La pregunta más compleja
Dedicado a Marion Reimers.
Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil.
—El mito de Edipo y la Esfinge
POCAS PREGUNTAS TIENEN la capacidad de transformarte en hielo. El alemán Michael Ende nos fotografía el peso de los enigmas en La Historia Interminable, cuando un Bastian Baltasar Bux se presenta frente a la Puerta del Gran Enigma, donde dos grandes esfinges se sostienen la mirada y petrifican a cualquiera que se atreva a interferir sin haber resuelto los enigmas del mundo. Esta idea, terrífica para una pequeña (yo hace muchos años) con esa hermosa edición bicolor de Alfaguara, engloba, hoy en día hoy en día, un significado o una interrogante igual de terrorífica que constantemente te deja helada con la enormidad de su respuesta. Ya en la preparatoria, el sistema educativo empieza a malacostumbrarte con esos cuestionarios de materias como Ética, Filosofía, o Humanidades (sea lo que signifique ese universo de lo abstracto) en los que cínicamente te preguntan complejidades como ¿quién eres?, ¿qué haces aquí?, y cosas del estilo que, claramente, uno en sus momentos pubertos se encuentra más que lejano a comprender. Muchos años después, sigues dándote cuenta (como adulto) que las preguntas más simples son las más complejas y que, por supuesto, las respuestas más rápidas son las más imbéciles, o al menos así tienden a sonarte en la cabeza al revisitarlas mientras te practicas el seppuku de la literalidad para nunca más volver a confiar en la inteligencia de tu palabra, por bruto.
Para mí, existe una pregunta que le pone la antonomasia al enigma: ¿a qué equipo le vas? Puta madre, ¿A-qué-equipo-le-voy? De entrada, esta pregunta viene eternamente disfrazada de inicio de conversación trivial, no obstante, se sabe que se habla de fútbol, no es como que el cerebro piense en cricket o algún otro símil snob. Esta pregunta es la puerta a un mundo etiquetado como ordinario por los amantes del debate, y es una gran trampa. Contestar un «no sé» es la tirada de toalla más humillante, definitivamente no vale la pena la conversación, cuando para muchos, los colores de la casaca van previos a la comida de todos los días. Como mujer, la respuesta a esta interrogante por lo general va acompañada de una mirada entrecerrada de juicio y escepticismo para cualquier señorita que se atreva a hacer una afirmación sobre el ya coronado deporte más bonito del mundo. Sin afán de entrar en debates interminables de género, para afirmar que en mundos como el mío ―sí, con una programación femenina de genitales― se puede hablar de cualquier deporte, hablemos entonces de lo que nos compete: ¿a qué equipo le voy?
En mi familia se le va a los Pumas. Una de mis primeras memorias deportivas sucede en Ciudad Universitaria cuando mi papá y yo fuimos a un partido, me acuerdo del sol y de la gente, de los gritos y papeles en el piso; no se trató de la primera ni de la última visita al estadio de las ropas de piedra cortesía de Diego Rivera pero, por alguna razón, cuando llego a visitar este gigante vuelvo a ese partido noventero en el que mi papá me explicó cómo funcionaba el juego y cuándo tenía que gritar gol. En mi familia se iba mucho a ese estadio, también al Azteca, se hacían comilonas para ver los partidos, un tío llegaba eternamente en pants para debatir sobre la grandeza de Palencia y, más que debate, se reafirmaban preferencias, se aplaudía al equipo y, cuando perdían, se mentaban madres y se pasaba al digestivo, ni modo. Así crecí con el fútbol, la costumbre familiar me llevó a responder «a los Pumas» cada que se me hacían esta pregunta y la respuesta, lamentablemente, casi siempre me hacía ver que sin quererlo padecía la enfermedad terminal del villamelón. La realidad es que nunca me defendí contra esta etiqueta, nunca me puse de experta a replicar los argumentos familiares, no por falta de interés, sino por miedo a decir una tontería y estructurar como apache el discurso científico aparente del fútbol, no me fuera a destapar con tanta torpeza, no sin saber. Poco a poco, me fui adentrando en más conversaciones sobre el deporte y empecé a darme cuenta de que, en efecto, el cáncer del villamelón está muy mal visto y, lo peor: está en todos lados y aquellos contagiados se defienden como leprosos intocables en rebelión.
