Haberlo dejado

Sobre la aventura de dejar el tabaco, bicicletas-armatostes y cigarrillos steam-punk. Un texto de  Ruy Feben

 

EL PRIMER SÍNTOMA de vejez es el abandono de un vicio, o al menos la intención (generalmente más enjundiosa que firme) de abandonar un vicio. Así pude comprobarlo hace exactamente un mes: en el momento exacto en que apagué el que según yo sería mi último cigarrillo para siempre, me brotó del antebrazo el primer pelo claramente blanco que le he visto a mi cuerpo. Justo ahora no sé qué fue primero: si la falta aire y el chirrido terco de las noches, o la conciencia de que me acerco vertiginosamente a los treinta y el cuerpo en algún momento ha de ceder. Lo que sí sé es que antes de desterrar los ceniceros y regalar todos los mecheros, tuve un mes para hacerme a la idea. Por primera vez en quince años, no sería yo quien tuviera con toda seguridad el fuego a la mano; no sería, tampoco, el que exigiera sección de fumar en el bar nuestro de cada noche. Pasaría a pertenecer a un grupo más o menos selecto de redimidos, sería uno de esos adultos contemporáneos que por trofeo tienen “haberlo dejado”; me colgaría la medalla de haber cruzado los 27 sin sobredosis ni escándalo: una suerte de resignación – o purgatorio – para la generación que creció deslumbrada por Kurt Cobain. Con toda seguridad (me dije) en mi fiesta de treinta años estaremos todos muy tranquilos escuchando el Joshua Tree de U2. Y eso se llama madurez.

No pasé ni 24 horas sin tabaco antes de darme cuenta de que mi decisión fue de algún modo idiota. Durante la mitad de mi vida he sido un tipo rodeado de humo, y eso se debe a otras decisiones no menos idiotas: el alcohol sabe mejor, quién sabe por qué, si se combina con humo en los pulmones; los descansos se justifican; el teclado suena mejor si debe acompasarse con un garnuchazo a la colilla; los verdaderos escritores fuman. Según yo (y como todos los adolescentes de la historia, lo creí así incluso antes de probar tabaco) fumar tiene algo de misterio, algo de autodestrucción y otro tanto de cinismo, sobre todo en un mundo obsesionado con la condición física y los espacios asépticos. Soy un tipo más bien bajito, más bien flaco, calvo, narigón y con tendencia a quejarme: con un cigarro en la boca, soy un poeta maldito; sin él, parezco la botarga del personaje más repulsivo de Lord of the Rings. Eso lo supe casi en el instante mismo de decidirme a dejar de fumar, pero la cosa se volvió más triste cuando, a falta de nicotina de verdad, y a modo de paliativo oral, compré uno de esos cigarrillos electrónicos muy modernos que sacan vapor y parecen bolígrafo, que me da un aire decimonónico más bien poco agraciado. Ahora me dejarían fumar incluso dentro de un jardín de niños, echarles vapor en la cara a todos los pequeñines, pero eso, me digo, no tendría ya ningún sentido.

A pesar de todo esto (y de la ansiedad insoportable de los primeros días, y de los ratos de espera y de café que de pronto se quedaron vacíos), resolví que dejar de fumar no era opcional: mejor quitarme el vicio y no un pulmón. Pensé que un buen método para convencerme de dejarlo era el acorralamiento social: avisé con estridencia a mi novia, a las más cotorras de mis tías, a mi madre y sus amigas, a los más fundamentalistas de mis amigos, a mi jefe y hasta a la señora de la miscelánea que cada mañana me daba los buenos días con un paquete de Marlboro rojos esperándome en el mostrador. Si mi voluntad cede, me dije, el mundo no me abandonará. No sólo recibí felicitaciones presenciales (¡Vaya, muchacho – dijo el tío Paco – ya era hora de que dejaras esos vicios infantiles! y similares, seguidas siempre de un abrazo o de una fuerte palmada en la espalda, a modo de chequeo para enfisema), sino que hubo llamadas y correos electrónicos expresando el más sincero apoyo en esta tarea que, a juzgar por lo que fumaste en la última navidad, no parece sencilla. Varios de los que me felicitaron lo hicieron con conocimiento de causa: muchos eran ex fumadores aguerridos, de esos que en el minuto en el que sueltan el cigarro se lanzan a una cruzada sanguinolenta y más bien unitaria contra las tabacaleras. De ellos me pareció casi sensato, a pesar de que fue por muchos de ellos (tíos que aún jóvenes me dieron a probar en mi primera niñez un poco de vino en mi mamila recién hervida) que el olor del tabaco a la fecha me remonta a la única etapa feliz que hubo jamás en mi familia. Pero está bien: otro signo de franca madurez es mudar el sano vicio de la destrucción metódica pero entretenida del cuerpo por el sano vicio de la destrucción metódica y más bien pazguata de las voluntades. Otros fueron más cínicos o más hipócritas: escucharon mi firme objetivo de abandonar las expediciones al patio de la oficina para los descansitos de humos subidos y, lanzando una bocanada de un cigarrillo recién encendido, dijeron con una mueca entre incrédula y nostálgica: qué bien, güey. Cuéntame cómo te va, a ver si ahora sí me animo.

