Cuaderno de ciudades en las que nunca has estado
Viajes que él realmente nunca vivió, o sí. Dos cuentos de César S. Sánchez /Ilustración de Carlos Dzul
Los Ángeles
Estoy leyendo una novela de Raymond Chandler y, al segundo, me veo sentado en el asiento de copiloto de un Packard del 45. Conduce el detective Philip Marlowe, que ni se inmuta cuando aparezco en su coche como caído del cielo.
Después, simplemente me dejo llevar. O lo que es lo mismo: le sigo a todas partes procurando no estorbarle en su trabajo, sin perder detalle de cada uno de los pasos que da para resolver el caso: un feo asunto relacionado con el asesinato de un corredor de apuestas o algo por el estilo.
Cuando hay jaleo, me quedo apostado en lugar seguro, no sea que se vaya a escapar alguna hostia o algo mucho peor. Cuando él se relaja, callo y observo. A Marlowe parece no sorprenderle, ni molestarle mi presencia. Tampoco hablamos demasiado.
—Tú calladito.
—Claro, Phil.
—No me gusta que me llamen Phil.
—De acuerdo, Marlowe.
—Eso está mejor.
La trama nos arrastra por los sótanos de L.A. Visitamos los garitos de juego ilegales. Los suburbios. Los estudios de Hollywood. La Joya. Beverly Hills. Sunset Boulevard. Mulholland Drive. Pasadena. Casas de estilo colonial español. Estuco rosa. Sicomoros. Vidas que navegan en ríos de burbon barato. Rostros que apenas se intuyen en la neblina de tabaco. Bares que tienen el mismo aspecto de día que de noche.
Al final, el detective descubre que el asesino, el verdadero, el único, soy yo, el lector, y me entrega a la policía. Su razonamiento: «si no abrierais los libros deseando encontrar tanto crimen y miseria, no habría crimen y miseria en los libros.» Tendría mucho que objetar al respecto, pero me apunta con un 38, de modo que me limito a obedecer como un corderito.
Tras un contundente interrogatorio de varias horas, dos pies planos que tienen pinta de ex boxeadores que en otra época hubiesen sido mercenarios consiguen sacarme la verdad y nada más que la verdad: que yo estaba leyendo tranquilamente y de repente bla bla…
—¿Tú qué opinas Artie, le zurramos un poco más? –dice el más corpulento de los polis luego de oír mi historia.
—No sé Hank, la verdad es que me duelen las manos y ¡mira cómo tengo la camisa de sangre! Myrtell se va a poner hecha una furia cuando llegue a casa.
—Entonces, ¿lo metemos en el agujero con el otro?
—Sí. Acabemos con esto cuanto antes.
Me quitan las esposas. Me dan un pescozón. Me sacan de la sala de interrogatorios. Me dan un pescozón.
—¿No te dolían las manos, Artie? –dice Hank.
—No he podido resistirme.
Me arrastran por un pasillo estrecho. Nos cruzamos con otros polis con aspectos igual de amenazadores. Algunos se detienen y me arrean collejas. Se nota que disfrutan. Antes de arrojarme a un cuarto en el que apenas hay luz, Artie y Hank me dan más pescozones: el postre.
Más tarde, mi compañero de reclusión sale de un rincón en sombra y se presenta. En realidad, solo se le ven las manos, manos enguantadas que no paran de moverse. Dice ser Ross Macdonald, pero no le creo. Tengo una idea de quién pude tratarse. Me suenan los guantes. Me suena la voz, aunque no la haya oído antes. Es El Octopus. Es Moriarty. Es Rolo Tomassi. Es Keyser Söze. Eres tú, el que siempre quise ser.
—Tengo un plan para salir de aquí —dice.
—Te escucho.
