Cómo liberarse

«En una sociedad, la que sea, donde todos nos parecemos, explorarnos a placer y a consciencia nos permite conocernos, marcar nuestra individualidad. Excluirnos de todo y de todos.» Un texto de Adrián L. Alexander


 

RECUERDO CÓMO SUFRÍA. Me iba al baño del lugar donde estuviera, mi casa, la de mi abuela, mis amigos, la escuela,… me encerraba y luego desesperaba. Me arrancaba los pelos de la cabeza. Quería, necesitaba masturbarme, pero había un pensamiento y, sobre todo, un sentimiento de culpa que no me dejaba. Salía disimulando el bulto en el pantalón y con un grano más en la cara. Porque, aunque no esté demostrado, los adolescentes no solo se frustran por tanto deseo reprimido, sino que la contención provoca el famoso acné de la pubertad.

adolescenteRecién había cumplido 15 años. Había comenzado el bachillerato donde –pensaba– lograría tener novia con quién perdería la virginidad quemando, en un instante, todas las etapas que hay que pasar hasta llegar el sexo placentero. Cosa que, al contrario que la masturbación, no me causaba sentimientos de culpa, sino me generaba un miedo atroz que –este sí– estaba dispuesto a sufrir. Pero llegué a una escuela donde solo éramos chicos. «Ni una sola chica», solía contestar cuando me preguntaban por el colegio. Cosa que me desconsoló. Había tenido en toda la primaria y hasta hacia muy pocos meses compañeras, por lo menos la mitad de los estudiantes de la escuela anterior eran mujeres. Nunca pensé que las fuera a echar tanto en falta. Y como yo tampoco era un don de la sociabilización ni me parecía al galán de cine por el que las chicas se desvivían, en mi universo de opciones solo encontraba descender a los infiernos del onanismo y afrontar el miedo que me causaba sus consecuencias: quedarme sordo o ciego por hacerlo, según mis amigos. No me animaba. A parte de poder quedarme ciego ¡o sordo! estaba la culpa.

Los prejuicios hacia la masturbación comenzaron en la primaria, rodeado de una sociedad religiosa que hasta para despedirse se acuerda de dios. «Ve con dios», dicen. Sin nadie mayor que yo con la suficiente confianza para poder preguntarle qué hacer en caso de necesidad, desde los 12 años estaba como burro en primavera. Pero la iglesia católica, a la que seguí con ahínco –sigo sin saber por qué, ya que en casa no eran muy aficionados a ella– me hizo sentir culpa por todo. Pronto identifiqué que con el pensamiento pecaba del sexto mandamiento más veces de las que era capaz de contar, y eso que ya manejaba números exponenciales. La lujuria era mi estado natural. Y pronto descubrí que el de todos los pre-adolescentes y jóvenes con los que tenía contacto.

Todos deseábamos mezclarnos, tocarnos, tener sexo –aun teniendo miedo a él–, pero pocos eran los que avanzaban, y solo algunos se masturbaban. Las tensiones que encontraba en los mayores cuando insinuaba alguna duda eran enormes. Abrían los ojos como platos, balbuceaban cosas incomprensibles y se iban corriendo unos; los otros me daban un coscorrón en la cabeza que me dejaban más confundido.

No había internet, mucho menos fotos. Yo era el mayor de casa, así que mis hermanos solo hablaban de juguetes, y mis amigos eran todos unos «expertos» con los cuales era imposible hablar. Buscaba y rebuscaba en la enciclopedia que utilizaba para estudiar, y que ilustraba todas las entradas con personajes de Disney. Logré que compraran la Enciclopedia Británica donde había tecnicismos sobre sexo, masturbación o fornicar, pero nada que me guiara para calmar el ansia. Sólo, recurría a las revistas de lencería, que eran pocas, y hasta a los catálogos de perfumes donde salía alguna que otra foto de un escote generoso. Las carreras hacia el baño eran constantes, y la tristeza de verme incapaz de traspasar los límites de lo «maligno» me inundaba. Era un chico melancólico con un bulto permanente en la entre pierna.

[pullquote]En una sociedad, la que sea, donde todos nos parecemos, explorarnos a placer y a consciencia nos permite conocernos, marcar nuestra individualidad. Excluirnos de todo y de todos.[/pullquote]

La rebeldía de la adolescencia se limitaba a pelearme con mis hermanos o rezongarle mis padres. La energía que tenía la trataba de canalizar repitiendo como perico palabras, letras, números, conceptos sin sentido que nos enseñaban en la escuela. No había una luz brillante, ni un atisbo de lujuria que me mostrara el camino. Todos me decían que era muy maduro, un chico equilibrado, que tenía claro lo que quería. Todo era como «tenía» que ser, sin tensiones, sin huracanes por medio. Pero la adolescencia significa un cambio que supone grandes nubarrones, vientos huracanados que evitan la calma. Porque la adolescencia no es otra cosa que romper las tensiones que existen para que todos vivamos en paz. Aunque uno no sea consciente de ellas. Y es que, el estado perfecto de los mayores es el de no agitar las cosas, y eso nos hace tan iguales, tan tibios.

En una sociedad, la que sea, donde todos nos parecemos, explorarnos a consciencia nos permite conocernos, marcar nuestra individualidad, excluirnos de todo y de todos. No hay forma más fácil de deshacer el statu quo de la sociedad que masturbarse a placer. Sin ningún sentimiento de culpa, sin remordimientos, con la idea desde el inicio de querer disfrutar. Así nos agitamos, rompemos ese estado tibio y –para siempre– el equilibrio establecido. Luego ya vendrá el sexo con otro(s) y con él todas sus consecuencias.

Cuándo decidí llegar hasta el final fue un día gris. Llovía y hacía frío. Me metí a bañar y me lavé a consciencia los oídos y los ojos. Estaba dispuesto a cantar mis pecados si descubría que comenzaba a fallarme alguno de los sentidos. Estaba sólo en casa, echaban en la televisión la película de Mary Poppins. Julie Andrews no me parecía guapa pero tenía su aquel que la hacía atractiva. Cuándo mis padres llegaron del supermercado la situación ya era otra. No hacía falta ser rebelde, ni gritar, rezongar o pelear, bastaba con encerrarme en mi cuarto. La culpa había desaparecido. Me conocía y lo «maligno» me importaba un pimiento. Desde ese día me agencié unos libritos eróticos disfrazados de historias de vaqueros y dejé de comportarme como un neandertal.

Con el paso del tiempo fui viendo los mismos cambios en muchos de mis compañeros. Poco a poco, uno a uno, fueron dejando el comportamiento salvaje para comportarse con más tranquilidad. También comenzábamos a cuestionar las cosas sin miedo. Así durante unos años, hasta que llegué a la universidad. Ese día volví a ver a que las niñas a las que había dejado en la primaria, pero ahora eran chicas que, después comprobaría, nos daban mil vueltas.~