La (a veces) soportable sed

 «I hate to advocate drugs, alcohol, violence or insanity to anyone,
but they’ve always worked for me.»
Hunter S. Thompson

ES GENÉTICO, DICEN. No tengo ningún historial clínico ni el artículo médico a la mano que lo afirme, pero si me pongo a pensar en mis apellidos, no encuentro nada descabellada la relación entre genealogía y falta de sobriedad y, por lo mismo, mucho menos me resulta irracional entenderme como un destilado genético añejado durante generaciones. A todos nos llega un primer contacto con los elíxires etílicos y por mucho que busquen reprimirlo, raros son los casos en los que el interés por hacer caso de la sed se difumina con el tiempo. Se han escrito libros intentando describirla, se han desarrollado programas que buscan combatirla, algunos la esconden y otros la portan con orgullo; sea cual sea la dependencia a la sed, ésta está presente, incluso si no sabemos si los apellidos tienen algo que ver.

Para nada es mi intención hacer que mi abuelo se vengue cósmicamente de mí por destapar sus trapitos etílicos pero, si puedo hablar de él, que en paz descanse. Mi más claro recuerdo de su compañía era verlo llegar más cansado que un Testigo de Jehová en vecindad con su pequeño maletín de cuero en su tacuche de vendedor de seguros y, después de un saludo fatigado, con ‘su vaso’ ya en la mesa del comedor, procedía a tomar las pinzas azules de plástico reposadas en una hielerita del mismo color, se servía dos hielos, abría la guarida de su Presidente, se lo preparaba con Coca-Cola y prendía un Marlboro rojo. A esa hora del día, el sol estaba siempre en el punto en el que arroja tonalidades naranjas que se refractaban en su pelo cano peinado perfectamente de raya en medio y para mí, verlo sentado en la cabecera de la mesa con vaso y cigarro se volvió la Polaroid imborrable de mis idas a comer a casa de la abuela cuando era chica. Para mi abuelo, refrescarse con una cuba era el ritual de todos los días y lo practicó religiosamente hasta el último: nunca dejó de fumar, ni de tomar, ni de trabajar.

La realidad es que no teníamos absolutamente nada en común, fuera de su relato de cómo casi se rompe el dedo meñique jugando americano, que por atascado no atendió al momento y prefirió continuar como si nada dejándolo chueco de por vida, no tengo recuerdos de historias fantásticas ni hazañas fuera de este mundo que me hicieran acordarme de él por su pasado visto a través de sus propios ojos; su recuerdo se me generó a través de la simple acción de servirse una bebida, sentarse y fumar todos los días. Ya pasaron más años y ahora me doy cuenta de que probablemente nuestro único punto en común fue el placer culposo por la bebida que, sin afán de ponerme sentimentaloide, nunca pude compartir con él, ni mucho menos pude expresarle la admiración que para mí representa aguantar la resaca de tres cubas diarias con quién sabe cuántos cigarros.

Por mi parte, empecé a fumar a los catorce años y, como mi hermano me lleva cuatro, a la misma edad pisé mi primer antro: el fresa del sur ‘Villa Romana’ y su exagerado diseño de interiores fue el lugar donde perdí la virginidad de la sobriedad. Poco después, las fiestas en la secundaria siguieron alimentando mi sed hacia el exceso que saciaba con Caribe Coolers y Camel fumados con torpeza adolescente. En preparatoria, ingresé al mundo del tequila en shots, pelo alaciado y Bacardí, los Camel seguían presentes y las resacas cada vez eran más fuertes; ya no salía con mi hermano y entré en un periodo fresa-anárquico que me llevó a colarme a mi propia graduación con una riñonera en la bolsa. Para cuando llegué a la universidad, era una experta cubera sin la más mínima intención por detenerme, era clienta frecuente del Bull con su política de barra libre de cerveza y planillas con boletos para tragos supuestamente adulterados. Hoy en día, llevo cinco años fuera de la universidad y me es físicamente imposible acercarme al tequila o al Bacardí sin sentir náuseas o destruirme los intestinos, respectivamente; no obstante, son muy pocos los días que no se me haga agua la boca con el antojo de un trago y, místicamente, el combo de Caribe Cooler y Camel continúa presente en algún punto de mi menú de salida nocturna.

