Caníbales vs. barrocos

Daniella Blejer abre esta colección con el panorama de «lo latinoamericano» en la creación narrativa del Boom (o aledaños), analizando una novela corta de Juan José Saer


 

EL ENTENADO (1983) DE Juan José Saer es el supuesto relato autobiográfico de un anciano que durante la adolescencia se sumó a una de las expediciones de conquista del Nuevo Mundo. La novela está inspirada en la vida de Francisco del Puerto, un grumete de la expedición del conquistador Juan Díaz de Solís al Río de la Plata. En 1516 la expedición llegó al estuario del río Paraná donde toda la tripulación, a excepción de Francisco del Puerto, fue atacada con flechas para después ser devorada por los nativos. Quizá debido a la corta edad del grumete, los indígenas no sólo no se lo comieron, sino que durante los diez años que permaneció con ellos lo trataron bien (en Romano Thuesen); de ahí el nombre de la novela: entenado, que quiere decir ahijado.

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Me parece que la intención primordial del autor en esta novela no es ficcionalizar la historia, sino que éste es un vehículo para impugnar los discursos con los que se ha conformado el concepto de identidad en la literatura latinoamericana fundada en el pasado colonial y los problemas aún no resueltos de La Conquista. A través de la parodia de lo que González Echevarría denomina ficciones del archivo: «narrativas que siguen buscando la clave de la cultura y la identidad latinoamericana […] que aspiran a tener una función similar a la del mito en las sociedades primitivas» (238); Saer desmonta las narraciones que utilizaron el barroco como recurso para proyectar una identidad propia y propone nuevos mecanismos lingüísticos para crear una memoria distinta. Este texto explora la relación paródica que El entenado establece con Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier y con la teoría de González Echevarría –en Mito y archivo (2000)– en el marco del problema de la identidad en la narrativa latinoamericana.

América Latina es una construcción múltiple, plural y variable y, por lo tanto, problemática[1]. Desde la tradición de los Estudios Latinoamericanos diversos teóricos han formulado de manera constante la configuración e incluso la invención de una identidad y expresión propias[2]. Del lado de las manifestaciones artísticas ocurre un proceso similar, en el caso particular de la literatura, desde finales del siglo XIX hasta los años sesentas y setentas, diversos autores, en su afán de distinguirse de sus antiguos colonizadores y posteriormente de la influencia estadounidense, se dedicaron a construir en sus obras el imaginario de todo aquello que conforma «lo latinoamericano» (o posiblemente eso es lo que la crítica literaria nos ha hecho pensar para homogeneizar la vasta producción literaria).

Un ejemplo de éste tipo de producciones es Los pasos perdidos (1953), donde Carpentier privilegió la selva mítica como lugar para la creación por encima de las ciudades modernas. La historia trata de un compositor que trabaja en un museo organográfico en Nueva York enviado a la selva venezolana a recoger un primitivo instrumento musical. Conforme el compositor se va internando en la selva, el tiempo pareciera retroceder hacia formas de vida más primitivas y auténticas que lo llevan a ponerse en contacto consigo mismo. Gracias a otro personaje, compañero de la expedición, nombrado El Adelantado, el compositor llega a una ciudad edénica oculta en el río Orinoco: Santa Mónica de los Venados. El nombre «Adelantado» remite al título que se le daba a los hombres enviados a explorar y gobernar nuevas tierras durante la expansión colonial del Imperio Español. Esta ciudad es el espacio donde el personaje-narrador se inspira para escribir una cantata basada en uno de los pasajes de La Odisea. Al quedarse sin papel, el compositor se ve obligado a escribir y borrar y volver a escribir en el manuscrito. Al respecto González Echevarría señala:

Así como el narrador-protagonista de la novela descubre que es incapaz de borrar su pasado y empezar de nuevo, el libro, al buscar una narrativa nueva y original debe de contener todas las anteriores y, al volverse Archivo, regresa a la más fundacional de esas modalidades […] Así pues, Los pasos perdidos desmantela la ilusión central capacitadora de la escritura latinoamericana: la idea de que en el Nuevo Mundo puede darse un nuevo comienzo, liberado de la historia (26).

En este sentido también podemos leer el final de la novela, el protagonista vuelve a Nueva York para ordenar sus asuntos y preparar su regreso a la mítica ciudad. Sin embargo, el acceso a Santa Mónica está protegido, para llegar es necesario ubicar el signo grabado en la corteza de un árbol; pero como el río está crecido, el signo queda oculto bajo las aguas. Aunque el compositor pudiera volver cuando bajen las aguas, es demasiado tarde, la mujer de la que se enamoró no lo esperó y vive con otro hombre; en esta perspectiva el protagonista declara «Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo» (Carpentier 279). La alusión al mito de Sísifo no solo implica que el protagonista debe de volver a su punto de partida, sino que es un llamado a los escritores latinoamericanos a seguir buscando las claves de la identidad en el pasado, para empezar desde el principio una y otra vez.

