EL CASTILLO DE IF: La herida canta aun cuando la sangre fluye

Texto de la presentación (Guadalajara, septiembre 2016) de Édgar Adrián Mora del libro de relatos ¡Canta, herida!, de Gabriel Rodríguez Liceaga.

 

HAY TRES TEMAS que sobresalen en la narrativa de Gabriel Rodríguez Liceaga reflejada en este volumen de cuentos: la construcción de la niñez; la influencia que las palabras tienen sobre la vida cotidiana, personal y colectiva; y un cierto desencanto que permite a sus personajes moverse en una especie de vacío vital interrumpido por flashazos de realidad noqueadora. La combinación de todos estos elementos hacen de ¡Canta, herida! una propuesta interesante que fundamenta sus posibilidades en el abordaje poco convencional de las historias que relata. Apunto acá algunas cuestiones específicas de éstas.

libro_Gabriel_Rodriguez_Liceaga_Canta_HeridaEn “Las tramas del frío” acudimos a la descripción de la cofradía masculina que ve su cotidianidad rota por la inclusión de una mujer en los rituales que se suponían exclusivos de los hombres del clan en efervescencia de la pubertad. Retos absurdos para la mirada adulta, los juegos de alto riesgo de la pandilla que protagoniza esta historia encuentran significado en la posibilidad de permitirles a estos protomachos encontrar su lugar en el mundo. Lugar condicionado por la aceptación, el prestigio y la admiración de los otros. El impuso de autodestrucción es otro de los elementos que otorgan potencia a la historia aquí narrada. Al final pareciera que quienes logran sobrevivir a la adolescencia es porque fracasaron en su intento por autodestruirse.

“Cielo, no lluevas” es una historia sombría e improbable. Y ahí se encuentran sus aciertos. Una mujer odia lo que su padre representa. Su padre es un escritor. Pide a un conocido que le recomiende a alguien para un trabajo relacionado con la escritura. El narrador accede a la petición y se enfrenta a una tarea por demás insólita: inutilizar toda la biblioteca del padre recién muerto. El método que utiliza queda como acicate para que se acerquen a su lectura. Es un cuento agridulce con personajes disparatados que, por lo mismo, nadie debería dudar de su existencia.

Una postal magnífica de ciertos ambientes citadinos se encuentra capturada en “Pijamas de madera”. Con habilidad, Gabriel se introduce en los terrenos de la realidad cruda que vive el país en los últimos años. El secuestro exprés del hijo de un vecino echa a andar la solidaridad de quienes habitan los territorios mínimos de los personajes del cuento. La negativa de un hombre a colaborar en la colecta hecha para juntar el rescate del secuestrado parece ocultar más motivos que la pura mezquindad. Hay aquí una alusión al eterno conflicto generacional: la muerte cercana de los viejos opuesta a las posibilidades abiertas por el futuro de los niños. El final es uno de los mejores dentro de las historias incluidas en el volumen.

Las protagonistas de “Dile que entraste a clases de violín” hacen malabares entre la tensión homosexual adolescente y la franca ternura. Dos adolescentes que quieren ser percibidas como mujeres mayores, como seres sexuales, recurren a trucos que cobran sentido sólo en el contexto de otros adolescentes con creencias parecidas. La amistad a prueba de todo, esa cosa humana tan inexplicable a veces, es lo único que no se cuestiona en esta historia que concluye, como muchas otras similares, en un restaurante de 24 horas en espera de que amanezca para poder llegar a casa.

En “Retacería de luz”, Rodríguez Liceaga intenta, de manera temeraria, un homenaje al cine. Aparecen ahí las filias y las fobias de quien esgrime y se apropia las obras maestras del octavo arte como una muestra que pretende emular a otro modelo de la literatura. Borges aparece en la semipenumbra de un cine que, de la misma forma que proyecta la belleza monocromática de Fellini acosa los sentidos con la pornografía cinemática. El Aleph que acá se configura se devora con sus mismas, gigantescas, fauces.