[pullquote]La sed es una de las sensaciones que más percibo en el cuerpo[/pullquote]

En lo personal, la sed es una de las sensaciones que más percibo en el cuerpo, con los años, se ha tornado en un sentimiento primitivo equivalente a tener hambre, sueño o ganas de ir al baño: basta que comience a salir el sol para que se me antoje un Clamato con cerveza en un tarro sudoroso con aureola de sal, basta que comience a salir el sol y ese brebaje rojo transforma mi antojo en jugo de tomate y vodka, apio y sazonadores que hacen del Bloody Mary una comida casi completa para mí. Basta que se ponga el sol y el vaso se me transforma en un old fashion rebosante con carajillo para después de comer, que con su doble cara de digestivo y aperitivo de borrachera hace que se me antoje ‘un fuertecito’ para ya entrarle bien y, siendo mujer de ginebra y tragos amargos, basta que me termine los carajillos (siempre más de uno) para no aguantar la sed por tener un highballero burbujeante con un Gin and Tonic y un cigarro prendido entre las falanges. La sed es visceral y tiene personalidad múltiple, termina siendo menos predecible que una menopáusica en Xanax y termina teniendo aliados que la hacen invencible, imposible de ignorar: el fantasma del ansia.

Siendo un abanico de posibilidades, la sed es exponencial, se aumenta y multiplica a placer, se adhiere al hipotálamo, es creativa y se vuelve un Pollock; mientras más manchones de ingredientes en la ecuación mejor: sólo añada una pizca de truco y listo, usted tiene un placer longevo asegurado. El truco también es multiforme, puede ir solo o acompañado, con agua o con alcohol, con leche muy a la Alex DeLarge y sus atasques con vellocet (opiatos), mezcalinas sintéticas o adrenocromo, obviamente palabras mayores; pero para nosotros los mortales fuera de la narrativa, las drogas de diseño son el sazonador irresistible que a muchos nos llegó con el cliché terrible de escuchar un dulce ‘déjate llevar’. Tachas, pase, MDMA, ácidos, comprimidos, micropuntos, cristales, todos multiplican los sentidos, todos te hacen aparentes las situaciones que de lo contrario se volverían imperceptibles: el chasquido de la lengua posterior a inhalar un polvo blanco con un billete en rollo, la mirada ausente y recuperada al percatarse una vez más dentro del espacio, el placer en el sacro posterior a un largo respiro, la muerte y reencarnación en el exceso, el peligro guardado en la Ziploc más pequeña del mercado dentro del pantalón… La sed esclaviza y libera, se vuelve el oxímoron tatuado en el seso y enloquece hasta al más apto, convierte al intelectual en un ente pseudo pensante y, no obstante, hace de su arte un trabajo más aplaudible y admirable; mata al excesivamente sensible y lo convierte en Dios, mientras más joven mejor: la sed es fórmula irrefutable del éxito bohemio y comercial.

Por más que quiero, enumerar los casos literarios en los que la sed se ha vuelto aparente se vuelve una labor imposible, implicaría escribir una nueva Biblia con aseveraciones coherentes dentro de la incoherencia plagada con pasajes a medias; basta leer unos minutos a Hunter S. Thompson y mi afirmación se vuelve más clara, o no. Casi filosófica, la sed en el exceso es musa de cualquiera y se convierte en el arma más potente contra cualquier sentimiento; en lo personal, la sed es motivo de vida, de trabajo, de unión y recreación. Siempre la admiro y claramente respeto a quienes se alejan de ella, a quienes la han trabajado y no se han convertido en predicadores de la sobriedad, pues ésta también se torna excesiva. La sed es mi vehículo para la liberación lingüística y personal y, como muchas otras cosas en mi vida, terminaré alimentándola con el fin último de ver si existe la posibilidad de saciar el impulso y saciarme a mí; mientras tanto, al igual que mi abuelo, continuaré trabajando, fumando y tomando hasta que se me terminen los respiros.~