Los pasos perdidos es una de las novelas que González Echevarría explora en Mito y archivo para plantear su teoría sobre la literatura latinoamericana. El crítico cubano-estadounidense parte de la idea de que la narrativa no es una forma autónoma de discurso para renunciar a la noción de una genealogía lírica con respecto al origen de la novela latinoamericana e indagar en la imitación de otro tipo de discursos, no literarios, que la afectan y la conforman. Se trata de tres manifestaciones del discurso hegemónico de Occidente:

La ley en el periodo colonial, los escritos científicos de los diversos naturalistas que recorrieron el continente americano en el siglo XIX, y la antropología, que suministra la versión dominante de la cultura latinoamericana en el periodo moderno a través, tanto de los escritos europeos, como del discurso del estado en forma de institutos de folclore, museos y otras instituciones similares (236).

Es notorio que en El entenado Saer utilizó estos mismos discursos (siete años antes de que González Echeverría publicara su libro) con una intención paródica. En esta novela  los tres géneros que incuban estos discursos aparecen yuxtapuestos.

La novela picaresca, que como bien señala González Echevarría, simuló el discurso de documentos donde los criminales confesaban sus delitos para obtener el perdón y la legitimidad de las autoridades, se hace presente en El entenado desde el inicio de la novela. En primera instancia, la estructura de falsa autobiografía fue un recurso utilizado frecuentemente por esta tradición. En segunda, la construcción del pícaro ocurre mediante el recuerdo de la infancia y primera juventud del narrador-protagonista, un huérfano que crece en el puerto entre prostitutas, alcohol y marineros: «Fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito –el primero, en mi caso– y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre» (Saer 12). Además de la estructura y la construcción del antihéroe, El entenado juega con otra característica esencial de la novela picaresca, las aventuras:

En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa (Saer 13).

Este fragmento no sólo perfila las posibles aventuras del pícaro, sino que empieza a entrecruzarse con las modalidades de los documentos que relatan el descubrimiento y Conquista del Nuevo Mundo cuyo motor es también la conocida búsqueda del oro.

Posteriormente penetra en El entenado el discurso científico de los segundos descubridores del Nuevo Mundo mediante las anotaciones, en forma de diario o bitácora de viaje todo lo que observa el protagonista-narrador. En la descripción del paisaje, por ejemplo, el narrador describe: «La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena árida, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de selvas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, vegetal y animal de la tierra excesiva y generosa» (Saer 16). El fragmento retrata el intento de clasificar aquello que se observa desde unos ojos que se extrañan y maravillan ante lo desconocido, pero lo desconocido no puede describirse mas que a partir del propio aparato epistemológico, de ahí que el narrador compare el comportamiento de la tribu durante el banquete caníbal con el de las hormigas: «Cuando desvié la vista del indio para mirar la multitud, la escena que iluminaba el sol arduo me recordó, de un modo inmediato, la actividad febril de un hormiguero despojando una carroña: un núcleo apretado de cuerpos arremolinándose, llenos de excitación y de apuro, junto a las parrillas» (Saer 24). El personaje-narrador tiene momentos en los que se da cuenta de que esos otros, los indios, no son tan distintos a él:

Parado inmóvil entre los indios inmóviles, mirando fijo, como ellos, la carne que se asaba, demoré unos minutos en darme cuenta de que por más que me empecinaba en tragar saliva, algo más fuerte que la repugnancia y el miedo se obstinaba, casi contra mi voluntad, a que ante el espectáculo que estaba contemplando en la luz cenital se me hiciera agua a la boca (Saer 44).

Las observaciones oscilan de un extremo a otro, por un lado el narrador destaca los buenos modales de los nativos, como lo hicieran algunos cronistas de la época: «La delicadeza de esa tribu merecería llamarse más bien afeminamiento o pacatería; su higiene, manía; su consideración por el prójimo, afectación aparatosa […] Eran de un pudor sorprendente» (Saer 92). Esta es una de las maneras en que los cronistas observaban al indio: un ser primitivo pero con buenos sentimientos, el buen salvaje cuyo carácter dócil favorecía la dominación. Por otro lado, algunos conquistadores y cronistas consideraban que los indios eran seres vinculados a lo diabólico y al erotismo que iba en contra de su pudor cristiano. Durante la orgía que procedió después de la comilona como parte del ritual caníbal, el narrador anota:

Lo que más me llamaba la atención al observarlos era la desnudez, que hasta un rato antes me había parecido natural y que ahora, sin saber muy bien por qué, me molestaba. Hasta ese momento los cuerpos habían sido un todo nítido, compacto, que se disimulaba en su propio olvido y en su abandono. A medida que los efectos del aguardiente aumentaban, los cuerpos parecían ostentar su desnudez, tenerla presente, girar, espesos, en torno de ella (Saer 48).

La inestabilidad del sujeto-narrador se vuelve inminente cuando éste, a pesar de haber escrito sus «memorias» durante el siglo XVI, expresa una sensibilidad poscolonial:

Durante años, me despertaba día tras día sin saber si era bestia o gusano, metal en somnolencia, y el día entero iba pasando entre duda y confusión, como si hubiese estado enredado en un sueño oscuro, lleno de sombras salvajes, del que no me libraba más que la inconsciencia nocturna. Pero ahora que soy un viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre y sólo hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra propia condición (Saer 103).

