La vida es teatro, pero poquito y sólo de a ratos

«Supongo que la vida es, gran parte del tiempo, teatro.»

ilustración | Alejandra Gámez

ilustración | Alejandra Gámez

SE CORRE EL telón. Rubén apenas es consciente de esto. Una pésima imitación de un gallo taladra sus oídos. Abre la boca y escupe una sola palabra reseca y sabor a cenicero: «mierda». Extiende el brazo y con su mano derecha busca a tientas el móvil y lo calla. Se sienta en el borde de la cama y se estira. Treinta y seis años de malas posturas aguijonean su espalda. Se pone de pie y da el primer paso tropezando con sus chanclas. Las patea, enojado, debajo de la cama y camina descalzo rumbo al baño, donde se encierra y sale de escena. Esto me da tiempo de acomodarme en mi lugar y observar.

El escenario es basto y, a pesar de estar en todo momento delimitado, se me antoja infinito. Estoy sentado justo en medio de la platea. Soy el único espectador y soy uno de muchos, soy todos los espectadores y soy ninguno. Así, el número de espectadores también se me antoja infinito. Aprovechando mi situación privilegiada e ignorando las leyes de la realidad, que en este momento se me antoja opaca, enciendo un pucho y me dispongo a disfrutar de la función.

Rubén tiene todos sus movimientos estudiados y exhaustivamente ensayados. Sale del baño, baja las escaleras, prepara su desayuno, desayuna mientras revisa sus correos electrónicos y escucha las noticias. Cuando termina, lava (casi siempre) su taza y luego sube las escaleras y se mete al baño, inconsciente de que ya está sobre el escenario, a prepararse para subir a otro escenario, uno que se le antoja único, pero que sólo es un escenario más sobre otro escenario, que está sobre otro escenario. Se ducha, cepilla sus dientes, afeita los tres pelos que habitan sus mejillas haciéndose llamar barba. Recorta  como puede su bigotito ralo, se peina con crema fijadora y raya a la derecha, derechita y sin fallas. Se viste con el uniforme de la fábrica, zapatos de seguridad, pantalones azules, camisa celeste y cero elegancia. Mientras hace todo esto, planifica el show diario. Se mira en el espejo y sonríe, es tan distinto al que sabe que es, que le causa gracia.

Sale de casa y enciende un pucho, sabe que tiene que dejar de fumar, pero le faltan ganas. Comienza a caminar, lento primero, acelerando a medida que sus piernas se despiertan. Apenas está saliendo el sol y las calles de la ciudad todavía duermen. Saluda con un movimiento de cabeza y un «buen día» a cada persona con la que se cruza, no porque esté particularmente interesado en que esos desconocidos tengan un buen día y, además, piensa que, en su gran mayoría, tendrán un día de porquería, sino porque forma parte de su personaje. Buen día. Buen día. Buen día. Rubén puede (y de hecho lo hará) seguir actuando todo el día, pero lo cierto es que ya me aburrió y sé lo que viene después: entre nueve y doce horas de aburrido trabajo de oficina, remando con palillos en dulce de leche, sabiendo que sin importar qué tanto se esfuerce nunca llegará a ningún lado, al mismo tiempo que desea salir corriendo para perderse en un libro o sentarse a escribir algunas palabras que formen una frase con sentido, sonriendo, o haciendo todo lo posible por sonreír. Actuando. Simplemente actuando para sobrevivir en lo que se me antoja un mundoteatro. Así que me levanto y salgo de la sala.

Camino calle abajo, fumando y pensando, ¿acaso todo lo que hacemos, incluida la redacción de este texto, digamos, toda nuestra vida, es puro teatro? Me cruzo de vereda para evitar a un perro muerto de frío, sigo echando humo y caminando, como una vieja locomotora sin tiempo ni vías. Me cruzo otra vez de vereda, esta vez para esquivar a un perro que duerme tranquilo.

