La generación del insomnio

«Mientras, fantaseo con lo que ocurre después, con lo que es más real: cocino con mi mujer, leo, veo algo en la televisión (por cable), escribo, escribo, escribo, y para tener más de esto duermo lo mínimo necesario. El insomnio sigue siendo emocionante y aventuroso, pero esta vez no es furtivo, sino obligatorio: de no ser por el desvelo que me aprendí hace mucho, hoy no tendría una vida en absoluto.» Un texto de  Ruy Feben

 
EL PRIMER INFOMERCIAL que recuerdo era de un rallador de verdura. Tenía diez o doce años y estaba entrando furiosamente a una adolescencia depresiva que me duró mucho más de una década; una de mis primeras señales de rebeldía pueril fue el desvelo: algún placer encontraba en hacerme el dormido, esperar a que todos los ruidos se extinguieran y todas las luces cedieran, y luego encender la vieja televisión arrumbada en mi cuarto para navegar sin rumbo por los canales de cable, que por entonces eran poquísimos. De esa época en la que todo era distinto recuerdo mis primeros encuentros furtivos con las Gatitas de Porcel y la involuntaria exposición a ciertas canciones pésimas del pop en español, pero sobre todo la paulatina afición que fui desarrollando por el infomercial del Super Slicer: una suerte de sombrero vaquero extraterrestre que se arrastraba sobre una mínima plataforma con navajas “más delgadas que un cabello humano” que repasaban una y otra vez una zanahoria o un pepino o una papa, dejando tras su masacre láminas “perfectas para una pasta con vegetales. Pero eso no es todo: si llama en los próximos veinte minutos, reciba completamente gratis el libro con más de doscientas recetas. ¡Y hay más! Llame en los próximos cinco minutos y reciba dos aparatos por el precio de uno. ¡No espere más! Nuestros telefonistas lo están esperando”. Llegué a aprender de memoria el rostro de la mujer que, en blanco y negro, se cortaba al rebanar calabacines al principio del infomercial; la mano del hombre que rompía el mango de su cuchillo al tratar de hacer julianas: sus ojos desolados ante esa tragedia cotidiana, sus manos agitándose como demandando una solución al dios de los quehaceres, su éxtasis al ver que su vida podía resolverse en una pantalla y a la tres de la mañana.

Me volví adicto a las maravillas nocturnas de la televisión por cable. Lo deseé todo, desde el horno mágico de Mr. T hasta los aparatos que con cinco minutos aseguraban abdominales titánicos. Como con cualquier droga, comencé por entretenimiento: las resonantes palabras del español genérico utilizado en las traducciones, los prodigios automáticos de máquinas perfectas; luego vino la etapa alucinógena (“Imagínate preparar costillitas de cerdo perfectas en menos de diez minutos, pintar todas las paredes de la casa como lo haría un profesional y limpiar cada rincón de la alfombra que no tengo mientras esculpo bíceps de acero sentado frente al televisor”); después vino el desdoblamiento de carácter trascendental: me percaté de que aquello era evidencia de que la humanidad ya podía evitar las cortaditas diarias por cuenta de la prisa matutina y con ello por fin podríamos hablar de plenitud; la verdadera (y baratísima) explicación y solución de cualquier aspecto horrible de la vida –desde la incomodidad de pararse a la mitad de un partido por una bolsa de frituras hasta la de utilizar un brassiere incapaz de disimular las formas de un busto caído– cabía en un largo y exagerado anuncio proyectado siempre de madrugada. Finalmente, la intoxicación revolucionaria: ¿Por qué no mandar al diablo todas las escuelas y todos los oficios y encomendarnos a los productos del insomnio por cable y ser condenadamente felices, como cualquiera de los modelos que tan contentos se dejan abrazar por una batamanta?

