Italia o el sueño a la intemperie

«Un viaje empieza desde que a uno se le ocurre; desde que se tiene la necesidad de levantar el vuelo; desde que contamos que nos queremos ir; desde que cerramos los ojos y se nos alborota el espíritu.» Una carta de viaje de Lourdes Meraz /Ilustración de Cristina Sánchez Reizábal

 
UN VIAJE EMPIEZA desde que a uno se le ocurre; desde que se tiene la necesidad de levantar el vuelo; desde que contamos que nos queremos ir; desde que cerramos los ojos y se nos alborota el espíritu.

Así pues, yo empecé ese viaje dos años antes de subir al avión. Dos años antes con cada uno de sus días en los que viví austeramente para recorrer Italia de sur a norte, de Palermo a Milán. Cabe mencionar que nunca había viajado sola, que soy lerda para los mapas y que mi sentido de la orientación es bastante precario; que me fui sin hablar un ápice de italiano, sin conocidos que me estuvieran esperando y con el corazón lleno de miedo y de emoción. También, que me fui inesperadamente enamorada.

De México a París, a 380 kilómetros por hora. Una hora de espera en ese Charles de Gaulle que parecía inconmensurable. Ahí, con la mochila en la espalda, los euros en los zapatos y el pasaporte incrustado en la mano, me puse a buscar entre todos los letreros el que indicaba mi puerta. De golpe empecé a escuchar otras lenguas y a mirar otros rostros cuyos rasgos eran diametralmente distintos a los míos. Después, otro avión de París a Roma. De México me fui de noche y llegué doce horas después a Roma, también de noche.

Calor; muchísimo calor. Cuando pisé la ciudad por primera vez, a las afueras de la estación me esperaba un vagabundo que se empeñaba en seguirme hasta mi hotel. De golpe descubrí que somos más parecidos de lo que pensamos: mucha basura, inmigrantes vendiendo piratería, gente que pasea a sus perros, hombres que beben cerveza en la via pública mientras conversan de quién sabe qué cosas. Vida, mucha vida.

Llegué sin hambre y sin sueño, con el espíritu alerta y con el instinto de supervivencia más afilado que nunca.

A la mañana siguiente partí a Palermo sin saber que el viaje en tren duraría otras doce horas. En el trayecto me percaté de que la lengua italiana está llena de flores. Ya lo imaginaba, pero escuchar a la gente hablar es como escuchar la palabra iluminada.

Tomé dos trenes: uno de primera y otro de segunda. En los de primera la velocidad es imperceptible, la temperatura es perfecta, el silencio parece una regla y casi nadie tiene la necesidad de voltear a ver a los demás. A los de segunda les falla el aire acondicionado pero no la aventura. En la segunda clase es donde las cosas suceden: un napolitano me pidió volver y me regaló unas aspirinas, nos bajaron a todos dos veces de los vagones por una equivocación de la línea ferroviaria, conocí a un lingüista de mi edad con un dominio absoluto del español y al que le debo un aventón hasta mi hotel en aquellas horas de la madrugada. Llegué con la ropa pegada a la piel de tanto sudor. Entendí entonces por qué los italianos tienen el olor indomable.

En la mañana abrí la ventana y los ojos ante un Palermo de balcones incontables por donde entra y sale la luz; un Palermo de calles estrechas, de gente amabilísima que sonríe a la menor provocación, de un calor aún más salvaje y húmedo. Descubrí un Mediterráneo que hipnotiza de tanta calma. Ahí, en ese lugar cercano al África, los abanicos no son un artículo de lujo ni un accesorio; son una necesidad imprescindible. Ahí, en los camiones, los desconocidos entablan conversaciones de la nada como si fueran todos del mismo apellido. Después de tres días partí a Nápoles con la repetida advertencia de ir a una de las zonas más peligrosas de Italia.

Arribé por mar, escupida de la mandíbula abierta de un barco. Lo primero que vi al llegar y lo último que vi al partir fue basura. Nápoles es una ciudad que parece tomada por sus habitantes; un lugar donde la delincuencia tiene fama de terrible y la pizza, de única. Es como un enjambre de motonetas que al menor descuido atropella.