La caminata me lleva a una plaza sin nombre. Veo un banco que parece adecuado y decido sentarme. Enciendo un pucho, no sé cuándo apagué el último. Fumo y pienso. Disfrazar de ficción la vida misma puede ser divertido, pero no es el objetivo de lo que escribo en este momento. Quizás sea mejor dejar de dar vueltas y sea hora de ser claro y conciso. Mejor cambio de estilo.

[pullquote]Hay otros ejemplos en mi vida, ejemplos menos importantes, que también van en contra de la teoría de que la vida es puro teatro. [/pullquote]

Estoy sentado dando la espalda a la única ventana del recinto. Tengo enfrente la pantalla de la laptop y detrás de ella una pared blanca. A la izquierda el televisor encendido, transmitiendo la señal de CNN en silencio, perfecto. Me enfoco en lo importante. Decir «la vida es puro teatro» me parece, como mínimo, una simplificación banal. Peguntar «¿la vida es puro teatro?» me parece más acertado, sembrar la duda es lo más cerca que podemos estar de la verdad, aunque nunca cosechemos los frutos de nuestro trabajo.

Supongo que la vida es, gran parte del tiempo, teatro. Damos vida  a un personaje cuando caminamos por la calle, otro cuando nos gusta una mujer y vamos de levante, otro cuando pasamos el día entero en el trabajo que nos da de comer, pero no nos alimenta, otro cuando golpeamos la puerta del vecino para pedirle que baje el volumen de la música porque está durmiendo nuestra beba. Y así, un personaje para casi cada situación que se nos presenta. Además, los que somos (como dice sobre mí Nadia) especialistas en teatro, no sólo interpretamos un personaje, sino que además elegimos la escenografía, jugamos a ser directores, intentando guiar a los que nos rodean mientras interpretan sus propios personajes, ensayamos nuestros diálogos y, si es necesario, improvisamos. Pero hay momentos en la vida en los que el teatro nos es ajeno. Por ejemplo, doy mis ejemplos. Cuando vi por primera vez a Rodrigo, mi primer hijo, detrás de tres placas de vidrio, tan lejos y tan cerca, calladito, pero vivo. Cuando escuche llorar por primera vez a Sebastián, el segundo, tan grande, tan fuerte, tan mío. Cuando cargué por primera vez a Amelia, tan dulce, tan su madre, tan pequeña. En estas tres ocasiones me tragué las lágrimas, aunque algunas se me escaparon cuando nadie me veía. Lo que hice en ese momento, definitivamente, no era teatro. Pero me puse demasiado cursi, así que dejo afuera de estos ejemplos a mis otros afectos. Hay otros ejemplos en mi vida, ejemplos menos importantes, que también van en contra de la teoría de que la vida es puro teatro. Por ejemplo, cuando tenemos elecciones, que en Argentina suelen caer en octubre, y peregrino el domingo por la mañana a la escuela «Eva Perón» a emitir mi voto, ese sentimiento, esas ganas de votar no son fingidas ni actuadas, voy y voto porque, digan lo que digan, sigo creyendo en la democracia, y porque tengo ganas de decir «nunca más». O también en ocasiones como la del domingo pasado, cuando el «lobo Ledesma» sacó un zapatazo de la galera y clavó la pelota en el ángulo del arco de Quilmes, y me levanté de un salto del sillón, gritando gol, tragándome las lágrimas de felicidad que Ledesma se secaba con la camiseta porque River después de seis años volvía a ser campeón y él, justo él, después de tantos partidos jugados para River, hacía su primer gol para la banda. Fútbol y política. Ahí tienen dos cosas que me sacan del personaje, y, a veces, o casi siempre, también de las casillas, y que me alejan del teatro en la vida. Y de religión mejor ni hablo, porque ese es otro cuento y es mucho más largo.

Actué un poquito y pensé otro tanto. Escribí esto por la noche después del trabajo. Hice un par de listas y pensé un poco más, y después de todo eso, llego a la conclusión de que la vida es teatro, pero poquito y sólo de a ratos.~