El teatro de nosotros

«Vivo en un país donde cada tres días aparecen veinte, treinta, cincuenta y cinco muertos anónimos en zanjas, colgados, encobijados, a pleno sol.» Un texto de Ira Franco.

 
Uno pensaría que las imágenes de muerte apestosa y llanto dominan nuestros medios, nuestros periódicos, pero no es así. No aparecen en Twitter (fuckyeahgatitos!), ni en Facebook; no mandan su ubicación por Foursquare. No se documentan esos hoyos con fotos de zombies chaparros, descascarados. En el imaginario de las páginas web privadas −con fotos de nalgas, pies, ojos, selfies de la mitad de la cara, en suma: autoerotismo− no perdura la muerte violenta. Casi no hay guerra en esos gifs chistosos de gente que se cae.

Sí me importa, claro que me importa, pero sólo dentro de los límites naturales: tengo un trabajo, escribo una novela, un guión, quiero cosas. ¿Me importa? Sí. Lo suficiente para decir: me importa. El dolor de aquello que pasa pertenece a la ficción que hago de mí. «Yo soy ésta». Y a cada quién le toca contarse una ficción distinta.

Cuando escucho de un levantón de quince nuevos niños que murieron como tropa avasallada en las calles de un pueblo polvoriento, lo único que puedo pensar es en esa ficción que nos une. Ellos también querían un teléfono celular chingón, el corte de pelo de una estrella de cine, las luces direccionales sobre sus ojos, quizás una boda con una novia peinadita. Querían cinco perros y tiempo (o ganas) de pasearlos y recoger sus cacas. Querían organizar una orgía homo y una casa con alberca. O mucha coca y mucho baile y unos buenos billetes por una maldita vez para decirle a los amigos, «yo pago». Detalles, detalles.

Los imagino muertos en las noticias de las 2 de la tarde, sí, pero también los imagino vivos, de cinco, diez, doce años, trabajando en una milpa o de traemesto en una farmacia o cargando cajas o pidiendo dinero en la banqueta aquella primera vez −siempre hay una primera vez−, que ven pasar un convoy de cabrones echando tiros al aire con sus cuernos de chivo por la avenida principal con ese aire de Batman, el uniforme, las pañoletas de bandoleros cubriéndoles las sonrisotas. Imagino la frustración con la aritmética (como la mía) o los golpes del papá o, sin ponernos melodramáticos, la maldita vida que a todos jode de una u otra forma. Imagino su decisión: yo también quiero unas botas de esas, subirme a una troca, hacer como que tengo a dónde ir y un trabajo muy pinche importante. Yo también quiero mover un dedo y decir ¡aquí se hace lo que yo diga y se chingan todos! Aunque sea un ratito, pues. Nadie pretende llegar a viejo. Diecisiete, veinte. Una buena vida. Unas buenas viejas. Hermanas de alguien, hijas de alguien, prestando sus nobles servicios para mí antes de que me maten. En algún momento de sus cortas vidas se preguntan ¿cómo llegué aquí?, ¿a qué hora me salió el monstruo? Son las ganas, el deseo, es la ficción, la máscara, el teatro que me compré aquella primera vez que vi pasar al convoy.

En eso nos parecemos. Yo no quiero unas botas, un celular y un uniforme porque ya los tengo. Soy de este lado de México, pasé la frontera al nacer clasemediera y blanca o eso pienso hasta que me doy cuenta de que a mí también me domina la ficción. La ficción del clasemediero: soy punk, soy cool, no caeré jamás, no necesito esas botas, no necesito jalar ese gatillo.

Mirar nuestra ficción de frente es recobrar el poder. No hablo de la mentira. Hablo de la máscara. Nuestra ficción. Mirar cómo construyo a una tipa para no vivirme como lo que soy, alguien que sale encuerada de la regadera, con frío, desamparada en su pequeñez.~