Un picor en los huevos

«Es frustrante, molesto como un picor de huevos. En mi caso el fracaso es no tener los huevos para dejarlo todo. Y me viene a la mente Lester Burnham, el protagonista de American Beauty. Lo dejó todo, se fue a trabajar al McDonalds, se buscó un dealer de porros y se masturbaba en la ducha. El momento del baño era su mejor momento del día, según él mismo.» Dónde reside el fracaso, según Adrián L. Alexander.

 

ERA MIÉRCOLES Y me desperté con resaca y un intenso picor en los huevos. Acababa de volver de las vacaciones veraniegas y regresar al trabajo había sido peor que otros años. Simplemente no quería volver a la oficina. Miré el despertador y me dejé caer de nuevo en la almohada.

El lunes había sido un día completamente improductivo, mi mente seguía en la playa. El martes el malestar fue general pero ya sobresalía la necesidad de rascarme el molesto picor. Me había costado un infierno levantarme de la cama y mientras iba a la oficina en moto ―intentando recrear el aire fresco de la playa―  veía como un edificio moderno, de cristales  y estructura de metal, se iba acercando y sentía que el picor en la entrepierna aumentaba de intensidad.

«A la mierda la puta oficina», recuerdo que pensé una vez que me bajé de la moto y quedé delante del edificio. La sensación de opresión era intensa, el edificio se me venía encima, sentía como me mareaba y el picor era insoportable. No tenía manera de meterme la mano y rascarme un poco sin que pareciera que me estaba recreando. Aguanté como pude, entré, saludé a mis compañeros y me dispuse a trabajar al doble de rendimiento pues el lunes no había hecho nada. Fue un día de asco. Salí con ganas de llorar. Nada más estar fuera de esas frías paredes me metí al bar. Siempre el bar para olvidar nuestra gris realidad de oficinistas, de soldados en un sistema que, al menos yo, no sé por qué respetamos.

Ahora, con la resaca en la cama recordaba la idea ―bastante común y recurrente― de dejar la oficina y poner un puesto de margaritas en la playa. Las vacaciones son el único periodo en el que nos aproximamos a lo que deseamos, a nuestro ideal, sea el que sea. Por eso son tan importantes. Y en ellas lo único que había sacado a ciencia cierta es que no sabía cómo controlar la ansiedad de dejarlo todo. «¿De qué voy a vivir?, ¿y si quiero viajar, cómo consigo dinero? No puedo dejarlo todo, es… irresponsable.»

Todo el mundo pensamos cosas parecidas y, aunque en algunos casos es verdad que no se puede dejar ―puede que haya hijos de por medio―, no tenemos excusa, y pocos, muy pocos lo hacen. Recuerdo con molesta insistencia una campaña de publicidad de Coca Cola en la que decía: «aplausos para el que lo dejó todo y puso un pequeño restaurante de comida en la playa». No hay duda de que el síndrome post-vacacional que ahora sufro no era otra cosa que darme cuenta que no era ni hacía lo que quería. Es, sin duda, una sensación de fracaso no ser un vacacionista permanente.

Hacía tiempo que me quería convencer a mí mismo de que había logrado lo que quería, que había triunfado: un trabajo del que vivir, una casa y una moto. Pero la casa es una mierda de cajón de zapatos que encima es del banco vía hipoteca, la moto es un fierro con ruedas que no frena bien, y el trabajo es una prisión moderna de 12 horas de jornadas llenas de trabajo imposible de terminar. «La pinche vida moderna. La vida occidental, el capitalismo,… por dios, necesito una ducha caliente.»  Como pude llamé a la oficina y sin fingir la voz de estar jodido, solo dejando salir la gangosa voz de la resaca y el picor de huevos dije que estaba malo.

Dejarlo todo ―ese ideal con el que siempre vuelvo de las vacaciones― no es tan complicado como yo creía, es imposible. El deseo imposible. Y la distorsión, la diferencia entre lo que queremos y lo que tenemos nos hace sentirnos fracasados. Es frustrante, molesto como un picor de huevos. En mi caso el fracaso es no tener los huevos para dejarlo todo. Y me viene a la mente Lester Burnham, el protagonista de American Beauty. Lo dejó todo, se fue a trabajar al McDonalds, se buscó un dealer de porros y se masturbaba en la ducha. El momento del baño era su mejor momento del día, según él mismo.

«Un baño, un baño con agua caliente. Eso puede funcionar. Y si no, hazle como Kevin Spacey, con el agua caliente y una paja te sentirás mejor. Y de paso te rascas ahí, al lado, que el picor ya es insoportable.» Solo así me levanté de la cama.