El debate contra el villamelón es infinito y en mi experiencia me fue callando poco a poco esa coja afición a los Pumas haciéndome más bien un ente apartidista que lejos de tirar la toalla, ahora piensa todavía más al responder a quién carajos le va. Por si fuera poco, en mi bonito México la pregunta más compleja viaja con pasaporte: es de ilusos limitarse a los colores del país, de tontos pensar que la Glorieta de la Cibeles se construyó por mera casualidad arquitectónica en la Roma y no como un pedazo de hogar para los ibéricos de la Narvarte. Es de poco mundo pensar que la afición se queda en territorio nacional cuando claramente el mejor fútbol se juega afuera. En la preparatoria, mis contemporáneos eran italianos de apellido Pérez, sin saberlo, Kappa creó la casaca azul que en ese momento vistió a mi generación. Para una ajena al deporte como yo, era «el pegadito» que definitivamente se veía más que cualquiera de la liga nacional en las fiestas y en el cine; pobre inculto el que llegara con el jersey del América, pero qué renacentista era aquel que se vestía con esa lycra de un tono previo al lapislázuli. Más allá del juego, portarlo era como pegarse un pasaje de avión al pecho, era gritarle al mundo que había unos de sangre más pura, de más mundo. Hoy en día brincaron de la bota a España pero la afición mexicano-europea continúa en un punto de pasaje de avión y no tanto de verdadera afición, me atrevo a afirmar: las discusiones se centran en torno a la grandeza del Barcelona y el Real Madrid, se grita y cuelga en todos los medios sociales el tatuaje de visca barça cual gringa en Tailandia imprimiéndose lenguas locales en la piel sin conocer los significados; se pelea a muerte por defender apellidos argentinos y se llora un funeral cada que se pierde o se gana «el clásico», terminando por retomar la mexicanidad amante de lo telenovelero en donde las almas se desgarran más que Thalía en el 94, todo un espectáculo.
La pregunta se hace todavía más compleja cuando el abanico de posibilidades es infinito. ¿Si no sabía realmente nada de los Pumas, cómo planeo defenderme si no me sé tampoco la alineación del Barcelona o de cualquier otro equipo de otro lugar? Por si fuera poco, el verdadero aficionado más allá de nombres tiene datos duros, números, fechas y estadísticas y, lamentablemente, tengo la memoria muy atropellada y nunca me fue bien en matemáticas. No obstante, la belleza de lo hermoso de los deportes tiene una característica que a veces se tacha de obvia: la casualidad. La vicisitud genera experiencias y en el fútbol, las experiencias son personales: voltearse un segundo en un estadio puede significar la pérdida de un gol que le cambia la vida a un niño, ver un video del compilado de las mejores atajadas de un portero hace a cualquiera fanático del de los guantes. El fútbol para mí son historias puntuales que emergen de la casualidad, de lo inesperado, de un cuento que se escribe y narra en tiempo real; el ejercicio literario más complejo. Única y física, la experiencia te da pequeños destellos de entendimiento sobre cuál es aquél que se lleva tu preferencia, ya sea después de una transmisión, en la cancha, en YouTube o tras un relato bello; el fútbol es de esas pocas obras que definen la intermedialidad de un Heinrich Plett: se habla, se pinta, se lee y se vive por sí misma en todos los canales, se mete en casi todos los sentidos, se grita en todas las lenguas y genera alegrías y tristezas al mismo tiempo en cualquier punto geográfico, se define y redefine como universal todos los días, en todos lados.
He decidido entonces para no sentirme ni remotamente mal por no darle una respuesta inmediata a la pregunta del millón; no seré hincha, pero sí he gritado con ellos el ascenso de un River, viéndolos brincar de las gradas a la cancha; no sabré nada de parar un balón pero sí sé que en mi mundo el escorpión de Higuita es el bueno; producto de universo villamelón o no, me emociona ver los piecitos incansables del baile que sólo Messi conoce los pasos. Porto un jersey parchado y atemporal que más allá de introducirme al debate me convierte en espectadora de las historias fantásticas salidas de un relato espontáneo de Las mil y una noches narrado por el cuentacuentos absoluto y autor del compilado interior de cada aficionado: el periodista de deportes.~
Fue también en un partido en CU hace algunos ayeres, donde me fue inculcado el Pumismo (a pesar de que a la fecha sigo sin entender exactamente un fuera de lugar). No pude parar de reír acordándome la mirrreyez noventera que implicaba el jersey de la escuadra azzurra (así como hace un par de años el desfile de guanabiespañoles clamándose campeones del mundo en Facebook me pudieron tener en el piso de la risa). Felicidades por haberte hallado en este país/planeta dominado por el fútbol, yo sigo en frente de las esfinges viéndolas fijamente a los ojos.