Planes de fracaso

Un hombre que sabe que fracasar no es tan fácil como unos creen.

ESTA MAÑANA, MIENTRAS me dirigía a la oficina (tarde como todos los días), uno de los tertulianos del programa de radio que escucho en el coche para empezar a cabrearme desde bien temprano dijo , más o menos, lo siguiente:

—Cualquiera puede fracasar. El triunfo cuesta más. Es patrimonio de muy pocos.

Ni hablar. Mentira podrida. Menudo cretino. Caer no es tan sencillo. Reconozco que puede parecerlo, pero eso es porque todo el mundo desea triunfar, coronar la cumbre, tener éxito. Solo unos pocos nos esforzamos en fracasar. Sí, yo soy uno de esos y, creedme, no es un camino de rosas.

Si no, que le pregunten a Luzbel lo que le costó convertirse en Satanás. Tuvo que encender una rebelión en el cielo, que luego derivó en guerra. Montar un conflicto de eones, un pitote de padre y muy señor mío, que se saldó con la destrucción de varios universos y la muerte de miles de ángeles y arcángeles, hasta conseguir que lo arrojaran a los infiernos. ¿Y el malvado Carabel, qué? Con la perra de ser malvado, erre que erre con hacer el mal, y viendo sus planes truncados a cada instante por los prejuicios de sus parientes y amigos, los peores entrometidos. Ya sé que son personajes de ficción, pero ¿no lo somos todos un poco?

Para fracasar, no basta con proponérselo. Hay que ser obstinado y diseñar un plan, cuanto más detallado mejor. Quiero decir, para fracasar de verdad, para triunfar en la empresa del fracaso. Si revisamos los ejemplos recientes, queda meridianamente claro. Al principio, Madoff se cameló a un puñado de primos. ¿Fue casual? Nada de eso. El muy tunante  sabía que, lejos de hundirlo, los primeros rumores de transacciones opacas atraerían a decenas de clientes ávidos de riesgo y ganancias instantáneas, clientes cada vez más numerosos y poderosos. Así fue tejiendo su imperio, en el conocimiento de que la pirámide terminaría derrumbándose por su propio peso, de que la jauría de ricachones, al saberse víctima del descomunal toco mocho, se lanzaría sobre él tal enjambre de avispas asesinas. Val Kilmer nada cosechó escogiendo malas películas o interpretando como un colegial papeles que no estaban hechos a su medida. Hubo de destrozarse la cara con operaciones innecesarias, darse a la bebida, comer como una fiera para alcanzar la meta que se había fijado: las cloacas. ¿Premeditado? Por supuesto. Su autodestrucción fue demasiado metódica para atreverse a suponer lo contrario. Ellos son mis héroes. Héroes, cuya disciplina y dedicación representan un espejo en el que mirarme a diario. El espejo en el que me contemplo desde que, terminados los estudios, decidí que el desastre sería mi destino.

A lo largo del tiempo, he puesto en práctica múltiples tácticas. En el trabajo, a fin de buscarme el mayor número posible de enemigos, procuro malmeter a mis compañeros. Conspiro, intrigo, enfrento a unos con otros. Si alguien necesita un favor se lo hago, pero siempre dejo un gazapo en mi aportación con la finalidad de que quien me ha pedido ayuda la cague más tarde con los jefes. Si fulanito muestra un especial interés por menganita, hago que zutanito, el adonis de la oficina que dispara a todo lo que se mueve, entre en acción y la seduzca. Puede resultar raro, pero en general no es el odio la moneda con que me pagan las putadas, ni mucho menos, sino pleitesía, admiración, respeto ante un ser que comprende los entresijos de la cadena de mando y las relaciones humanas. ¿Y mis superiores? Con ascensos y aumentos de sueldo, al reconocer en mí a una persona de talento, capaz de mantener a raya al personal.

De vez en cuando, desvío fondos hacia inversiones de carácter más que dudoso. Operaciones encaminadas a mermar poco a poco la confianza depositada en mí. No obstante, siempre que lo hago, luego resulta que las empresas destinatarias del capital suben enteros en la bolsa, proporcionando a nuestros inversores sabrosos dividendos. En fin, que, de momento, no hay manera y el fracaso, al menos en el aspecto laboral, se me escurre entre los dedos. Aún no he llegado a meter la mano en la caja, pero solo es cuestión de tiempo. No quiero verme en el trullo por una nadería. Si me encierran que sea por un desfalco como Dios manda, de envergadura. Cuanto mayor el importe y más importantes los estafados, más dura la caída. Madoff podía ser muchas cosas, pero de tonto no tenía un pelo. La paciencia es la claveel todo clajarlas a los cubos,: conseguir que una compañía ni demasiado grande ni demasiado pequeña te fiche, fabricar la cuerda sin pausa pero sin prisa y luego apretar poco a poco el nudo alrededor de tu cuello.

