Piedras sobre mi tejado
Un texto de Manuela della Fontana.
Cuando en alguna reunión, mis amigos me preguntan que porqué escribo, siempre intento improvisar una respuesta lo suficientemente ingeniosa y contundente como para despertar el interés de mis interlocutores, y de paso ir ensayando por si algún día me convierto en escritora de éxito. No os creáis que es fácil, soy de naturaleza reservada y estas muestras de protagonismo aunque sean entre amigos y alguna cerveza de más, me ponen muy nerviosa. No dejo de sentirme como una actriz asomada al balcón de un sueño imposible. Además, la oratoria no es lo mío. Si por mí fuera permanecería callada como Cesare Pavese, dejando que mi gesto de turbación y mi silencio respondieran por sí mismo. Pero no es el caso, y siempre termino enredándome en mil diatribas que me hacen sonrojar la mayoría de las veces.
A mí me gustaría poder decir, como en el caso de Vila-Matas, que Antonioni y su película «La notte» tuvieron la culpa. Ya sabéis, esa película en la que un Mastroianni escritor y una Jeane Moreau aburrida de su éxito, hacen de las suyas en un Milán en blanco y negro. Sin embargo, a mí, lejos de la elegancia de Mastroianni siempre me atrajeron más esos escritores malditos de la talla de Bukowski o Jean Genet, hombres desesperados, dueños de destinos rotos y escritura taciturna que poco o nada tienen que ver con mi personalidad ni conmigo.
Lo mío tal vez tenga más que ver con la sutileza, con la delicadeza de las palabras que se deslizan silenciosas por las líneas de mis textos como una media de seda. Yo escribo para seducir y seducir tampoco es fácil. Me di cuenta la primera vez que le escribí a un antiguo pretendiente y lejos de quedar conmovido por mis palabras y lanzarse a mis brazos, calló como debería haber hecho yo. Estaba claro que debería haberle convencido de mis intenciones con un buen escote en vez de con tanta palabrería, pero la juventud a veces es muy osada y yo lo era por entonces. La carta estaba escrita a conciencia, con mi mejor prosa, repasados los signos de puntuación, incluso mi caligrafía jeroglífica era impecable. Todavía me pregunto que pudo fallar. Tal vez equivoqué el discurso, como ahora me pasa tantas veces. Debí haber sido menos complaciente y más lasciva pero eso nunca lo sabré. Una cosa sí aprendí, y es que escribas lo que escribas siempre habrá algún pretendiente que te tache de banal, engreída, vanidosa o irreverente sin posibilidad alguna de redención como les sucede a los personajes de John Houston o Nicholas Ray, o como me sucede a mí.
Un escritor, es escritor hasta cuando no escribe, eso dicen. No puedo negar que soy de esas que cuando las invitan a una fiesta suelen estar más pendiente de lo que acontece a su alrededor que del guapo de turno con la secreta intención de adueñarme de cada instante, instantes que trato de hacer míos a toda costa. Cualquiera dirá que esta actitud no hace sino conducirme al aburrimiento y sobre todo al fracaso más estrepitoso en materia masculina, que así me va, pero cuando tienes el veneno de la escritura metido dentro, poco o nada puedes hacer sino estar atenta, sabedora que la inspiración puede esperarte en cualquier momento ya sea frente a una bandeja de canapés o mientras haces cola en el cuarto de baño.
En situaciones así, trato de pensar como debiera ser mi escritura, si lo que pretendo es seducir a un público que ni siquiera sé si tengo. Perdida en mi realidad, mis textos no dejan de estar plagados de recuerdos, paisajes, frases que tomo prestadas de aquí y de allí, pensamientos descolocados a los que trato de darle forma en una personalidad propia. Cuando escribo, viajo con una maleta cargada con todos esos autores que conforman mi mundo literario. Los llevo a todos conmigo. Incluidas mis obsesiones. Una suerte de caja fuerte sin contraseña a la que todo el mundo puede acceder de un modo u otro a través de lo que escribo.
[pullquote]Me he dado cuenta que el público tiende a identificarse con los personajes sencillos, incluso desdichados, con las heroínas acosadas por las dudas y las dificultades.[/pullquote]
Ahora que las editoriales se empeñan en apostar por novelas de templarios, engendros esotéricos y erotismo a raudales, me he dado cuenta que el público, tiende a identificarse con los personajes sencillos, incluso desdichados, con las heroínas acosadas por las dudas y las dificultades. Historias que surgen directamente del corazón sin otro argumento que la realidad de sus vidas. Nada define mejor lo que somos que delimitar lo que no somos. Todos buscamos un espejo en el que mirarnos aunque el reflejo que te devuelva esté empañado por el vaho y no sea el que esperamos. Decía Sylvia Plath que suele funcionar la vieja fórmula de sentar al protagonista en un árbol y tirarle piedras para dejar que él mismo intente salir del apuro como buenamente pueda.
Todavía me falta mucho para ser esa escritora de éxito, ya lo sé… pero aún así creo que voy a poner en práctica el consejo. Malo sería digo yo, que las piedras no cayeran sobre mi tejado o sobre mi cabeza, aunque conociendo mi suerte, seguro. Además, así tendría algo más que contar en esas reuniones de amigos de las que os hablaba, ¿no os parece? ~
¡Como disfruto leyéndote ! Encuentro tan acertada la mezcla de personajes cinematográficos o escritores de otros tiempos con tus vivencias actuales que, los textos se me hacen cortos.
Abrazos
Me encanta el texto Manuela. Yo me identifico más con esos personajes, sencillos como la misma vida, que con aquellos templarios y seductores empedernidos. Un saludo
Muchas gracias por vuestros comentarios. Es un placer contar con lectores tan entregados como vosotros. Un abrazo.
Siempre genial!!!
Seguro que el éxito no te puede ser esquivo durante mucho más tiempo.
Un abrazo.