EL CASTILLO DE IF: 8 cm3, o una elegía de la radio
Un texto de Édgar Adrián Mora en la columna #ElCastillodeIf
EN MI BAÑO tengo un receptor de radio que sintetiza muchas de las ideas de avance tecnológico que la humanidad ha alcanzado en el poco tiempo que tiene en la faz de la Tierra (esto comparado con la existencia del planeta mismo e, incluso, con el tiempo en que podemos ubicar vida como tal en éste). Es un aparato hecho en China, aunque esto, cada vez más resulta casi una obviedad. Y es triste si tomamos en cuenta que México, en el auge de los populismos revolucionarios (del gobierno de Lázaro Cárdenas hasta mediados de los años cincuenta), se caracterizó por impulsar una política de incentivos a la producción de electrónicos, en donde los aparatos de radio tenían un papel importante.
De tal forma, a las cinco de la mañana, hora en que comienza mi trajín diario posterior a la caminata madrugadora con Momo, mi perra, prendo la radio. Y el sonido de la ducha, ese otro invento que relacionamos con la idea de “civilización”, se mezcla con canciones que han adquirido el status de “clásicos”, con las voces de los comentaristas de noticias cada vez más deprimentes, con las cápsulas que cada veinte minutos anuncian que el tránsito vehicular será otra vez nuestro infierno cotidiano, con los chistoretes adolescentes de cuarentones que se asumen “líderes de opinión”, con la esporádica puesta en marcha de la lectura de alguna obra literaria. La radio ha sido nuestro soundtrack a lo largo del siglo XX. Esa posibilidad de mantener una especie de “ruido blanco” que, de vez en cuando, nos saca de nuestro estupor o nuestra apatía.
Mi aparatito es un cubo de unos ocho centímetros por lado. Funciona con una pila de litio que dura semanas. Su antena no tiene más de tres pulgadas. Viéndolo con voluntaria capacidad de asombro, es una maravilla tecnológica. Sigue utilizando los principios que, descubiertos a finales del siglo XIX, posibilitaron la comunicación de los seres humanos sin que mediaran cables entre éstos. La etapa embrionaria del wireless. Esa idea de “vivir sin cables” es otra cuestión inquietante de nuestros tiempos. La aspiración de vivir sin ataduras nos va a conducir, sin remedio, a separarnos de la parte orgánica de lo que constituye nuestra humanidad. Pero eso es tema de otro orden de ideas. Hablaba de la radio.
En estos días preparo una conferencia sobre cómics para una universidad de México. Al construir el marco de referencia, me doy cuenta de la época de cambios acelerados que representó vivir en el periodo de entresiglos del siglo XIX al XX. La época de nacimiento de la mayoría de lo que se denomina, quizá hoy tal categorización sea anacrónica, Medios Masivos de Comunicación. Fueron los días de la telegrafía, de la telefonía, de la fotografía popularizada, del cinematógrafo, de la prensa industrial, de las comic strip, de la radio.
[pullquote]Y la radio siguió ahí. Adaptándose a las exigencias de un mundo[/pullquote]
El advenimiento de este último medio supuso la decadencia de otros medios de socialización. Por ejemplo, terminó con uno de los trabajos más hermosos que han existido. Incluso aunque se haya originado en el seno del nacimiento de la sociedad industrial que hoy empuja de manera decidida el planeta hacia el abismo (sí, apocalíptico soy la mayoría de las veces). La ocupación a la cual me refiero es la de lector en las grandes fábricas o en los pequeños talleres. Ahí hay que buscar el origen de la locución radiofónica posterior. ¿En qué consistía tal empleo? Pues en leer, en voz alta, los textos que incluían los diarios de la época. Textos en los cuales lo noticioso formaba una reducida parte de los contenidos; lo que había en mayor medida eran ensayos políticos, culturales, sociales y, por supuesto, folletines. La popularidad que tuvieron los folletines del siglo XIX, de Los tres mosqueteros de Alexander Dumas a Grandes esperanzas de Dickens con paso obligado en los casos maravillosos del Sherlock Holmes de Conan Doyle, se debe explicar también en la escucha que esos trabajadores realizaron. Mención aparte merece esa broma monumental que fue la histórica transmisión de La guerra de los mundos de H. G. Wells por ese niño terrible que fue Orson, también Wells. Fue ésta una manera de integrar a los analfabetas a las corrientes artísticas que se generaron en su época. A interesarlos en asuntos políticos. La alfabetización no era una condición sine qua non para emitir opiniones políticas. En el marco de las migraciones históricas de ese entresiglo, medios como el cómic en forma de cartón político o humorístico, rompieron la barrera del idioma; el handicap que implicaba para muchos italianos, por ejemplo, vivir en una tierra alejada de la Patria.
