Irreverencias maravillosas: Los «otros»
Un texto de Lola Ancira. Ilustración ‘boysgirls books’ de Caroline Paul
Un texto de Lola Ancira. Ilustración ‘boysgirls books’ de Caroline Paul
Tiempo después descubrió que era (o no) un #outsider. Un texto de Adrián L. Alexander/ ilustración de Juan Astianax.
«Las burlas que el funcionario expresó se dirigían sobre todo a la manera en cómo se expresaban, en español, dichos representantes indios.» En El castillo de If: Necesitas leer más Kirk, de Édgar Adrián Mora /ilustración Portada de un ejemplar recopilatorio de SARGENTO KIRK, de Hugo Pratt.
No es raro encontrar calificativos [de] como a las personas que les toca ser ‘el malo del cuento’.
ME PREGUNTO CÓMO es posible la existencia de tantos escritores y tan pocos lectores. Es decir, la proporción tendría que ajustar, al menos, en condiciones de equivalencia: los escritores leen. Pero, más importante, los escritores escriben. Y muchos de los que se describen a sí mismo como tales parece que no están de acuerdo con esta tautalógica definición. Hay una premisa que explica de forma parcial la aparente contradicción: la idea de que vivir como escritor es más atractivo que la necesidad tácita de saber que tal profesión requiere del ejercicio continuo de la escritura. O como mencionó un colega alguna vez: “¿Quieres ser escritor o quieres escribir?”. Pareciera una trampa del lenguaje. Pero no lo es.
Detrás de todos los textos del mundo, escritos por narradores o críticos literarios, existe una suerte de rituales y azares que son utilizados, intencional o inconscientemente, por los escritores para culminar su trabajo. Unos se aventuran con brújula en mano para que su periplo no naufrague en ningún momento y cada línea, cada idea que están escribiendo, sea la ola mansa que converge con la otra y así su viaje sea viento en popa. Otros sin brújula en mano ni cualquier plan de viaje se lanzan al periplo y suelen encontrar el rumbo de su texto cuando el barco está a la deriva o se halla perdido en altamar. Pero al final, sin embargo, corren con suerte y las aguas los regresan a Ítaca más llenos de gracia y aventura que Constantino Kavafis.
A mi abuela le enamoraba la cara de justo de Gary Cooper y sus ojos azul “decente”. Tenía una devoción inexplicable por las películas del oeste, por las fábulas de moraleja blandita. Viniendo de una de las dos Españas, distinguía fácilmente, sin pegar la oreja al suelo, a los pieles rojas de los nacionales y, a los rojos de piel dura, de tanto sheriff suelto. Los malos y los buenos, a pelo y sin montura. Sin matices, sin psicoanálisis, ni giro argumental. La historia la escriben los ganadores y los derechos de autor se tributaban a la arrogancia de estos colonos. Los indios eran calderilla y demasiada multitud para llevarse bien con ellos.