Una vez cercado por mi entorno social, una vez que el acceso a todos los cigarros se volvió imposible, busqué terapia ocupacional. Un día a las 7 en punto de la mañana desenterré del clóset unos pantalones deportivos, una camiseta vieja, y me planté, sobándome la mandíbula y con mi sofisticada pipa de agua sacando bocanadas, frente a la bicicleta de spinning que mi novia usa con desmedida pasión y que para mí, hasta ese instante, había representado sólo un perchero carísimo. Observé el armatoste: una bicicleta inmóvil de una sola rueda metálica que se ve pesadísima; el manubrio está hecho para un improbable dios de cuatro brazos. Tiene un monitor pequeñísimo que reporta el ritmo cardiaco, la velocidad y las calorías quemadas, y un armazón que sostiene justo debajo del sitio más sagrado una botellita de agua. Estaba pensando lo ridículo que ese aparato le hubiese parecido a un cazador babilonio, cuando me di cuenta de que mi novia me observaba. ¿Apoco la vas a usar?, preguntó. Pues yo creo que sí… ahora que no fumo, algo tengo que hacer con mis pulmones. Llevas años sin mover un músculo, te vas a romper. Bueno, de algo me he de morir. Supongo que algo de gracia tuvo usar la frase con la que tantas veces defendí mi vicio: “de algo me he de morir”. Hubo muchos episodios previos a este (que terminará negando su propio éxito) en el que muchos trataron de convencerme de dejarlo con una legión de estrategias que jamás pudieron derribar mis murallas. Primero, en avanzada, los datos: no sé cuántos millones de muertes al año por enfisema y/o cáncer en lugares cuyo solo nombre me da dentera; y yo: “de algo me he de morir”. Luego, en franco abordaje, las consecuencias reales: no el lejanísimo pulmón duro, sino el olor horrendo de la ropa, la imposibilidad de entrar a muchos lugares, el gasto; y yo: “solo y pobre, pero de algo me he de morir”. Finalmente, en retaguardia, el reto a la hombría: ¿apoco esa madre puede más que tú?; es que no te atreves, eres un cobarde; y yo: “los valientes también mueren”. Un fumador aprende a lo largo de muchísimos cigarrillos saliendo de un paquete que tiene un ratoncito muerto en la tapa que fumar mata; el que enjuicia desesperadamente al que decide suicidarse muy lentamente (si yo fuera poeta, es decir, si aún fumara, diría: ¿Qué no es la vida un lentísimo suicidio?), el que aprovecha cualquier mechero para levantar la hoguera, nunca entiende que también tiene un vicio grave.

Por supuesto que no pensé nada de esto mientras me trepaba al armatoste de una rueda, ante los ojos incrédulos de mi novia, aún con la pipa en la boca y sin saber qué hacer. Bueno, ¿y cómo se usa? Un pie primero y luego el otro. Ah, dije, del modo tradicional. Pedaleé hasta que la pantallita que todo lo monitorea me dijo que, de haber estado en una bicicleta de verdad, yo iría ya a unos respetables 12 kilómetros por hora, habría quemado seis o siete calorías, y tendría el ritmo cardiaco en 95. Pedaleé así durante tres o cuatro minutos hasta que la experiencia comenzó a ser agradable; a esas alturas, mi novia ya me miraba recargada en el dintel de la puerta y yo me asomaba por la ventana imaginándome quién sabe qué cosas, relajando a veces una mano para quitarme el cigarro electrónico de la boca. No sé cómo me perdí tanto tiempo de usar este armatoste, le dije, mira que esto de pasear sin salir no es tan mala idea. Entonces se acercó con aura de algún modo militar, me quitó la pipa de agua de la boca, y sentenció: ya estuvo bien para calentar; ahora hay que empezar la rutina. Lo que sucedió después no puedo describirlo porque siento que no estuve presente: jadeos que salían de quién sabe qué parte del músculo; dolores como el chirrido de un autobús a punto de chocar; posiciones imposibles esperando la venia del maldito monitorcito que todo lo registra al paso pero al tiempo lo detiene. Pasó así la media hora más infernal de mi vida, que terminó en una alberca salada bajándome por el pecho y un jadeo que, estaba seguro, se prolongaría durante muchos días. Y entonces recuérdame, ¿qué es lo que tanto te gusta de esta tortura? Ay, Ruy, es buenísimo ejercicio; dentro de un par de semanas, cuando te vayamos poniendo rutinas más fuertes, hasta te va a gustar. Solté un suspiro entrecortado que pareció jadeo: me estás diciendo que el chiste de este armatoste es torturarse durante muchos años para vivir muy contento durante algunos más, ¿cierto? Supongo que sí. Pues fíjate, le dije a mi novia, después de toser por culpa de una bocanada a mi pipa de agua, que fumar es lo mismo pero al revés: una tortura los últimos años, pero el resto de la vida contento.