Se trata de una reflexión sobre como encarar esa otredad que también forma parte del hombre civilizado y que constituye el dilema del (des)encuentro entre colonizadores y nativos. Como explica Roger Bartra en El salvaje en el espejo, a pesar de que «el salvaje mártir y al mismo tiempo objeto de la curiosidad científica, era un fenómeno delimitado y tangible que se ofrecía a los europeos como una extraordinaria oportunidad de asomarse al espejo de la otredad», «la otredad es independiente del conocimiento de los otros» (Bartra 190).

Finalmente, el discurso de la antropología, el estudio de la lengua y el mito, es impugnado en la novela a través del discurso del narrador, quien afirma que a través de la memoria salvará a la tribu del olvido; sin embargo, el personaje traiciona a los indios al revelar a los nuevos conquistadores su paradero. El final puede leerse como una traición a todo aquello que solía conformar «lo latinoamericano» y que posibilita quitarse de encima el lastre del historicismo, de los discursos sedimentados del archivo. Quizá por ello la narración se va volviendo anticlimática, se disuelve hasta desgajar al mismo lenguaje, ejemplo de ello es el discurrir del narrador sobre el nombre que le dieron los nativos:

Como todos los otros que componían la lengua de los indios, esos dos sonidos, def-ghi, significaban a la vez muchas cosas dispares y contradictorias. Def-ghi se les decía a las personas que estaban ausentes o dormidas; a los indiscretos, a los que durante una visita, en lugar de permanecer en casa ajena un tiempo prudente, se demoraban con exceso; def-ghi se le decía también a un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde que a veces domesticaban y que los hacía reír porque repetía algunas palabras que le enseñaban, como si hubiese hablado […]. Al hombre que se adelantaba en una expedición y volvía para referir lo que había visto, o al que iba a espiar al enemigo y daba todos los detalles de sus movimientos (Saer 189-90).

La inestabilidad del lenguaje a través del desplazamiento de significados atribuido a la lengua nativa remite a la posibilidad de desestabilizar el concepto de identidad en la literatura latinoamericana. La alusión al «Adelantado» no es fortuita, como mencionamos en el párrafo dedicado a Los pasos perdidos, El Adelantado era el fundador de las ciudades, representante de la ley y la Corona española en las colonias. Sin embargo, en la novela de Saer, El Adelantado además de ser quien precede las expediciones, es el espía y también el ahijado de la tribu; la inversión en los poderes del hombre civilizado apela a la ruptura del discurso, al respecto el narrador medita:

Después de largas reflexiones, deduje que si me habían dado ese nombre, era porque me hacían compartir, con todo lo otro que llamaban de la misma manera, alguna esencia solidaria. De mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos. Amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador (191).

Este fragmento apela a un acercamiento de la historia distinto, a la posibilidad de narrar, ya no desde una mirada etnocéntrica, sino desde la voz y la mirada del otro. Se trata de un cambio en la sensibilidad que permite traducir al otro en toda su oscuridad y su luz para hacer justicia a su memoria.~

 

Notas

[1] El término, que fue acuñado en Francia en el siglo XIX para designar un subcontinente distinto de la América anglosajona, durante mucho tiempo fue identificado con la América de habla española. A mediados del siglo XX se expandió para incluir a Brasil, el Caribe francés y a la provincia de Quebec, Canadá. La segunda transformación ocurrió cuando se incluyeron a los países y pueblos del Caribe colonizados por las antiguas colonias inglesas y holandesas de la región, y de universos transculturales dentro de las naciones anglosajonas del continente, como las minorías hispánicas en el interior de Estados Unidos. En este sentido, América Latina designa un conjunto de naciones o pueblos que presentan entre sí diferencias fundamentales en todos los aspectos de su conformación, pero que al mismo tiempo presentan semejanzas significativas como el problema de la dependencia y el pasado colonial.
[2] Si bien Latinoamérica reconoce históricamente su identidad en la continuidad de su herencia cultural; esa identidad también se funda en la heterogeneidad (Antonio Cornejo Polar), la diferencia (Julio Ortega), la hibridez (Néstor García Canclini, Martín Lienhard), el mestizaje (Rafael Gutiérrez Girardot) y la transculturación (Fernando Ortiz, Ángel Rama).

Bibliografía citada
Bartra, Roger. El salvaje en el espejo. México: Ediciones Era, 1992.
Carpentier, Alejo. Los pasos perdidos. Madrid: Losada, 2004.
González Echevarría, Roberto. Mito y archivo: una teoría de la literatura latinoamericana.      México: FCE, 2000.
Romano Thuesen, Evelia. “El entenado: Relación contemporánea de las memorias de           Francisco del Puerto”. Latin American Literary Review. Vol. 23, No. 45 (Jan.-Jun., 1995), pp. 43-63.
Saer, Juan José. El entenado. Buenos Aires: Seix Barral, 2004.