Dos apuestas en la mesa
Efecto Hiroshima
Busco una provocación como la de William Wordsworth, ese poeta romántico amigo de Coleridge —junto con el cual escribió las Baladas líricas, en 1798— que acusó a la humanidad de estar demasiado inmersa en el mundo. Entonces pienso en que todo pasa por una necesidad patológica de dotar de cuerpo al ánima, pues la urgencia de materializar todo provocó un distanciamiento introspectivo del espíritu y el cuerpo. Sí, brindemos por Hegel.
Somos una inflexión porque hemos ocultado el espíritu dándole paletadas de carne minuto tras minuto. El cuerpo es el cementerio del pensamiento, las palabras su epitafio, las acciones su crematorio.
El hombre contemporáneo se conjuga en actos de ausencia de lo artístico, al relegar su origen a la eficacia racionalista y provocar así su implosión atómica. Todo se explica por la razón, y el arte carece de ella por ser creación de locura. El artista es un loco que juega a fragmentarse: neurosis de la creación.
Arropemos la energía atómica del hombre para detonar inversamente, que el cuerpo junto al espíritu se esfumen para extraer la esencia que formará nubes por las que un torrente de imaginación fluvial atraviese la existencia.
Estallemos en espirales, tracemos por la mitad al nautilus de la creación para después volver a fragmentarnos y reconstituirnos y…
Que nuestro pensamiento flote sobre el mundo, que lo observe arder para después incendiarse, que explote junto a los continentes, que evapore todo vestigio de pertinencia terrestre.
Que se funda con el polvo de estrellas, que su destino sea formar dragones galácticos que inunden con queroseno los millones de planetas para dar origen al cosmos creativo.
El hombre contemporáneo carece de dragones: se autocensura en la búsqueda de una materialidad. El hombre contemporáneo se instaura en «lo real» y abandona «lo imaginario». Se violenta porque se prohíbe, porque se desacraliza para transformarse en un «ser para la eficacia».
Tenemos que transgredir el efecto limitante porque el primer límite somos nosotros. Observar el cielo para ver las bocanadas ardientes del dragón es versar el fuego para encontrar el fénix de la imaginación, del pensamiento.
Resistir la deconstrucción es el proceso que el hombre debe asimilar. El dragón esfuma para extraer la esencia que después se elevará para conformar nubes mediante la agrupación de hidrógeno, oxígeno y butano. Las nubes caen en lluvia que arde y que da vida a una nueva flora y fauna incandescente: el pensamiento es fuego creacionista.
No hay prohibición, sólo interpretaciones de prejuicios. Nadie impide la formación de dragones galácticos porque estos siempre han estado ahí, dispuestos a ser descubiertos, listos para regresarnos el cosmos que llevan entre sus alas.
Formemos pues los dragones del pensamiento, dejémoslos planear el Universo, arriesgando en cada giro una idea nueva, una cuerda por la que habite el espacio-tiempo. Un dragón es una llama en movimiento; reunámonos alrededor de su fuego para resignificar mitos y leyendas, para versar poesía de fin de tiempo, para formar el carbón con las estructuras que servirán de hoguera. El pensamiento se desborda por las aristas.
¿Y si al levantar la mirada observamos a los dioses caer para estrellarse en nuestra cara? ¿Y si esos dioses bajan armados con lanzas que clavarán en nuestro pecho? ¿Y si en la caída se desintegran? ¿Y si…?
Conjetura: Cerremos los ojos y evoquemos al dragón creacionista; esperemos que nos brinde el último tanque de butano y si no es así, ¿acaso no es válida la deconstrucción?
Punto de quiebre: Rompamos el sentido racionalista del mundo, aquellas formas que nos han separado de los ritos, que han enmohecido el límite espiral del pensamiento: no hay mejor frontera que el infinito. Todo es un agujero negro en el espacio, en donde sólo el pensamiento desbordado existe.
Busco un cierre, como el del poeta Cruzeiro Seixas, quien asegura que “en el espacio inmenso lo que no está por azar está por error”.
Sublimación de la estabilidad
Evitemos que la condición humana pase por la estabilidad, pues ésta es el refugio de la incertidumbre, de la precipitación de la esperanza, de todo aquello atrapado en el ecuador del agua y el aceite.
Pender de lo estable no permite reconocer el crepúsculo, y sin ello jamás sabremos cuál es el espejo anaranjado del amanecer. El reflejo de la estabilidad es un engaño. Sólo en la ausencia está la presencia, sólo ante la vida se muestra la muerte, sólo ante la nada se comprende el todo.
Extirpemos el significado de la estabilidad, sublimémoslo a la utopía de que en algún punto el significante de lo estable no sea más que la balanza que sostienen los locos para medir el elemento cósmico del mundo. Al final del tiempo lo que pesarán no serán los actos tibios —lágrimas de falsa santidad—, sino las acciones en contrapunto.
Trasmutemos la condición estable por medio de elementos caóticos, para notar que esta condición del límite revolucionará el sentido de la vida. No hay estabilidad, no hay que purgar, no hay que pretender que no pasa nada cuando se esfuma todo: condición «verdadera» de los procesos históricos.
Pretender estabilidad es falsear la pulsión universal de los hombres. Una pulsión se proyecta porque pasa de lo sensorial a lo psíquico para luego trascender el pensamiento, fusionándose con galaxias más allá de Andrómeda.
Fundemos universos plagados de significados, que lo evocado nos dé respuesta. Organicemos un nuevo mundo carente de estabilidad, un lugar donde el numen sea el verbo, donde los símbolos no sean emergentes, donde el caos y el orden corran paralelos hasta encontrarse en el infinito.
La estabilidad anula la creación. Toquemos el crepúsculo, fundámonos en él para que nuestra existencia pase por el amanecer, por el espacio-tiempo.
La estabilidad tiende a una falsa entropía, al escape del sentido en fuga de ideas opacas. Establecer la carencia de estabilidad es reafirmarnos como seres universales, sin materia de por medio. Así.~
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