Mi Propia Vida
Estaba harto de mi vida como no os podéis hacer una idea. No era sólo la rutina, la facilidad con que perdía amigos y la imposibilidad de hacer otros nuevos, el haberme dado cuenta de que todo lo que hacía no tenía sentido o yo no se lo encontraba. No eran el trabajo, las presiones externas, las deudas o mi nula vida sentimental. Era que me había acostumbrado a observar las cosas en toda su complejidad y mi mente se negaba a suministrar las razones y la energía necesarias para hacer frente al mero hecho de saltar de la cama cada mañana. Sin temor a exagerar, confieso que estaba a punto de tirar la toalla.
Me apunté a clases de yoga. No funcionaron. Me matriculé en la universidad nocturna. No aparecí por clase. Intenté ir a un gimnasio. A los pocos días me convencí de de que en el interior de mi cuerpo rechoncho no se escondía ningún Apolo esperando para suplantarme. Probé con un curso de escritura creativa. Conseguí algo: crearme una aureola de bicho raro entre mis compañeros, todos ellos unos bichos raros de cojones (¿quién se va a apuntar a esa clase de cursos, si no?) y escribir un relato de la misma altura literaria que el prospecto de un laxante, titulado: El Ladrón de dentaduras.
Un día, me encontré un folleto de propaganda enganchado en el limpiaparabrisas del coche: «Profesor Marcus, Terapia Surrealista para mentes desconcertadas, facilidad en el pago.» Junto al texto principal, un número y una dirección. Estaba cerca de mi casa.
Menos ir al especialista, lo había probado todo. Y eso no iba a hacerlo ni en broma. Los loqueros me dan grima. Es cosa de familia. Mi padre decía que los sicólogos se dedican a poner nombre de patología a las respuestas lógicas de cualquier ser humano ante la vida. No solía estar de acuerdo con él en casi nada, pero ahí creo que acertaba de lleno el muy mamón. Esto era distinto, un nuevo enfoque. Pedí cita.
Una vez escuchada mi historia, el profesor Marcus, un hombre más alto que grueso, más calvo que moreno, cuya ascendencia, según me contó, echaba raíces en Badajoz y Serbia, me diagnosticó un ataque agudo de hiperrealismo.
—Usted padece un ataque agudo de hiperrealismo —me aseguró con el tono infalible propio de los sabios—. Ya me he encontrado con casos similares. Se mira desde demasiado cerca y se pierde la perspectiva. Una infusión de surrealismo después de cada comida mejorará considerablemente los síntomas. Pero la manera de asegurarnos será que haga usted un viaje según las instrucciones que le daré a continuación.
Escuché y anoté en mi libreta. A medida que escuchaba y anotaba me iba transformando sin querer en un adepto. Lo que decía carecía de sentido práctico, luego debía tener más sentido que cualquier otra cosa. ¡Dios, el profesor Marcus es un genio de la persuasión!
Esa misma tarde, al llegar a casa, cocí mi primera infusión, aunque no me tocaba hasta después de cenar, y me la bebí mientras hacía los preparativos del viaje.
A la mañana siguiente bien temprano, salí de casa arrastrando mi maleta. Era sábado. Una inusualmente calurosa mañana de otoño. Caminé en línea recta hasta la primera esquina, repasando mentalmente el contenido del equipaje. Siempre que salía de viaje la cagaba con algún detalle crucial. En una ocasión, me dejé el billete de avión en casa y tuve que volver a buscarlo desde el aeropuerto. Por suerte, había salido muy temprano y me dio tiempo a regresar y coger el vuelo.
En la esquina, me escondí en el soportal de la tienda de ropa de trabajo, cuya fachada hace chaflán. Con unos vistazos rápidos, me aseguré de que ningún curioso se hallaba sobre mi pista. Aún era más tímido que un abrelatas, qué le vamos a hacer. Me alegré de que hubiera tan poca gente por la calle, y no sólo porque me convenía. Me gusta el aspecto de las calles cuando no han despertado del todo, antes de que la actividad irrumpa definitivamente en el decorado. Entonces, pensé que si las cosas me iban mejor haciendo aquello, me compraría un mono de color negro y unas botas de pocero y me vestiría con ellos para ir a cualquier parte, al cine, a cenar por ahí, a casa de mi madre. Recuerdo que no pude reprimir una sonrisa al imaginar la cara que pondría la vieja al verme con el mono y las botas puestos.