En los años veinte y treinta, la radio dominará el espectro de la comunicación de masas. Fue este medio también un vehículo para arrancar el monopolio del conocimiento y la participación política en lo social a la élite ilustrada, a los lectores y académicos que veían con terror el advenimiento de medios que democratizaban lo que ellos habían considerado patrimonio particular. El terror ante las adaptaciones radiofónicas de las obras cumbres de la literatura, los radio teatros, las adaptaciones al cine mudo de piezas como De la Tierra a la Luna de Verne.
Sirvió también para afianzar la identidad latinoamericana. El auge durante los años veinte de figuras intelectuales que no rehuían la presencia en medios y que hablaban de cómo los Estados Unidos intervenían de manera violenta en los países del Caribe y Centroamérica. Aunados a manifestaciones como el muralismo mexicano, estaban las vanguardias que desde Latinoamérica propugnaban la presencia de nuestros países en el mundo: los Contemporáneos, los ultraístas, los creacionistas. Los caudillos culturales, los dirigentes estudiantiles en el origen de los movimientos universitarios, las crónicas de las giras de los poetas modernistas. De todo eso daba noticia la radio.
Y la radio siguió ahí. Adaptándose a las exigencias de un mundo que, incapaz de despojarse de los parámetros que la modernidad implantó para imaginar su propio movimiento (tiempo acelerado, multiplicación de eventos novedosos, posibilidad de incidir particularmente en los hechos históricos), siguió su curso anunciando a cada momento el fin de los medios tradicionales.
La adaptación que la radio ha tenido a los medios digitales multiplica al mismo tiempo que dispersa su presencia. La idea del podcast se presenta como una posibilidad de liberar de tiempo al escucha, de tener mayor control sobre los contenidos que elige, pero en su versión de archivo se convierte también en la abolición de la idea de “transmisión en vivo”. Las personas detrás de los micrófonos lo son cada vez menos; de seres empáticos se han convertido en “generadores de contenido”, en voces anónimas que describen un mundo al cual se le puede poner pausa.
Aplicaciones maravillosas como Tune In nos permiten gozar de la escucha de un universo nutrido de versiones de radio. Es la posibilidad de escuchar cómo se oye el mundo en otra lengua, en otra cultura, en otra historia nacional. Pareciera que nos expande el mundo aunque, probablemente, lo que hagan sea disolvernos como granos de azúcar en un océano de propuestas que no llegamos a valorar en su dimensión total.
A veces conecto el iPad a esos ocho centímetros cúbicos (también es un altavoz compatible con otros aparatos; lo dicho, una maravilla tecnológica) y escucho una estación de Montreal u otra de Río de Janeiro o, quizá, alguna de Londres. No alcanzo a comprender todo lo que escucho en términos amplios (la idea de contexto y referentes sigue siendo una cuestión no salvable tan fácilmente, sin mencionar el aspecto obvio de la lengua), pero me siento satisfecho con la experiencia.
Cuando termino de bañarme, sigo escuchando radio en la cocina, en el desayunador, en el auto de camino al trabajo, sólo debo interrumpir la escucha cuando escribo cosas como éstas (requiero ya del silencio para concentrarme) o cuando elijo oír determinado tipo de música.
Hoy por la mañana, al apagar el aparatito, sonaba “Video Killed the Radio Star” de The Buggles. Y yo sólo alcancé a pensar: quizá terminó con la forma de expresión de cierto tipo de contenido, pero no con el medio en sí. La telefonía y la telegrafía no acabó con el correo; la radio no mató a la prensa escrita; los cómics no masacraron a la literatura; la televisión no acabó con la radio; internet no ha sustituido a la televisión. Todos conviven en un mundo caótico en el que no hace daño, de vez en cuando, abrirse a la posibilidad del asombro. Ocho centímetros cúbicos de asombro.~
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