Pocos días bastaron para saber que el armatoste de spinning sería, cuando más, una medalla para deslumbrar a los que, dos semanas después, seguían sintiéndose responsables de vigilar mi abstinencia. ¿Sigues sin fumar, Ruy? Claro: ahora con las rutinas de spinning ni se me antoja. Lo cierto es que cada día se me antojaba más. Mi sentido del olfato mejoró, lo cual me permitió detectar un cigarro prendido, su dulce, dulce aroma, a muchos metros de distancia. De pronto todas las películas de todos los canales de la tele incluían a uno o demasiados fumadores, sus bocanadas boscosas. La ansiedad, que antes se calmaba con media hora de oscuridad trepidatoria en la cama y un cigarro a modo de aplausos, se volvió un excelente pretexto para comer. Algún parentesco han de sostener la nicotina y el azúcar: cuando uno deja de fumar, no se antoja una ensalada de espinaca ni un pollo sin grasa: la ausencia de la nicotina exige brownies, chocolates, pastel, frituras, tacos. Lo único bueno de eso es que la gente lo da por sentado: durante las primeras dos semanas de abstinencia, cada bocado de grasosa hamburguesa, cada sorbo de leche malteada, se me dio por bueno. Y ahora, flaco, ¿por qué tan hambriento? Es que estoy dejando de fumar (nom-nom-nom). Sí, bueno, está bien, pero cuidado: dicen que uno engorda cuando deja de fumar. Pero también estoy haciendo spinning; no sabes qué hambre le deja a uno pedalear media hora y sufrir otras dos horas por haber pedaleado. Ah, buenísimo; ahora que lo dices, Ruy, sí: te ves mucho más sano; ¿qué es ese aparatito? ¿Un cigarro electrónico? ¡Muy bien!

De buenas intenciones, decía mi abuela (que fumó toda su vida hasta morir a los 90 años, no de enfisema ni de cáncer, sino de un Alzheimer galopante que llegó al extremo de borrarle de la memoria la necesidad de respirar), está lleno el infierno. Mientras todos me apoyaban para dejar el vicio, yo me iba volviendo intocable al juicio. Pero los vicios no se crean ni se destruyen: en cada fiesta posterior, en cada reunión y cada barra atestada de música y luces temblorosas, yo tenía licencia para volverme loco. Un whisky, dos cervezas, tres mezcales y un agua mineral después, mi justificación borroneada por el alcohol siempre era: es que estoy dejando de fumar. Y la reacción de todos: ¡enhorabuena! Y una palmada ebria que me hacía trastabillar y comprobar que mis pulmones se estaban fortaleciendo para soportar las albricias. En las últimas semanas de mi vida he bebido más de lo que bebí en años, en parte porque me lo permiten, y en parte porque ya no tengo que salir del bar para encender un cigarro; no porque lo disfrute. El alcohol y la fiesta están bien cuando la música y el vodka lo vuelven a uno resbaloso. A mí no me ha pasado esto en las últimas dos semanas. Por lo menos no en las primeras horas (ejem: minutos) conscientes en las que aún no se me pierde la cabeza. Primero, porque el cigarro mejora el sabor de cualquier bebida; segundo, porque la música no se disfruta igual cuando uno hace spinning. Oye, Ruy, buenísima esta canción, ¿no? Si, es con la que empiezo mi rutina. Uf, ésta es un clásico. Sí: pedalear a su ritmo deja un dolor para varias generaciones. Además: el cigarro electrónico, inocuo, seguro, no logra despistar a los sentidos, pero sí a los elementos de seguridad de los bares, que ya me han sacado de su establecimiento varias veces pensando que estoy rompiendo las reglas. La única regla que he roto estas semanas en un bar es que ir a un bar se trata de romper reglas. Y dejar el cigarro refuerza a esa parte del cerebro que nos obliga a hacer lo correcto.

El balance tras un mes de haber dejado el cigarro, dice mi doctor, es buenísimo: mi capacidad pulmonar ha aumentado dos cifras porcentuales, mi gasto se ha estabilizado, mi corazón bombea mejor, mi imagen social es más limpia, mis dientes más blancos, mi condición física aumenta cada día (correré el maratón de Chicago o Nueva York pronto, estoy seguro), tengo mejor aliento, mi ropa huele mejor y, encima de todo, soy objeto de la envidia de los que no pueden dejarlo. Lo mejor: he entendido muy bien los mecanismos del vicio. La finalidad de dejar uno es adquirir otro mejor; cambiar el tabaco por el ejercicio desmedido, voraz, o por el alcohol tan divertido, o por la comida, o mejor aún, por la sensatez. ¿Para qué vivir rápido y morir joven como Jim Morrison si uno puede ser un hombre con vicios realmente destructivos, como la seguridad compulsiva de que la vida será larga y placentera sólo cuando es limpia? Sí: me he ganado muy honrosamente la cana de mi brazo; tanto, que terminaré este texto, cerraré la computadora, y saldré a la terraza con mi pelo blanco al aire y un cigarrillo en la mano. Como gente grande.~