Tiempo para soñar

«Veía en un periódico en días recientes un infograma (creo que así se llama) donde aconsejaban las mentes preclaras del diario cosas para hacer más llevadero el viaje: leer, contestar correos electrónicos, ponerse al día con las redes sociales en las que se esté, sacar fotografías del entorno, aprender un idioma a través de diversas apps. (…) Me llamó la atención es que ninguna de las “sugerencias” para aligerar el viaje implicaba socializar con los compañeros de transporte.»

 
metroMexicoA VECES, CUANDO tengo tiempo, sueño. Uno de los sueños más recurrentes es que, en el fin de mis días, pueda vivir en el campo. O en una ciudad pequeña a donde se pueda ir al mercado a pie, donde se pueda respirar aire puro y el canto de los pájaros distraiga el caminar matutino por el bosque. En un contexto como ése, creo yo, es posible concebir un horario de actividades vitales que no esté reñido con la imposibilidad de alcanzar la armonía simétrica del tiempo. Es en un lugar como ése donde se puede pensar en un trabajo honesto de ocho horas, combinadas con ocho horas de sueño y ocho horas de entretenimiento/enriquecimiento del espíritu.

Pero yo vivo en la Ciudad de México. Una ciudad tirana donde la idea de la relatividad del tiempo se puede experimentar a diario. No es lo mismo media hora para el que espera que para el que va tarde, ciertísimo. Al igual que no es lo mismo media hora atorado en el tráfico de hora pico que media hora echado en la tumbona de alguna playa. Nunca se sabe cuál será el imponderable que hará que nuestro estrés se mantenga en un nivel de competencia olímpica a nivel mundial.

Quiero escribir unas palabras sobre los tiempos de transporte en las grandes ciudades. ¿Cuánto tiempo perdemos montados en los diversos vehículos que nos llevan a nuestros destinos todos los días? Veía en un periódico en días recientes un infograma (creo que así se llama) donde aconsejaban las mentes preclaras del diario cosas para hacer más llevadero el viaje: leer, contestar correos electrónicos, ponerse al día con las redes sociales en las que se esté, sacar fotografías del entorno, aprender un idioma a través de diversas apps.

Dos cosas me llamaron la atención de esas propuestas. Primero: todas las actividades propuestas para «adelantar» trabajo implicaban la mediación de un instrumento tecnológico de comunicación (incluyo al libro, pero entiendo que su finalidad y efectos son distintos a las otras opciones mencionadas). Uno se imagina entonces cómo los vehículos se convierten en oficinas móviles en donde se resuelve parte del trabajo que se realiza dentro de las oficinas. Pero ese tiempo no es contabilizado como tiempo de trabajo. Es decir, la mayoría de las personas tiene que cumplir con su jornada normal. Eso en el caso de los que atienden cuestiones laborales o de negocio vía smartphone o tabletas; para los que se atienen a la revisión de sus contactos (cientos, miles) en redes sociales implica una desconexión de un mundo congestionado a otro en el cual no hay embotellamientos: en las redes sociales la información no deja de fluir y es esa sensación de movimiento uno de los motivos del éxito de éstas. Ante la espera pasiva del correo electrónico y su lógica epistolar unidireccional, se opone la multidireccionalidad y la multiplicidad de mensajes simultáneos que sugieren el movimiento y la actividad constantes. El ajetreo es parte del inconsciente colectivo y las redes sociales han sabido asimilar esa sensación de prisa, de inmediatez, de movimiento. La gran paradoja es que ese movimiento sólo ocurre en las pantallas, porque el usuario se convierte en un ser pasivo, émulo de los terrícolas sobrevivientes descritos de manera hiperbólica en Wall-E (Andrew Stanton, 2008). Tenemos así trasportes ralentizados donde lo único que no se detiene es la generación y consumo de informaciones, la mayor parte de éstas superficiales y que sirven, precisamente, para «aligerar» el camino; para adelgazar la sensación de espera prolongada, esa forma en la que se construye la «desesperación», la decisión de ya no esperar.

La segunda cosa que me llamó la atención es que ninguna de las «sugerencias» para aligerar el viaje implicaba socializar con los compañeros de transporte. Se aplica sobre todo en los viajeros de transporte colectivo, pero también tiene su correspondencia en las familias que asisten al ritual de «repartición» de sus miembros: unos se quedarán en el trabajo, otros en la escuela, aquellos fungirán como choferes de lujo para regresar a la casa a esperar el turno en el cual habrá que realizar el ritual en sentido inverso. Es en esas camionetas en donde vemos al encargado del volante maldiciendo en contra de los demás automovilistas, al copiloto revisando la pantalla de su teléfono celular y a los pasajeros de los asientos traseros, generalmente niños, hipnotizados con las imágenes de las pantallas de DVD instaladas en los respaldos de los asientos delanteros. En el colmo del aislamiento acompañado, me ha tocado ver a dos niños viendo dos pantallas distintas que proyectaban la misma imagen; es decir, las ideas de propiedad y de soledad individualizada expresada de manera dramática. Poca gente ya le dedica una palabra a su compañero de infortunio de traslado. La mayoría se complace en el sueño mal llevado por tener que madrugar para llegar a tiempo al trabajo en el otro lado de la ciudad; el de más allá prefiere acompañarse de las imágenes de su teléfono móvil; y los demás ver el vacío mientras pensamientos indescifrables atraviesan por su mente.

En mi niñez recuerdo los viajes que hacía con mi padre hacia los lugares donde llevábamos a cabo diversas tareas rurales. Viajábamos en transportes colectivos, algunos con mayor comodidad que otros, pero donde algo nunca estaba presente: el silencio. Mi padre es uno de los seres humanos más curiosos y platicadores del planeta. Tenía aparte la vocación de entrevistador nato: comenzaba a platicar con alguno de sus compañeros de viaje y al final del traslado sabía la genealogía y actividad socieconómica de toda la parentela del nuevo conocido. Hizo muchos amigos, literalmente, en el camino.

Pienso en qué haría mi viejo si viviera en una ciudad como ésta, donde hablarle al otro pareciera un delito de lesa humanidad. Donde arrancar al otro de su aislamiento e integrarlo a la sociedad de los que se reconocen como iguales, entre otras cosas, porque aspiran a conocerse (antes de reconocerse) tenga como efecto una grosería o una mala cara. Mi padre sufriría mucho, sin duda alguna. Él vive en un pueblo pequeño. Donde se puede ir caminando a cualquier lado. Donde sabe los nombres y parte de las vidas de casi todos aquellos con los que se cruza en su camino. Donde sus horas de trabajo, en muchos sentidos, se combina con sus horas de esparcimiento. Donde todo mundo lo re-conoce.

Pienso en mi padre y entonces me permito soñar que mis últimos días los quiero pasar en un lugar donde el tiempo y el espacio no estén reñidos con las personas y su necesidad de re-conocerse. Ojalá y no se quede sólo en un sueño.~