Recuerdo que leí en algún lado que las personas que se quedan mucho tiempo bajo el agua caliente es porque buscan sustituir la falta de afecto. A mí me parecían chorradas. En todo caso yo lo que quería era un sustituto para mi falta de huevos para dejarlo todo. Hacía tiempo también que había mandado a la mierda a Paulo Coelho en la búsqueda de engañarme a mí mismo con mamarrachadas cursis de autoayuda que parece que a muchos funciona. Así que, en medio de la ducha, comienzo a explorar la posibilidad de tener como héroe al mencionado Lester. O mejor, a Bukowski, o a cualquiera de la generación beat. Despreciar las posibilidades de triunfar y entregarme a caer hasta el fondo, simplemente ser un perdedor. Un tipo que bebe cuando quiere, que le importa una mierda la casa, la hipoteca, la moto y la oficina, que es feliz con un trabajo en un autoservicio de comida basura, una ducha caliente y una paja. Pero pronto caigo en que tampoco tengo madera para eso. «Puta mierda, hasta para ser un perdedor hay que poner empeño», y no, no tengo madera para eso. Hay que desearlo, quererlo de verdad. A estas alturas veo con claridad que el triunfo y el fracaso se los asigna uno mismo. Normalmente la visión del triunfo del resto de la sociedad es una imposición que no nos preocupamos por cuestionar. Es más fácil aceptar lo que se nos impone, no tener que pensar. «Esto es lo que tienes que lograr», nos dicen mientras nos ponen una imagen de una casa de dos pisos con un jardín en perfecto estado, dos niños repelentes, un perro San Bernardo y un descapotable en la cochera,  y lo tomamos como aspiración propia, sin cuestionarla. Pero los que piensan qué quieren y lo consiguen, esos son los que triunfan. Así pues, resulta que los borrachos que de verdad quieren ser borrachos no son perdedores, sino triunfadores. Desear y ser un perdedor es, en realidad, una paradoja: ¡es un triunfo!

La cabeza me duele. Regreso a la cama elucubrando, rumiando la resaca y el picor que no se ha ido desde que volví de las vacaciones y por más que me rasqué en la ducha. Es mediodía, el sol se filtra por las rendijas de la ventana y se intuye un miércoles soleado, de fin de verano. «Hay que joderse, hasta para ser un fracasado hay que quererlo e intentarlo, no basta con dejarse caer.» Y ya puestos, si hay que quererlo, da igual lo que queramos. Si el triunfo está en función de que tanto nos acerquemos a esa visión que tenemos de nosotros mismos, está claro que triunfa quien quiere ser ama de casa abnegada y lo es, el que quiere morir joven a manos de la droga, y muere, o el que quiere ser anti-sistema, y vive en la calle. Y me doy de cara contra lo que descubro. No basta decir de dientes para afuera que quiero irme a una playa desierta sino que hay que quererlo, desearlo con intensidad. Y descubro que no sé si tengo huevos, ya no para hacerlo, sino para desearlo. «¿De verdad quiero dejarlo todo e irme a vivir de servir margaritas en una playa casi desierta?» También me doy cuenta que para no tener muchos huevos me pican horrores.

No quiero ser un yuppie que viva de las reuniones y de los cócteles del trabajo, y he visto que no quiero irme a una isla semi-desierta a vender tragos, ¿y un alcohólico con la barba mal cortada mientras doy charlas existenciales? «¿Qué quiero ser? ¿Qué deseo con pasión que no pueda parar hasta conseguirlo?» No lo sé. Mi fracaso es ese. Soy un tipo de clase media-baja, con una profesión universitaria que presumía de ser impresionante y la solución a todas las carencias, que vive en una oficina de un edificio ultra moderno y frío de vidrio y metal, que tiene una casa con hipoteca y una moto mala porque era el triunfo al que podía aspirar. La versión «realista» del sueño americano, la gran vida occidental. Mi fracaso en particular no reside en no tener ―en lo material― sino en  la situación ―en el ser­―, en la vida que tengo.

No sé qué deseo pero a estas alturas ya empiezo a elucubrar mamarrachadas como Paulo Coelho. Ahora resulta que el que triunfa es el que sabe lo que quiere, el que lo persigue con ahínco y que «querer es poder». El picor de huevos me hace doblarme y darme contra la pared. No puede ser que el brasileño tenga razón. Hace tiempo que decidí mandarlo a la mierda porque los mensajes positivos de la gran literatura de autoayuda cursi me provocaban arcadas. Me sigo dando contra la pared, esta vez por iniciativa propia, la cabeza me duele más que los huevos y no logro saber que quiero ser, que sueño perseguir.

Decidí salir de casa. Afuera hay luz, sol, calor, chicas con faldas lindas y mesas llenas de cervezas donde los turistas descansan. Mientras camino voy descartando lo que voy viendo: «No quiero ser camarero. Repartidor, no. Policía, dios me libre. Cachas de gym que liga rubias extranjeras, ay por dios.» Pienso en algo más que me llame la atención, «¿Escritor? No, tampoco quiero ser escritor, sufrir de soledad creativa, pelearme con hojas en blanco y decir siempre cosas interesantes.» Caminaba con ritmo ligero, la temperatura era agradable y se escuchaba Stayin’ alive de uno de los bares por los que pasaba. «Vaya, no tengo ni puta idea de qué quiero y digo las mismas mamarrachadas que el Coelho ese, si no, qué frase estilo Facebook es eso de desear ser lo que uno quiere con todas sus fuerzas», pensé. Estaba claro que tendría que volver a gestionarme el picor de huevos en que se había convertido mi frustración y el síndrome post-vacacional. Mientras intentaba rascarme desde uno de los bolsillos del pantalón recordaba que el tal Coelho tampoco era escritor. «No sufre de soledad para escribir, no se debe de pelear con hojas en blanco y nunca dice cosas interesantes». El sol era intenso, me deslumbró, la mente se quedó en blanco y los huevos dejaron de picarme, miré a una librería de best-sellers y pensé: «Pues igual y seré un escritor rico y famoso de libros de autoayuda y mamarrachadas cursis». Creo que lo puedo desear con todas mis fuerzas.~