En cuanto a la familia, solo me queda mi madre y nunca la llamo. A ella, mi desinterés parece no molestarla, pues me sigue visitando todos los sábados. Me adula, me cocina, me dice que me acepta tal y como soy, que no le importa que la reciba vestido como un pordiosero. Lo mismo da que no le abra la puerta del portal y la deje tirada en medio de la calle Serrano con sus tupper y tarros de gazpacho y todas sus buenas intenciones. Insiste e insiste hasta que el portero o alguno de mis estirados vecinos le franquean la entrada y, entonces, monta la escena de la madre abnegada y cariñosa que viene a visitar a su hijito y sube en el ascensor y ya no tengo más remedio que dejarla entrar en mi dúplex, porque si no, se quedaría toda la mañana en el rellano preguntando a los de los pisos de al lado si me han visto salir, aunque sabe de sobra que yo nunca me muevo los fines de semana. Me he planteado mudarme a un hotel de viernes a domingo, sin embargo, los hoteles me dan grima.  A veces tengo la sensación de que con mamá al final tendré que desistir.

En un aspecto, en cambio, sí se puede afirmar que he triunfado (o más bien fracasado): en el capítulo de las relaciones amorosas. Aunque ahí el mérito no es del todo mío, lo reconozco. Mi físico, ya desde la escuela, intimidaba a las niñas, quienes invariablemente preferían a sus otros compañeros de clase. La palabra contrahecho tal vez sea un poco exagerada, aunque se acerca mucho. Que mi voz no cambiara con la pubertad hacia tonos más graves, sino que derivara en una especie de soplido de silbato, hizo el resto. Así que tampoco he de quebrarme mucho la cabeza, la verdad: una pizca de desdén, unos granitos de mala leche, y está hecho. Las únicas mujeres que se acercan a mí son colegas de trabajo y dependientas, e incluso éstas lo hacen con reparos, no vaya a morderlas en cuanto se den la vuelta.

A todo esto, mantengo un estricto régimen de fármacos: estimulantes por la mañana, ansiolíticos a media tarde (en ocasiones me equivoco a posta) y me masturbo en los probadores de las tiendas con la cortina no echada del todo y pinto bigotes y dientes cariados en las portadas de las revistas y miro directamente a las personas con algún defecto como bizquera o bocio o una pierna más corta que otra y, con paciencia de pirómano, mezclo residuos orgánicos e inorgánicos en mis bolsas antes de bajarlas a los cubos y me pillo cada nuevo dispositivo electrónico que salta al mercado, aunque no pueda permitírmelo (precisamente por eso), y enciendo cigarrillos en lugares públicos y llamo mongólicos o subnormales a los afectados por el síndrome de Down y voto al partido conservador (porque los éxitos presentes del enemigo son la promesa de mis fracasos venideros), y, según me da, hasta meo en la calle o en los parques. En fin, que me entrego lento pero seguro al objetivo, a pesar de la escasa relevancia de mis intentos por el momento.

Ya veis lo difícil que es arruinarse la vida. Difícil, complicado y fatigoso. Desde luego, no al alcance de cualquiera, como decía el soplapollas del comentarista, ante el regocijo general de sus compañeros de tertulia. De todos modos, cuando agote todas las vías, cuando recorra en vano todas las sendas que he ideado, aún me quedará una última estrategia: tratar de tener éxito. Un presentimiento me dice que quizás esa sea la manera de llegar a lo más bajo, de sumergirme para siempre en el abismo. Mientras tanto, me conformo con hacer feliz el camino y fantasear con mi vida futura en las alcantarillas.

Enterrado en mi propia mierda, me alimentaré de basura y bajas pasiones. Tardaré en acostumbrarme al hedor, pero, con el tiempo, éste no me parecerá tan desagradable, es más: preferible, verdadero. Ni el olor, ni la compañía: ratas, cucarachas y demás alimañas incapaces de tergiversarlo todo con palabras. ¡De ellas debería aprender mi madre!

Sacaré brillo a mi mezquindad y la colocaré donde nadie pueda verla. Como un cerdo, chapotearé en mi egoísmo, en mi miedo, en la ira y los remordimientos, y renaceré sucio y esclavo como un cerdo. Convertiré mi cuerpo en un templo de ruindad y perversión y rezaré a las aguas fecales como si fueran ríos de lágrimas de santos. Detritus, putrefacción, descomposición… ¡acaso no son bellos los nombres de los mares que surcaré!

Solo, encerrado en mi oscuridad, me dedicaré a desordenar mis pecados y ya no podré hacer daño a nadie, salvo a mí mismo. De ahí, mis ganas de caer, mi ambición por fracasar. De alguna manera, desde pequeño he sabido que vivir es dar y recibir daño. Si  logro concentrar todo el sufrimiento en mí, me liberaré del dolor que pueda causar a los demás. En eso consiste todo: en dejar a un lado la responsabilidad de dañar a mis semejantes, en curarme del verdadero pecado original.

¡Qué bien suena, no es cierto! «Curarse del verdadero pecado original». ¡Qué grandilocuente, qué pretencioso! Algunos pensaréis que soy un hipócrita que desea tocar fondo solo para tomar impulso y salir renovado a la superficie. Otros, que lo mío es puro masoquismo. Qué os voy a decir, tal vez mi predilección por los perdedores me lleva a comportarme así. ¿Es que creéis que las tengo todas conmigo a propósito de mis actos y expectativas? Sin curiosidad (yo prefiero llamarlo sospecha), no existiría el conocimiento. En efecto, no tener las cosas muy claras forma parte también de mis planes de fracaso.~