Con los años, la programación de cable fue ampliándose prodigiosamente, la conexión telefónica de internet volvió obligatorio su uso nocturno, los libros se reprodujeron de manera inexplicable por el suelo de mi cuarto. Me quedó para siempre la avidez del desvelo pero ya no las vibrantes tinas iónicas para limpiar los pies. Un mal día entre los veinte y los veinticinco me puse unos zapatos y fui a trabajar, cansadísimo, a las nueve de la mañana de un lunes a un corporativo en el extremo poniente de la ciudad. Empecé a pensar (iluso) que la felicidad no estaba en las altas horas de la noche: era joven todavía, y prefería creer que el trabajo no era un asunto exclusivo de supervivencia, sino un tema de realización personal: muy protestantemente pensaba que el trabajo nos enaltece y que, si alguna aportación hemos de hacerle al mundo, ésta debe darse exclusivamente en horas decentes. Lo que hacía de noche ya no me parecía tanto una miscelánea de fantásticas soluciones y mágicos artefactos, sino acaso un desahogo terco: escribía mis primeros cuentos porque no podía dormir o evitaba dormir para escribir mis cuentos. Cada mañana, al despertar tras apenas tres horas de sueño, no dejaba de sentir culpa: por regodearme en el desvelo, estaba perdiendo valiosísima energía que bien podía servir para mi trabajo de verdad. Desde entonces y durante más de diez años, la palabra “trabajo” ha contenido los siguientes ingredientes: becario, asistente, reportero, editor, mesero, freelance, consultor; en realidad, todos ellos han sido sinónimos de un producto maravilloso, capaz de remediar todos los cuchillos rotos y todas las incómodas horas de gimnasio, llamado dinero. Todo lo demás, lo que ha ocurrido después de las seis de la tarde, pertenece a la muy inferior categoría del hobby, desde la pirotecnia de un personaje explotando a las dos de la mañana sobre una hoja en blanco hasta los besos robados en una fiesta o las escenas específicas de una película que cambió mi vida. Nada de eso he sido yo: no soy un hombre que riega un pino bebé que crece en un vasito junto a una ventana y que a las ocho de la noche besa a su mujer y a las diez pelea a muerte con una línea que no se deja y a las doce se recarga un libro en el pecho tratando de entender un fenómeno y a las dos por fin cae dormido, sino un editor que cuesta cierta cantidad al mes a un corporativo internacional.

Y se entiende que mi trabajo es de corte absolutamente diurno, es decir, decente y veraz: trabajo en una revista donde no se publican mentiras, donde cada letra que se escribe tiene una verificación en el mundo palpable. Por decirlo de un modo literario: mi trabajo es realista, a pesar de que en la vida (literaria o no) nada pertenezca más al realismo claustrofóbico que a la imaginación. Es decir: ¿qué es más real? ¿Cada paso real que damos en una calle real o cada una de las bestias que imaginamos al dar esos pasos? ¿Qué nos determina más, que nos hace más humanos? Trabajo más de ocho horas diarias, mucho más: si cuento el larguísimo trayecto desde mi casa hasta la editorial, fácilmente alcanzo las doce horas por día, cada una de ellas más realista que la anterior. Me refiero: un lentísimo avanzar por la avenida, un beep repetido marcando la entrada y la salida, una repetición terca de hombres sirviéndose café y derramándolo, de mujeres rompiendo mangos de cuchillos, el preámbulo de un infomercial que nunca parece encontrar el mágico producto que lo solucione todo. Desde que enciendo el auto a las siete de la mañana hasta que lo apago a las siete de la tarde todo ocurre siempre tras un velo de cotidianeidad insoportable. Mientras, fantaseo con lo que ocurre después, con lo que es más real: cocino con mi mujer, leo, veo algo en la televisión (por cable), escribo, escribo, escribo, y para tener más de esto duermo lo mínimo necesario. El insomnio sigue siendo emocionante y aventuroso, pero esta vez no es furtivo, sino obligatorio: de no ser por el desvelo que me aprendí hace mucho, hoy no tendría una vida en absoluto.

No pertenezco a ninguna generación. No soy parte de ningún grupo literario ni de ninguna corriente. O acaso lo soy de una, que no tiene era y cuya única filosofía es la supervivencia: soy de la Eterna Generación del Insomnio, de la Secta de los Testigos del Infomercial, de los que navegan las horas más oscuras porque, habiendo conocido el Super Slicer antes o no, sabemos que sólo las altas horas de la noche son “perfectas para una pasta con vegetales”. Soy de los que espera el cumplimiento de esa promesa divina que aseguraba que “eso no es todo: si llama en los próximos veinte minutos, reciba completamente gratis el libro con más de doscientas recetas” para hacer que la vida gire a otro ritmo, que lo real se cambie de bando. “Los telefonistas lo están esperando”: no me interesa el dos por uno, señorita, me conformo con tener uno de esos fabulosos Super Slicer, con que llegue el momento en el que todos los ruidos se extingan y todas las luces cedan para que la vida se resuelva aunque sea a las tres de la mañana.

Me conformo con creer de nuevo, de siete a siete, que podríamos mandar al diablo todas las escuelas y todos los trabajos y encomendarnos a los productos del insomnio y a sus pantallas y a sus letras y ser condenadamente felices, como lo sería cualquiera de los modelos que tan contentos se dejan abrazar todas las madrugadas, eternamente, por una batamanta.~