El pie equivocado

Un cuento de Benoît Toqué/ traducción de Diego Martínez y Carlos Vaca


 

 

ME LEVANTO POR la mañana y paf, me caigo. Le erré al pie, elegí el equivocado, el otro no funcionaba, no quería. Quiero decir: el primero, el primer pie, estaba dispuesto a caminar. Me levanté tipo: primero el busto, los brazos los codos, los antebrazos. Incluso las manos (la mano derecha, con la que me apoyo). Me levanto. Coloco un pie en el suelo y me levanto. Coloco el segundo pie y paf, me caigo. El pie no responde. Se me jodió, el segundo pie —el izquierdo—, se me jodió y paf, me caigo. Me desparramo en el piso. Un piso barato, de linóleo. Me desparramo en el piso de linóleo, rejodido. ¿Pero qué mierda está pasando? ¿Qué mierda? ¡¿Qué pasa con este pie de mierda?!!! ¿Quién me vendió esto, esta basura? Llamo a mi madre y, ajá, má, ¿pero qué carajo es esto? ¿Qué mierda es esto? ¿Es que me viste la cara? Me rejodiste, má, me digo a mí mismo. Mi celular está del otro lado del colchón y yo estoy paf en el piso. Completamente jodido, llamando mentalmente a mi madre. ¡Qué lo parió! Intento levantarme, pero nada, una mierda, imposible. Mi tobillo está hinchado y rojo, y no responde. ¡Para colmo ya debería estar en el trabajo! Por la guita. Una mierda. Qué loser, qué boludo.  Entonces me arrastro. Me arrastro hasta el otro lado del colchón, que parece enorme. Cuando uno se arrastra todo parece enorme. Pesco mi celular y llamo al laburo y, ajá, sí, soy yo, uno de los chabones que trabaja para usted. Mirá, ya sé que tenía que ir a trabajar hoy, pero me pasó esta shit. Estoy rejodido. Mi pie no responde. Una shit, sí. Tengo el pie que es una cagada. Mi tobillo está rojo, una mierda. Yes, ajá, me voy para urgencias, sí, mirá si es grave esta mierda, ay. ¡Ay! ¡Pero es que ni siquiera puedo caminar! Una gran cagada, sí. Okey, hacemos así, good idea, voy a llamar a un taxi, sí. Bueno, te aviso cualquier cosa, pero no me esperen porque así, sorry, así no puedo laburar. Ajá, okey. Estamos en contacto. Cuelgo el teléfono, llamo a un taxi y me arrastro hasta las escaleras.  El descenso. El descenso es largo, y enrollado, y libre. Desciendo en caída libre, enrollado en mi campera de cuerina. Tomo un taxi y voy al hospital. Esguince. Me esguincé el tobillo. Mierda. Qué boludo. Un esguince leve, me dice el médico. ¿Pero cómo poronga me hice esto?  Ah, sí, fue ayer, cuando me subí a la escalera mecánica, pero en sentido contrario. Me había cruzado con un tipo sórdido, y el tipo me había seguido. Era calvo. Se detuvo justo frente a mí, en la escalera mecánica, parado en el mismo escalón que yo. Después de que corriera. Después de que corriera atrás mío, como si quisiera alcanzarme. El tipo me miró y me sonrió. Una sonrisa. Una sonrisa tonta, pero inquietante: una sonrisa estúpida, pero que me hizo flashear. Y luego me empujó. No tanto, pero igual. Yo me asusté y bajé volando por las escaleras. En sentido contrario. Y me hice daño. Me torcí el pie. El tobillo. Pero pensé que nada, que no había pasado nada. Y esta mañana me levanto y paf, me caigo. ¡Y todo por culpa de ese chabón! Que me dio un cagazo en las escaleras. Bueno, pero yo tenía mis razones. Mis razones para temerle. Al chabón. Lo conocía, ya me lo había cruzado, la semana pasada. Exactamente lo mismo. En el mismo subte, la misma estación, la misma combinación, pero más lejos, en el pasillo, en un largo corredor.  Yo venía del laburo, de diez horas de laburo nocturno sentado en la recepción de un refugio social, sin hacer nada, ahí, en la recepción. Paseándome por internet y leyendo para pasar el tiempo. Para matarlo. Y entonces, saliendo del laburo en dirección a mi casa, en el subte, leyendo el libro que había comenzado ese mismo día —llevaba diez horas metido en ese libro—.  Entonces pasa que me cruzo con un tipo. Son las siete de la mañana, todo es caótico, la gente va y viene del trabajo, en los dos sentidos del pasillo, con mucha prisa. Pero él —el chabón—, él está en medio del pasillo y no se mueve ni un milímetro. Se queda allí, parado. Sórdido, ese chabón. Francamente sórdido en medio del gentío, en pleno centro de un pasillo del subte. Ahí, sin hacer nada. Y yo que camino con el libro entre las manos, camino leyendo. En el pasillo. Y veo que el tipo no se mueve. Aquello salta a la vista porque todos, salvo él, van y vienen, apurados. Y yo me digo, ajá, éste me toca a mí, porque estoy leyendo un libro, porque yo también soy un tipo sórdido, un objetivo fácil. Y en efecto, el tipo no me perdonó. Vino hacia mí. Lentamente. Dijo algo mientras venía hacia mí, estirando los brazos, como para apretarme, y: pude ver un cúter sobresaliendo de la manga de su saco, la hoja replegada bajo sus dedos, sus dedos cubriéndola, escondiéndola, a la hoja. Entonces flashé. Pegué un salto, la puta madre. Un salto olímpico, el mío. Y caminé hacia atrás. En mi dirección, pero de espaldas. Caminando de espaldas, hacia delante, en