Una dulce utopía

«La Constitución Española de 1978 proclama (en su artículo 1.2) que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.»


 

La Constitución Española de 1978 proclama en su artículo 1.2 que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Se trata del principio de soberanía popular, clave de bóveda sobre la que descansa nuestro actual sistema democrático.

La forma en la que el pueblo ejerce ese poder del que es titular se concreta en el artículo 23 de la Carta Magna: “Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal.”

Como, por razones obvias, la democracia, tal y como fue concebida en la Antigua Grecia, era y es irrealizable, el constituyente español diseñó una democracia representativa, en la que ese pueblo titular de todo el poder público lo ejerce a través de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas y que responden políticamente ante sus electores. Ello no obstante, los padres de la Carta Magna introdujeron en la misma ciertos instrumentos de democracia directa (iniciativa legislativa popular, artículo 87.3) o de democracia semidirecta (el referéndum, del que se regulan varias modalidades en la Constitución), intentando  de este modo que la ciudadanía tuviese un mayor protagonismo en la toma de decisiones, de manera que su participación no se viese reducida a cada cuatro años a sus representantes en los distintos niveles territoriales de poder.

Hasta aquí la teoría. Porque lo que el constituyente español desconocía, no podía saberlo, era que la democracia representativa, su funcionamiento ideal, es una utopía. La clase política, con algunas excepciones, ha actuado movida más por los intereses personales que por el interés público,  y lo ha hecho además con una total impunidad y con la exigencia de responsabilidades políticas brillando por su ausencia. Sin olvidar que, además del poder político, se han consagrado una serie de poderes fácticos que, alentados, protegidos y fomentados por los gobernantes, incluso en ocasiones en clara connivencia con ellos, ejercen una gran influencia sobre la economía, la política y la sociedad. Poderes políticos y fácticos que nos han usurpado la soberanía, de manera que el artículo 1.2 de la Constitución se ha convertido en papel mojado.

Nuestros representantes no nos representan, ni nos tienen en cuenta más que en los períodos electorales, en los que, como por arte de magia, nuestras necesidades se convierten en sus prioridades. Pero, ¡ay!, que poco dura el encantamiento.

Si al menos esos instrumentos que la Constitución prevé para que los ciudadanos podamos participar  e influir de una manera más directa en la toma de decisiones se hubieran mostrado verdaderamente útiles y eficaces… Pero no ha sido así: las más de quinientas mil firmas que la Constitución (artículo 87.3) exige para que la iniciativa legislativa popular pueda prosperar hacen prácticamente imposible que las proposiciones de ley que promueven los ciudadanos puedan llegar al Parlamento, por lo que acudir a la iniciativa legislativa popular se antoja una pérdida de tiempo; tampoco le ha ido mucho mejor al referéndum. Salvo para aprobar y reformar determinados Estatutos de Autonomía (normas básicas de nuestras Comunidades Autónomas), en los que es requisito obligatorio convocar y obtener una determinada mayoría en referéndum, es facultad de los gobiernos someter o no a la consideración del pueblo las decisiones políticas de especial trascendencia a las que alude la Carta Magna en su artículo 92.

En definitiva, en España, y me atrevería de decir que es un problema global, la democracia está enferma de déficit democrático.

Parece que, en la práctica, nuestras únicas armas para tratar de ejercer algo de presión sobre los centros de poder han sido dos instrumentos que la propia Constitución reconoce: la manifestación (artículo 26) y la huelga (artículo 28.1). Sin embargo, en mi opinión, el alcance real de estos mecanismos de presión es muy limitado, ya que apenas influyen en los gobernantes. Y tenemos un ejemplo muy claro: en el año 2003, Aznar, Presidente del Gobierno español, decidió participar en la Guerra de Irak, a pesar de que, hasta en dos ocasiones, se celebraron manifestaciones contrarias a la misma en toda España, con una afluencia masiva. Al final, parece que las manifestaciones únicamente sirven para que nos desahoguemos, como alguien me dijo recientemente, para que ejerzamos el derecho al pataleo; y las huelgas, para que perdamos el jornal del día, lo que provoca que, especialmente en épocas de crisis como ésta, la gente decida no secundarlas y acudir a su puesto de trabajo. Pero lo más increíble de todo, a mi entender, es que quienes toman las decisiones se muestren tan “pasotas” e impasibles ante este tipo de reivindicaciones ciudadanas. Da la sensación de que ellos ya han tomado sus decisiones, y les da igual lo que los ciudadanos, los mismos que los han elegido y han depositado en ellos su poder, puedan pensar o querer, puedan reivindicar. Es una clara muestra, una más, de que se sienten por encima de  la ciudadanía.

Frente a esta situación de déficit democrático, el movimiento 15- M supuso un soplo de aire fresco, sacando a la sociedad del letargo en el que, a mi parecer, se encontraba sumida. O esa al menos es mi percepción: parecía como si, por desidia, miedo o por la simple certeza de que nada se podría cambiar, nos hubiésemos conformado con que las cosas tenían que ser así.

Como no podía ser de otra forma, fue la juventud, esos jóvenes de los que se decía que estaban de vuelta de todo, la que, desde la Puerta del Sol y las plazas de muchas ciudades y pueblos de España, lanzó un sonoro “basta ya” contra falta de democracia real, los privilegios de políticos y banqueros, la inoperancia frente a la crisis, la corrupción, la manipulación y el engaño, el paro y todos aquellos problemas que habían ido minando la confianza de los ciudadanos en los políticos y las instituciones. Y ese grito pronto caló en muchos de nosotros y nos echó a la calle, movidos por la luz de la esperanza de que, por fin, el cambio era posible e incluso, tal era nuestro estado de ánimo y agitación, que empezaba a tocarse con la punta de los dedos.

Cuando, tras varias semanas, las acampadas de “Indignados” se disolvieron, a algunos nos quedó una sensación de “mucho ruido y pocas nueces”. Parecía que el movimiento se había estancado, que no daba más de si; que se había ido desgastando, lentamente, conforme iba cundiendo el desánimo ante su incapacidad de concretar lo que quería llegar a ser. Las acampadas habían cumplido su ciclo, pero había llegado el momento en que era necesario un paso más, que el movimiento había sido incapaz de dar. Yo siempre tuve la sensación de que  éste había fracasado por no haber sido capaz de canalizarse hacia algún tipo de estructura formal y permanente.

Sin embargo, cuando acaba de cumplirse el primer aniversario del 15- M, el movimiento sigue vivo: lo han puesto de manifiesto sus acciones, como los múltiples desahucios que a lo largo de estos doce meses han impedido (por poner solo un ejemplo), demostrando además que han sido capaces de pasar de las palabras a la acción. Pero sobre todo, ha quedado patente en el hecho de que los indignados han vuelto a reunirse en plazas y calles, a celebrar asambleas y formular propuestas. Queda claro que la semilla del cambio está plantada, y nos han dado instrumentos para regarla y que crezca: desde la unión, y haciendo democracia, esa misma que estuvo presente en las asambleas y comisiones del movimiento 15- M.

Nos han dado la ilusión para creer que esa dulce utopía de la democracia real es realizable. No dejemos que la semilla muera.