U.S. Border Patrol

Un cuento de Jaime García /ilustración de Rubén Prieto

Desesperado por la falta de empleo y decidido a aprovechar mi doble nacionalidad, hace cosa de un mes cambié mi residencia a los Estados Unidos, a Texas. Conseguí empleo y comencé mi periodo de adaptación. He leído a Neil Gaiman, he escuchado a My Chemical Romance y me enteré que Ellen Page, la hermosa Ellen, se declaró gay públicamente.

He aquí mi reacción a todo ello.

 

JOE DÍAZ SE arrellanó en su silla, pensativo. Con los dedos de su mano derecha comenzó a tamborilear sobre la mesa. Por primera vez en veinticinco años como oficial de inmigración no tenía la maldita idea de cómo proseguir el interrogatorio.

Frente a él, el detenido seguía con la mirada baja, avergonzado tal vez por el hecho de que su nariz comenzaba a encogerse de nuevo hasta su tamaño normal.

¿Por qué resultaba tan complicado interrogar a alguien que no podía mentir?

Joe Díaz se levantó, alcanzó la puerta en dos zancadas y se dirigió a la máquina de café. No se molestó siquiera en preguntarle al detenido si quería uno. Era imposible que aquél tipo tomara nada. Además, más que un café, lo que deseaba era ganar tiempo para pensar, para procesar de alguna manera ese maldito asunto en que se había enredado.

En el pasillo vio a dos de sus compañeros escoltando a un grupo de unos doce hombres, todos ellos bajos, morenos, orgullosos, con cuerpos de carne y músculos, fáciles de interrogar, de comprender. Unos y otros, oficiales de inmigración e indocumentados, parecían relajados. Después de todo, ya sabían a qué atenerse, qué rol representar. Él, en cambio, tenía que improvisar.

El café salió como siempre: muy cargado y casi frío. Joe Díaz suspiró. Tomó el pequeño vaso y regresó a la sala de interrogatorios.

El detenido mostró una gran sonrisa y pareció encantado de que él regresara. Pero eso no le serviría de nada. Ya lo había intentado antes y había fracasado. Joe Díaz era implacable con los que querían entrar al país de la manera equivocada.

—Te repito la pregunta de nuevo —dijo, tomando un sorbo de café—: ¿Qué pasó con el grillo que te acompañaba? Recuerda que el hecho consta en nuestros registros. Y que cada vez que mientes tu nariz crece. No me hagas perder más el tiempo.
—Lo maté —dijo el detenido en voz muy baja.
—¿Cómo?
—Lo aplasté con un martillo.
—Con un martillo, ¿eh? ¿Y por qué lo hiciste?
—Porque ya no lo aguantaba. No cesaba de decirme: no hagas esto, no hagas aquello. Esto está mal, esto es un pecado… cosas así.

La mayoría acallaba su conciencia con alcohol o con drogas. Este tipo había utilizado un martillo. Vivir para ver.

—¿No te procesaron por ello?
—No.
—¿Por qué, porque eres menor de edad?
—No me procesaron por la sencilla razón de que matar a un grillo no es un delito. Además, aunque tenga la forma de un niño soy viejo, muy viejo.

Joe Díaz suspiró de nuevo. Tomó el “registro” que estaba sobre la mesa (y que no era más que una versión del libro de Carlo Collodi que había bajado de Internet) y lo hojeó. Llegó al final y leyó un poco. Ahorcado en un cementerio. Convertido en niño. Aquello no tenía sentido.

—¿Por qué querías ingresar a los Estados Unidos?
—No quería. Quiero.
—Bien, ¿por qué quieres ingresar a los Estados Unidos?
—Porque quiero convertirme en un ser humano, como usted. Estuve investigando por ahí y encontré que hay un doctor en Houston que creo que me puede ayudar a lograrlo.
—Pero eso ya lo hiciste antes.
—Nop. Aquello involucró a Geppetto y al hada, no a un médico especialista.
—Pero ya fuiste niño, ¿no? Tuviste lo que deseaste. Está en nuestros registros.
—Sí, pero Geppetto y yo tuvimos nuestras diferencias. El hada se puso de su lado y volvió a convertirme en marioneta.
—¿Quieres ser un niño de nuevo?
—No.
—¿Entonces?
—Quiero ser niña esta vez. No me sentí cómodo siendo niño.

Veinticinco años siendo oficial de inmigración, miles de horas de interrogatorios, cientos de redadas, miles de deportados, millones de sueños rotos, de esperanzas desvanecidas. ¿En verdad la seguridad del país estaba en riesgo ante un cambio de ser y de sexo a manos de un doctor especialista que ofrecía ve tú a saber qué excéntrico tratamiento? ¿Cuántos conflictos y desengaños había sufrido aquél patético ser que se encontraba sentado frente a él —las flacas piernas de madera colgando, balanceándose ligeramente, los brazos cruzados sobre la mesa, la sonrisa congelada—, cuántos más no le esperaban?

Sin embargo, la ley era la ley y la marioneta no tenía papeles.

Así se lo dijo.

—Entonces el problema es que no tengo documentos oficiales, válidos, para entrar al país, ¿no es así? Sin ellos no puedo hacer nada. Ni siquiera llenar una aplicación.

Joe Díaz asintió en silencio.

—¿Y cómo obtengo dichos documentos? Hace muchos años que salí de Italia, donde nunca me reconocieron como ciudadano. Se creyeron lo del carpintero, María y el ángel, pero nunca se tragaron aquello del carpintero, el muñeco y el hada. ¿Qué puedo hacer?
—No tengo la menor idea —dijo Joe Díaz, encogiéndose de hombros.
—¿Me van a regresar a México?
—Sí, el transporte sale dentro de dos horas. Contigo se regresan sesenta y cinco que no tienen sus papeles. Sinceramente espero que no intentes de nuevo atravesar la frontera sin documentos o con un permiso válido. Podría resultar muy mal para ti ser reincidente.

Joe Díaz se levantó. Abrió la puerta y llamó a uno de sus compañeros para que se llevara al detenido junto a los otros que iban a ser deportados.

—Directo a registro y luego al transporte. No se dejen engañar por su apariencia inocente, es taimado. Otra cosa, cada vez que miente su nariz crece. Téngalo en cuenta.

El guardia se llevó a la marioneta, que volvió la cabeza por última vez hacia el oficial de inmigración, con una mirada de súplica en sus ojos pintados.

Joe Díaz ignoró la mirada. Le hubiera gustado terminar con el interrogatorio, como siempre lo había hecho en los últimos veinticinco años, pero no lo hizo porque presentía que lo terminaría más adelante. Por experiencia sabía que el niño de madera que deseaba ser niña lo volvería a intentar. Todos lo hacen.

Volteó a ver el reloj del pasillo y por primera vez en el día sonrió. Faltaban solo diez minutos para que acabara su turno. En casa le esperaba su cena.~