serían difíciles de transportar. Sólo tendría que desviarme unos pocos metros de mi camino.

El señor Chou dice que cuando pisas una se oye  una especie de chasquido, y que si te das cuenta a tiempo y no levantas el pie inmediatamente, se desactiva y no llega a explotar. Un cedro marchito. Lo habrá atacado el gusano. Las ramas secas. Ramas finas que arden como cera y dejan un olor fresco en la casa. Nunca nada que estuviera tan cerca me ha parecido tan lejano.

El señor Chou tiene su propio camino en el mapa. Consiste en una rayado negro zigzagueante a través de la antigua huerta. Tiene su propio camino en el mapa, pero le falta la mitad de la pierna derecha.

Doy el primer paso hacia el árbol pensando en lo contentos que se pondrán mis padres al ver el montón de leña que les voy a llevar.~