No hay escapatoria

«Gente tan pesada que no hay tema de conversación que se les escape, tema del que no sean capaces de soltar cuatro o cinco parrafadas contundentes».

 

fotograma de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956)

fotograma de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956)

Estoy convencida que conocéis a más de uno, no me digáis que no. Están agazapados en cualquier rincón, en cualquier esquina: esperando en la cola del cine, en la oficina del paro, incluso en el zoológico dando de comer a los monos. Si te descuidas los encuentras hasta debajo de la cama. Son una plaga, deambulan sin rumbo por calles y avenidas como replicantes escapados de una película de ciencia ficción en busca de una posible víctima desprevenida, quizás tú…

¿Todavía no sabéis de quienes hablo? Sí, seguro que lo habéis adivinado. Me refiero a esos tipos que de todo saben o fingen saber, ya sea de economía, de cocina, de política y si me apuráis hasta de literatura rusa. Gente tan pesada que no hay tema de conversación que se les escape, tema del que no sean capaces de soltar cuatro o cinco parrafadas contundentes; a veces hasta brillantes, otras no tanto. Opiniones las suyas polivalentes, lo bastante ambiguas como para que valgan lo mismo para un asunto como para otro y para diversos asuntos a la vez, cuando no para ninguno.

Sé muy bien lo que digo, conozco bien el tema. En mi trabajo había mucha gente así. Los típicos listillos, siempre al acecho con el radar a punto; preparados, raudos para intervenir en cualquier conversación aunque esta surgiera en la otra punta de la oficina. Dispuestos por lo demás a generar con sus comentarios estrafalarios, un debate improvisado a primera hora de la mañana antes del café. Precisamente antes del café, cuanto más vulnerable estamos, sobre todo yo… Y pobre de ti si se te ocurría meter baza, comentando una noticia que habías oído en la radio, o algo que te hubiera pasado en el metro, entonces podías darte por perdida. Daba igual de lo que hablaras, ya fuera de la muerte de Manolete o de esas noches en vela por culpa de los gemidos de tu vecina. Hablases de lo que hablases, no faltaban los sabihondos a los que les hubiera pasado exactamente lo mismo y si no a ellos, a algunos de sus conocidos, o ex compañeros de algún trabajo anterior antes de aterrizar en la editorial.

Historias ante las cuales, de nada servía un gruñido por respuesta, un bostezo, o un simple salir corriendo; los listillos de turno no se daban por aludidos. Poco había que decir y sin embargo cuanta charlatanería. Raro era el destello de novedad. Hablaban y hablaban sin parar, casi con descaro. No importaba que estuviéramos en pleno cierre, que el trabajo se acumulase y el jefazo estuviera esperando ansioso los primeros resultados. Aún así, todavía había quien entre factura y factura, entre descuadre y descuadre, sacaba tiempo para recordar por enésima vez, esas antiguas batallitas de sobra conocidas. Porque las había y muchas. Tantos años compartiendo departamento daban para mucho, ya lo creo.

[pullquote]Gente tan pesada que no hay tema de conversación que se les escape, tema del que no sean capaces de soltar cuatro o cinco parrafadas contundentes.[/pullquote]

Resultaba casi un milagro permanecer impasible, la mayoría de ellas eran peor que ese trago que te tomas para entonarte en una noche difícil. Mucho peor que ese libro del que ni siquiera su portada evita que te adentres en sus páginas sin caer en el aburrimiento más supino. Lo más parecido a cuando intuyes que ese tipo que acabas de conocer, tan prometedor y que para colmo se parece a Mastroianni, no esconde sino un pasado tormentoso y una pistola en la guantera. Sabes que deberías salir corriendo, poner tierra por medio. Escapar hasta quedar sin resuello. Atravesar océanos si hace falta. Y sin embargo no puedes, es tu destino. Estás paralizada, quieres saber más y más. La pistola en la guantera te atrae casi tanto como ese pasado tormentoso. Quieres escuchar una vez más esa historia, necesitas confirmar una vez más que todo sigue igual, que nada ha cambiado ni siquiera tu Mastroianni de pacotilla. Sólo así te sientes segura entre tanta palabrería. Sólo así te sientes otra.

Espero que no me lo tengan muy en cuenta mis compañeros de entonces por afilar el cuchillo y destapar sus intimidades más mundanas. Ahora que mi casa es mi oficina, aquellos momentos de los que tanto renegué, se han convertido en un eco que me sirve de inspiración y que recuerdo con nostalgia cuando saco a pasear a mi perro y me encuentro con mi vecino del quinto, otro pelmazo de aúpa. O con el portero y su manía por contarme los últimos cotilleos del vecindario. O cuando escribo como ahora y algún lector complaciente trata de convencerme de lo bien que le sentaría a mi blog un giro, renovar mi estilo por otro menos introspectivo y ligero.

Nada es tan grave que no se cure con una buena dosis de paciencia; es lo que me digo, una buena dosis de buen humor. Y es que como veis, tampoco ahora, desde la soledad de mi escritorio tengo yo escapatoria.~