Después de estar bien seguro de que nadie se había percatado de mi presencia, dejé atrás el soportal y regresé a casa arrastrando de nuevo la pesada maleta, aunque cuesta abajo esa vez.
«Es importante que llene la maleta y haga con ella un pequeño recorrido simbólico. Y que, cuando regrese a casa, no la deshaga del todo. Usted es un viajero, un viajero en su propia vida, y los viajeros nunca deshacen completamente el equipaje. Vaya al trabajo cuando toque y haga lo que hacen los turistas, no pierda detalle, no menosprecie ningún aspecto de lo que le rodea.»
La tarde del sábado y el domingo los pasé dando vueltas por el centro. Y, sin estar seguro de si era por efecto de las infusiones o el viaje en curso, contemplé los edificios que había visto mil veces con otros ojos. Con unos ojos que veían más allá de la piedra y el cristal, que respiraban la luz de las ausencias.
El lunes fui a trabajar. Y también el martes. Y el miércoles. Y todos los días. Sin embargo, en mi nuevo papel de turista de mi rutina nada me parecía rutinario o aburrido. Cualquier detalle, de esos que antes pasaban inadvertidos, se volvía una aventura, un mundo todavía por descubrir y al alcance de la mano. Todo formaba parte de una cadena de acontecimientos a la vez inamovible y susceptible de interpretación y cambio. Si me tocaba archivar, abría las carpetas y movía las solapas como si fueran alas antes de cogerlas o dejarlas en las estanterías.
Una tarde, la jefa del departamento se me acercó.
—¿Qué estás haciendo con esas facturas?
Sandra me intimidaba, en parte por el desdén que mostraba hacia sus subalternos, en parte porque todo su rollo de ejecutiva me excitaba un poco, así que hasta yo me sorprendí de la sinceridad de mi respuesta.
—He observado que el papel se deteriora con el tiempo y he decidido alargarle la vida untándolo con esta disolución de típex, clara de huevo y bencina.
Quedamos para cenar. Estaba casada, pero no le importó. A mí, tampoco.
Sí, enseguida comencé a mostrar lo que antes ocultaba, a relacionarme con gente nueva. De repente, no era yo quien llamaba para mendigar una cita. Las proposiciones me llovían y casi siempre podía seleccionar la compañía y el sitio donde pasar el rato.
Adopté un perro y me suscribí a una publicación mensual de mascotas.
Me apunté a clases de boxeo, cosa que siempre había querido hacer.
Empecé a ver mi piso como un lugar a explorar. Si me apetecía dormir en el suelo de la cocina, lo hacía. Se me antojaba comer en el cuarto de baño, ¿por qué no? Me divertía estudiar las posibilidades que ofrecen las habitaciones de un piso normal para alterar su cometido.
Hubo complicaciones, efectos secundarios, claro: remanencias hipnagógicas en la visión periférica, accesos de risa en momentos inoportunos, vagabundeos por el centro comercial de cerca de casa sin comprar, sin hablar con nadie, solo mirando los escaparates, observando a las personas que iban y venían de tienda en tienda. Sin embargo, el profesor Marcus les restó importancia. Se limitó a reducir las tomas de la infusión al desayuno y la cena y a explicarme que no me preocupara si las anomalías no desaparecían del todo.
—La gente —me dijo—, sus nuevas amistades, entenderán todas las rarezas como algo simpático, como pinceladas de excentricidad que realzan su carácter haciéndolo más interesante.
¡Cuánta razón tenía!
Luego dejé las infusiones, aunque el viajé surrealista continuó y continúa, el viaje por la ciudad llamada: Mi Propia Vida. Ya nunca trato de enfrentarme a todo a toda costa. Cada día compro los billetes de las excursiones: paseo por el barrio/recuerdo, visita guiada por la medina de los deseos. La urbe que soy es una fuente inagotable de sorpresas.~
relato de la misma altura literaria que el prospecto de un laxante….
ya lo creo¡¡¡ se te suelta la tripa con la emoción¡¡¡