Las horas nalga

«Las horas frente al escritorio son ya personificación de una “cultural laboral”; sentados se levanta la ignominia: somos como trabajamos.»

 

«Estoy sumergido (no me refiero a la Legación) en el mundo más raquítico, más vacío, más mezquino y repugnante, que pudo nunca concebir, en su sed de fealdad y crudeza, cualquier novelista realista.»
—Alfonso Reyes (en correspondencia con Pedro Henríquez Ureña, 6 de noviembre de 1913; citado por Carlos Monsiváis en su prólogo de Alfonso Reyes) [1]

oficinaA SOLO UN par de meses de desempeño como secretario de la Legación en París, Alfonso Reyes se quejaba de la «putrefacción oficinesca»; a su amigo Henríquez Ureña le escribe «¡Ay, Pedro, no podría yo pintar con colores bastante vivos el género de hombres que escriben a máquina junto a mí!». Depuesto el usurpador Victoriano Huerta, el mismo que mandara a Reyes a hacer un «paseíto al extranjero», con Venustiano Carranza, en 1914, el escritor deja tales menesteres y abandona así (por algunos años) esas sus rutinas de oficina. Escribe al respecto: «Nada prostituye tanto como esa seguridad del sueldo fijo, trabájese o no, y sin esperanza positiva de ascenso, del sueldo fijo recibido de las abstractas manos de una persona moral, que, por abstracta y moral, ¡se parece tanto a una providencia mantenedora de holgazanes y piojosos! ¡Dioses, libradme del contagio! ¡Ojalá me suceda algo gordo que me obligue a recomenzar por otro camino!»

Recientemente hay en internet una curiosa burla para con los empleados asalariados (sea en el sector público o privado) de México. Por medio de chistes alrededor de su rutinaria actividad laboral (y, sobre todo, social), no es raro encontrar en las redes sociales la mención de uno o varios Godínez. Así, con apellido se nombra y adjetiva a todo aquel que, la verdad sea dicha, hace de su trabajo una rutina tal que al final del día su vida es en sí esa rutina, ese trabajo; el trabajo lo hace rutina.

Acaso como Reyes pero en una versión mucho más pedestre y sin más ánimo que la ridiculización, las formas y maneras de este tipo de trabajadores son el contenido de cada chanza. Algunos consiguen algo más y se acercan a la ironía: a aquella que años atrás ya había sido pergeñada con el diminutivo de un apellido: Gutierritos.

Una telenovela —al fin México— donde el actor Rafael Banquells dio vida al protagonista de esta tragicomedia, un insulso Ángel Gutierrez, trabajador oficinista, que encarnaba esa «vida sin objeto» vista por Reyes, y que acaba sumergido en el diminutivo de su apellido, y muerto a la sombra de un rocambolesco éxito como escritor de un libro sentimental. Tan grande fue el éxito de esta telenovela que aún dos décadas después de su transmisión, 1958, no era raro bautizar en alguna oficina mexicana de los ochenta a no pocos gutierritos. En las postrimerías del siglo pasado, y ya entrado este, aquél otro apellido entra cada vez más en uso y termina por ser el heredero de este de telenovela.

Hoy día son estos llamados godínez los protagonistas de esas vidas rutinarias (y nada rutilantes): despertar, medio desayunar, ir al trabajo, terminar de desayunar, esperar por la hora de la comida (almuerzo), atender pendientes, dejar pendientes, decidir el lugar para comer, ir a comer, regresar, esperar la lejana hora de salida, comentar la comida, generar pendientes,  trabajar un poco, descansar, dormitar, hacer un reporte, pedir un reporte, esperar el reporte,  hablar por teléfono, hablar sin teléfono, mirar el teléfono, decorar el escritorio, alistarse para salir, salir, regresar a casa, recordar el tráfico, mirar la televisión, dormir. El vacío repleto de vida disfrazada de trabajo que no es trabajo pero que da trabajo.

En la edición internacional del New York Times del pasado 15 de marzo, Peter Catapano reporta la paradoja: se hace más cuando se hace menos. En esas «oficinas de guardia» se atenta no solo contra la salud y vidas privadas de empleados, sino también contra la productividad de la empresa. El autor recoge el testimonio de Erin Callan, a la sazón jefa ejecutiva de Lehman Brothers antes de su desplome en 2008, quien se sentía devastada al verse únicamente en su quehacer laboral: «lo que hacía era lo que yo era». Con un símil deportivo se arguye que así como los atletas de alto-rendimiento requieren de oportuno descanso, también las siestas y horas libres (i.e., sin oficina) ayudan a mejorar el rendimiento de un empleado, y su vida en general. Según el reporte, un estudio de la universidad estatal de Florida encontró que actores, atletas y músicos suelen obtener mejores resultados con máximo tres intervalos de 90 minutos al día: cuatro horas y media de trabajo efectivo.

En Alemania hay por supuesto oficinistas, sus jornadas laborales suelen ser las reglamentarias ocho horas; las pausas para comida, sin embargo, son en realidad de minutos (de veinte a cuarenta); la esperada hora de salida lo es no tanto por el fin sino por el medio: aprovechar las pocas horas de luz en invierno o las largas tardes del verano. El contagio que buscaba evitar Reyes se mantiene al parecer al margen con la ayuda del método y disciplina alemanes: trabajo es trabajo (cf. «Arbeit macht frei»). Los paseos, las parrilladas, las tertulias en tabernas, los pasatiempos como los juegos de mesa o el cultivo del huerto, siguen a la par de la oficina y brindan al alemán oficinista el escape de la rutina… aún de lunes a viernes.

De vuelta a México, hace unos meses (agosto de 2011) un video de un par de mujeres discutiendo con policías (dada su no-detención por ir manejando en estado de ebriedad) causó cierto revuelo por el supuesto origen de estas mujeres: Polanco, el barrio quizá más lujoso de la ciudad de México. Las señoras de Polanco (o «ladies de Polanco» como fueron bautizadas) les echaron en cara su condición a los policías en tres palabras: «asalariados de mierda». El insulto, venido de, se supo después, una mujer independiente y con dinero, resulta ser la vulgar comparsa de aquellos chistes de oficinistas, de aquel ángel con diminutivo, de aquellas, incluso, líneas de Reyes. La rutina por el salario hecha santo y seña, hecha cruz: vuelta vía crucis.

En la nota de Catapano hay un apunte del sabio Lao Tzu: «aquel que se aferre a su trabajo no hará nada que perdure… Solo haz tu trabajo y vete». Las horas frente al escritorio son ya personificación de una «cultural laboral»; sentados se levanta la ignominia: somos como trabajamos. El horario laboral es de vida y muerte, en él se nos va el ser. Sin irse, millones de empleados se quedan para seguir pasando lista (sin lograr pasar de listos). El chiste es encontrarle uno a todo aquello: ya ni siquiera quejarnos como otrora Reyes: sencillamente mofarnos. Tal es el escarnio de ochos horas triplicadas. El trabajo como forma de vida, ¿no queda sino reírse?~

Referencias:
[1] FCE, 2005, México.