la dirección en la que iba: hacia mi casa, pero de espaldas. A grandes pasos, seis o siete. El chabón levantó la mirada —yo también— hacia una cámara de vigilancia, y luego se fue. En dirección contraria, desde donde venía yo, hasta desaparecer en la esquina del pasillo. ¡Flashé! Llegué a casa. Recagado. Por culpa de esa hoja. De ese cúter. Que tampoco estaba seguro de haber visto, por el cagazo, por el cansancio que tenía encima. Llegué a casa. Subí al vuelo las escaleras, los seis pisos. Cuando llegué a la puerta de mi mono ambiente —mi mono ambiente, mi micro ambiente—, me fijé en un detalle, un detalle también sórdido: en el techo del pasillo, entre mi puerta y la puerta del baño común, que no funciona y que está enfrente de mi mono ambiente, la puerta trampa que da al techo estaba abierta. En ese momento no quise pensar en eso y entré rápidamente en casa. Pero ya adentro di media vuelta, en seco: volví a  abrir la puerta, le eché un vistazo al techo y me arrojé sobre la puerta del baño común que no funciona y que está enfrente: estaba cerrada con llave, la puerta. Pero normalmente —el día anterior, por ejemplo— esa puerta está abierta. Siempre está abierta. Mierda. Mi corazón se aceleró —yo miraba fijamente la puerta. La puerta del baño del pasillo. El baño inhabilitado. Que no anda, que no funciona (me chupa un huevo: yo tengo mi baño en casa). Aquello empezó a darme vueltas en la cabeza: hay un tipo allí adentro se metió por la puerta trampa del techo es un ladrón que quiere robarnos a mí y a mis vecinos mis camaradas del edificio en el que vivo, se metió por el techo, seguramente iba a romperme la puerta, iba a forzar la cerradura —como mínimo— para entrar y robarse mis joyas. (No tengo joyas, pero tengo una hermosa vista que da a la torre Eiffel). Me escuchó llegar y se escondió, se encerró en el baño común. (De hecho, tengo un anillo que me costó al menos 20 euros, pero la piedra se soltó de la base, una base de plata. Y tengo una moneda de 50 francos, también de plata, de 1977,  que me colgaba del cuello en la secundaria, de una cadenita, cuando era hippie-punk —hoy esa moneda vale el triple, fácil. 150 francos, seguro. O sea, 10 euros. Bueno, también tengo otro anillo, pero no tengo ni idea de cuánto costó. Me lo regaló una ex, igual que el otro anillo, aunque preferiría no hablar de eso porque es una historia triste). En fin: ¡ese chabón se metió en el baño!  (El ladrón. El otro, el del cúter, el que me empujó en las escaleras mecánicas y que la semana pasada me sacó un cúter, qué sé yo, ése andará en sus cosas). Estoy delante de la puerta trancada del baño. Estoy acorralado. Me odian. Vienen por mi pellejo, por mi guita. Por mi cadena de 150 francos que no uso desde hace 5 años, pero que tampoco quiero tirar porque tiene un valor sentimental. Entonces flasheo. Vuelvo a entrar en casa y cierro la puerta. La abro de nuevo. Flasheo (también hay que decir que son las ocho de la mañana, y que he trabajado desde las 21 hasta las 7, de manera que no, no estoy en forma). Me trepo rápidamente por las escaleras que llevan a la puerta trampa, miro a izquierda y a derecha, bajo el techo – entre el cielo raso y el techo: no veo nada. No veo nada. ¡Vuelvo a bajar a toda carrera! Me meto en casa. Cierro la puerta. Con llave. Dos vueltas de llave. Agarro una cuchilla, doy algunas vueltas alrededor de mi silla, mi única silla, con mi cuchilla en la mano. Me siento encima. Encima de la silla. Tengo la cuchilla en la mano. Y la hago girar lentamente en mi mano mientras miro fijamente a la puerta (flasheo).  Me quedan algunas cervezas en la heladera, voy y busco una. La cerveza en una mano, la cuchilla en la otra. Sentado. En la silla. Mi única. Mi silla única. A 20 francos. Me quedo así una hora y cincuenta —en realidad me levanto un par de veces, abro lenta, discretamente la puerta, y trato de mirar por debajo de la puerta del baño inhabilitado que está enfrente a ver si veo a alguien adentro. Al menos los pies. Una puntita. La puntita de sus zapatos, de sus suelas. Pero no se ve nada. Pasada la hora y cincuenta minutos, suenan las 10. Escucho la puerta de mi vecina que se abre. Me levanto de la silla. ¡Guardo la cuchilla! La guardo en el bolsillo de atrás de mi pantalón y abro la puerta, buen día, ¿cómo está usted? Dígame una cosa, ¿no sabría decirme – por pura casualidad – por qué la puerta trampa, allá (en el techo, la señalo con el mentón) está abierta? Ah, muy bien, muchas gracias, que tenga un buen día, y vuelvo a entrar en la casa, y vuelvo a cerrar la puerta. Un técnico vino ayer porque había una filtración entre el cielo raso y el techo. Pero el tipo no la cerró. Eso fue lo que me dijo la vecina. Yo dejo la cuchilla en la cocina y luego me desvisto. Más tranquilo, me acuesto. Abajo se escucha una aspiradora y lo noto, pero no me prendo con eso. Cierro los ojos.  Me prendo del acolchado. Me tapo hasta la cabeza. Dormir durante el día no me asusta.~