Mi sentido de la aventura no me dio para vivir la ciudad de noche así que me refugié por completo en sus museos, en su Pompeya de ensueño, en la contemplación de sus camafeos de nácar, en sus castillos que parecen monstruos dormidos. De Nápoles salí algo desesperada y sin ganas de volver.

Después de cuatro días de adrenalina llegué por fin a la ciudad eterna. Roma con su monumentalidad por todas partes y la majestuosidad que se asoma por las calles a la menor provocación. Roma con todo su catolicismo y toda su historia que se traslapa y se detiene. Ahí donde las ruinas delatan la invencibilidad del imperio. Roma con sus hombres de mirada seductora y sus cafeterías en cada esquina. Roma con todas las dificultades de su economía y sus pordioseros.

Entonces partí a Florencia donde todo parece haber sido dispuesto para el esplendor: los colores del cielo, la arquitectura que arranca el aliento, la escultura milagrosa en que el mármol se hizo piel, la pintura que cobra perspectiva… la cuna del Renacimiento. Seguramente los Medici sabían que la belleza les garantizaría la posteridad. En Florencia dije mi nombre completo sobre el río Arno, lloré y me prometí volver.

Ahí, un vendedor ambulante trató de adivinar mi nombre mientras yo caminaba sin volver la cabeza atrás. “¡Eh! ¡Signora! ¡Carlota! ¡María! ¡Francisca!”. Me detuve y no pide evitar la sonrisa. Era árabe y se llamaba Samir; dejó a un lado toda su mercancía china para invitarme un café y caminar conmigo sobre Puente Viejo. Samir hablaba italiano, francés, griego y un fabuloso árabe que se escuchaba lleno de viento. Me habló de su mezquita, de Marruecos, de lo caro que estaba todo. Me enseñó su pasaporte con una caligrafía que me era tan imposible como fascinante. Me hizo reír, me quiso abrazar, me dio su foto y me hizo una petición que me atravesó en dos: “Por favor, no te olvides de mí”. Esa tarde, sin saberlo, Samir me contó la soledad de todos los inmigrantes que necesitan sobreponerse a la distancia y a las fronteras. Sin melodramas, sin autocompasión.

Al otro día sentía que me deshojaba de tanta despedida. Por falta de efectivo y en pleno coma nostálgico, llegué a Barcelona. Tal vez por eso no me gustó, aunque una amiga mexicana me esperaba.

Barcelona es como un bosque al que la vanguardia convirtió en jardines de diseño; es una ciudad que se levanta sobre líneas simétricas y asimétricas. Ahí los colores saturan los paisajes y la noche grita de pura vida. Barcelona es como una feria a la que todos se quieren subir con el alma desaforada. Tal vez fue que llegué en pleno verano y los turistas resultamos una plaga que no deja espacio para caminar ni para contemplar en silencio.

De ahí quise irme lo más pronto posible a pesar de la Figueras de Dalí y de la arquitectura iridiscente de Gaudí.

Le siguió Milán. Cuando regresé a Italia, mi corazón descansó del bullicio que ya me tenía aturdida. Tuve la oportunidad de estar unas horas en Verona, la medieval. Frente al balcón de Julieta sentí que revoloteaba de contento. Fui a la ópera y me regresé tarareando la marcha de Aida.

Al otro día, mi espíritu se restauró ante la contemplación del Duomo gótico. Pedí un deseo, como manda la tradición: girando sobre los testículos del toro que está plasmado en el piso de la Galería Vittorio Emanuele II.

La última noche que dormí en el viejo mundo me costó mucho conciliar el sueño. Por favor, que no me durmiera porque en mi trabajo ya me esperaban.

A las seis de la mañana del día siguiente me tomé mi último exprés. Me lo tomé con calma porque un café como el italiano difícilmente se encuentra en la tierra del maíz.

Me subí al avión con el alma hecha nudos y una mochila que pesaba seis kilos más de lo planeado. Partí de día y me escapé de la noche porque nunca vi el cielo oscurecer.

En el aeropuerto me esperaba el hombre del que regresé más enamorada de tanto escribirle.

Después de atravesar el cielo trece horas, llegué exhausta, fascinada y con una necesidad infinita de mis amigos, de mi comida, de mi cama, de mi casa, de mi iguana, de mí misma en mi lugar.

Hoy, dos meses después, siento que el viaje no ha terminado y algo me dice que nunca terminará.~