“¡Canta, herida”, el cuento que da título a todo el volumen, es una historia cuya arquitectura inestable resulta su virtud y anuncia la sorpresa de su desenlace. Dos hombres enfrentados en la infancia, ese leit motif omnipresente, se reencuentran en una situación límite ante la cual no cabe conspiración humana. El relato es una prueba de que el deux es machina a veces aparece como un guiño irónico de las propias fuerzas de la naturaleza. Es uno de los cuentos más interesantes del conjunto.

Dentro de estas historias que aluden a un plano de realidad que puede ser corroborable en sus posibilidades, el autor se permite la presencia de un elemento inusual: la fantasía. Imagínense un lunar que se puede intercambiar, que tiene vida propia, que hechiza a sus poseedores como si del anillo de poder tolkiano se tratara. “Lunarejo”, el lunar en forma de luna, consigue orillar a la locura, a la violencia y al acto sexual a un grupo de marginales cuya fortuna se cimienta en la extravagancia de tener contacto con un fenómeno como el descrito. Prostitutas y vagabundos luchando en la oscuridad por la posesión de una fantasía, de un sueño.

En “El agua te sabrá amarga” la sensación de extrañeza continúa por unas páginas más. Una actriz en el crepúsculo de su vida advierte de los riesgos de su carrera a una joven integrante de su familia. El motivo de la advertencia es el agente-director-productor que dirige (o puede dirigir) los destinos de la carrera de la joven actriz. Sin dejar en claro la naturaleza del personaje masculino, la narración es inquietante y abierta a interpretaciones.

El realismo sucio, ese género tan en boga durante los años noventa, parece filtrarse en la anécdota que el autor desarrolla en “Génova”. He aquí un personaje desencantado de la vida que sobrevive y se sobrevive a sí mismo a partir de cómo la rutina le da motivación para seguir haciendo lo mismo todos los días. No hay motor para el personaje más que la inercia. El inclemente andar de los días. Ah, este cuento incluye la cuota de gatitos necesaria para argumentar sobre ese vacío vital. Algo, también, de Raymond Carver se deja entrever en estas líneas.

En “Gallenas, chompelo, vigajas”, el autor organiza las preocupaciones, temáticas y formales, que se insinúan a lo largo del texto. El retorno a la infancia, la reflexión sobre los usos y desusos del lenguaje, el vacío vital que entra en conflicto con el recuerdo. Una tragedia en la memoria permite el salto al pasado que el narrador del cuento evoca y que, nos enteramos, ha condicionado su vida por completo. Pareciera indicarnos que la vida no es más que una sucesión de eventos traumatizantes que nos permiten ubicarnos en el tiempo y darle sentido a la vida. Esa herida que llamamos vivir.

Y es esa vida desgastada en círculos casi eternos la que se refleja en “Nuestros tatuajes están envejeciendo”, una crónica de los encuentros inexplicables que llegamos a tener con gente a la cual nunca pelamos o con quienes nos odiábamos a morir. Esa pulsión miedosa con respecto de la soledad nos empuja a reunirnos con seres a quienes en otra época no daríamos ni el saludo. Y nos empuja, también, a simular que es algo de lo más normal. De eso trata este cuento, de reencuentros con seres indeseables y de espejos en los cuales renunciamos a vernos hasta que resulta imposible voltear la mirada.

escritor_Gabriel_Rodriguez_LiceagaComo colofón a este conjunto de historias aparece “Sombras huérfanas”, el relato más duro de todos los incluidos. Una estampa carcelaria que recuerda ciertos ambientes de una literatura a la cual hoy se le corta la vuelta, aquella que habla de lo miserable que pueden llegar a ser los hombres con sus semejantes. Un cuento con una violencia soterrada pero siempre presente. Ocurre en ningún lugar y en todas partes. Un cierre más que digno para esta muestra de buenas historias.

He ahí algunos atisbos de lo que hay en la escritura de Gabriel Rodríguez Liceaga. También está lo que parece un presagio de buena, mejor, literatura por delante. La sensación que les quedará al terminar ¡Canta, herida! es la necesidad de buscar lo que continúe en el camino de la obra de este autor. Por lo mientras, no renuncien a sumergirse en esta fiesta herida de lenguaje.

Gabriel Rodríguez Liceaga, ¡Canta, herida!, Guadalajara, Paraíso Perdido, 2016.