Felicidad clandestina: la vida de Clarice Lispector | Blog VozEd

ClariceLispector

Clarice Lispector

Sentada en el comedor, la máquina de escribir se mantiene en equilibrio sobre el vuelo de su falda. Los papeles se desparraman por el suelo, poco importa el desorden, ni los gritos de los niños que alborotados juegan desde la habitación de al lado. Le está costando sacar adelante ese artículo sobre la receta del soufflé. Si al menos supiera cocinar, sería más fácil, pero no… es un desastre en los quehaceres domésticos, ni siquiera sabe freír un huevo. Tiene suerte, es de apetito frugal, siempre lo fue. Se conforma con poco, le basta recalentar en la noche, la comida que al medio día le prepara la asistenta. Si sus lectores pudieran adivinarlo…

Escribe y mientras lo hace, las palabras se retuercen con el ruido de las teclas hasta la desesperación. Los niños entran y salen. A Clarice Lispector, no le molesta el ruido, al contrario, parece encontrar refugio en ese vaivén imposible en el que se ha convertido su vida. Consejos, recetas, secretos femeninos: clases de seducción. Aquí no es ella, firma como Helen Palmer. Es difícil preservar el misterio, y más cuando se escribe una columna semanal. Las mujeres quieren ser como ella. Nunca pasó desapercibida, ese aire de actriz de Hollywood, cejas afiladas, labios carnosos de rabioso carmín; una Marlene Dietrich de las letras, ojos felinos, elegante hasta el aburrimiento, así es ella.

Tan cerca la playa y sin embargo prefiere la piscina del gimnasio. Unos largos, nada mejor para ahuyentar los fantasmas de un pasado que, de tanto en tanto, se revuelven caprichosos. Qué lejos aquella Ucrania que la vio nacer, esos años de juventud en Ipanema que como un flash salpican sus recuerdos. Un padre que moriría cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. La Clarice joven, estudiante de Derecho por llevarle la contraria a esa amiga que nunca creyó que terminaría lo que empezó. De hecho nunca recogió el título, odiaba las imposiciones, las reglas.  Un marido diplomático, viajes. Cartas que escribe desde el Cairo, Roma, Nápoles… Años en los que empieza a publicar libros rarísimos, que poca gente entiende. No inventa palabras nuevas, las transforma hasta el límite de sus posibilidades. «Hay muchas cosas por decir, que no sé cómo decir. Faltan las palabras, pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido».

Nadar le hace sentirse libre, como un pájaro. Ejercicio sosegado que la mantiene en forma, eterna aspirante a una juventud de edad incierta, ese esfuerzo físico, antinatural en el que se refugia cada día. Excentricidades con las que disfruta, en las que se arropa como ese viejo gabán al que se abraza cada noche antes de rendirse a una cama demasiado grande. La excentricidad, es un esfuerzo que casi siempre termina en tristeza. Ella lo sabe bien.

[pullquote]Un cigarrillo mal apagado entre sus dedos, al que como un amante asiduo se entrega al sueño cada noche.[/pullquote]

Y de nuevo sola, divorciada, su vida en un montón de maletas. Libros, sus objetos, su perro. De nuevo vuelta a empezar. Otra vez. Ni siquiera lo intenta, no quiere. Su vida ligada de nuevo al periodismo y a esa máquina de escribir que descansa en el regazo. Algunas noches huyendo de sí misma, se refugia en las notas de jazz, en esos antros oscuros, en los que el humo espeso del tabaco se funde con la voz de Vinicius de Morais y whiskys calientes mal servidos. Noches eternas de tugurios y canciones de María Betahna, música de domingo o de lunes, tanto da.

Fuma un cigarrillo tras otro, compulsivamente. Imposible adivinar que aquella sería su desgracia años después. Un cigarrillo mal apagado entre sus dedos, al que como un amante asiduo se entrega al sueño cada noche. Fuego, todo arde, sus notas, su escritorio. Poco importan sus papeles. Su mano derecha, con la que escribe, queda maltrecha. Imposible no aplacar la rabia, su vanidad queda reducida a cenizas. Dos meses postrada en la cama de un hospital, preguntándose tantos porqués. Y tanto miedo. Miedo a cerrar los ojos, a apagar la luz como si todas las noches fueran una sola y la última. Entre lágrimas, sus ojos no dejan adivinar tanto dolor. «Solo puedo decir que pasé tres días en el infierno, aquel que –dicen– espera a los malos después de morir. Yo no me considero mala y lo conocí en vida».

Palabras que no conocen el camino de vuelta y que repite en cada una de sus entrevistas y reseñas. Palabras, sus palabras, esas que ahora tanto le cuesta expresar, una receta del soufflé inventada, unos niños que juegan ruidosos sin ni siquiera importarle. Escritora de libros, autora de silencios. Felicidad clandestina, el libro que ha dado título a su enrevesada existencia. Páginas que vuelan desordenadas, rotas, sin que ni ella misma sea capaz de reunirlas para contar su historia: la historia de su vida.~