Ausencia en la superficie: el Metro
Un texto de Melissa Tarabay Ayala
“VIVIMOS VIDAS DISTINTAS, nos esperan muertes diferentes, nos acechan luchas diversas, pero los problemas son compartidos. Por eso pensar es dejarse implicar en problemas comunes, más allá y más acá de los límites de cada asunto particular.” Esta cita de la filósofa española Marina Garcés me ha llevado a pensar en cómo era la cotidianidad de mi vida antes de este encierro, en cómo el estar en un lugar durante determinado tiempo me hacía parte de él, sin perder mi individualidad. Un lugar como el metro; transporte público que resulta un reflejo al inverso de lo que sucede en la superficie.
Recuerdo y me acerco a esos días en donde salía a las calles, me veo en la misma dinámica: salir de mi casa mientras me pongo mis audífonos y elijo la música que escucharé durante mi trayecto; subir y bajar escaleras a doble paso para engañarme haciéndome creer que ese fue mi ejercicio del día, pagar mi boletito, imaginarme siendo un carro que no debe chocar con nadie, a pesar de las prisas con las que se anda allá abajo. Al final queda subirme al vagón y convertirme en una parte de la masa que se genera.
Pasan los días en el metro, y hago las mismas acciones, pero llega un punto en el que mi perspectiva cambia. Veo mi ciudad de otra manera; ya no me siento ajena, más bien, ya no soy ajena a esta comunidad movible e imaginaria. Todos tenemos un destino, un motivo, un castigo, un camino que nos hace vernos las caras, piernas y tatuajes durante el tiempo que estemos sentados o parados dentro del vagón. A pesar de no ver diario a las mismas personas, se crea el mismo vínculo que con algún pasajero conocido de tantos viajes. Todos conocemos las reglas: ceder el asiento a la mujer embarazada o con su hijo en brazos, al anciano que apenas y puede con su alma. Si no ocurre en automático, los demás pasajeros nos volvemos intermediarios para que suceda.
El metro. Artefacto moderno que lleva dentro un cúmulo de emociones y sensaciones tan fuertes, que me sorprende como es que lo vagones no explotan aún. Estar en el subterráneo, vagando por las venas de la ciudad, me vuelve un ser sujeto a críticas, y un punto en potencia para que los demás me juzguen. Me acuerdo de mí soportando miradas cuando iba a Iztapalapa para ver a mi exnovio. “¿Qué hará una güerita tan linda como ella por aquí?” Y tener que guardar mis ganas de cachetearlo, porque me preocupo más por sostener el corazón que ya se bajó a mi mano. Sentir el escaneo visual de la gente al entrar por la puerta corrediza en una falda de mezclilla o con mi uniforme de volleyball. “¿Qué no tiene un pantalón para taparse?” murmuran las ancianas. “Si sabe que se me va a parar, ¿por qué viene así? O no, Juan” le dice riendo el señor que está enfrente de mí a su compañero. Pero no todo son críticas ni insultos. A veces, el estar en una situación tan vulnerable como lo es subirse al metro, nos devuelve el pedazo de humanidad que perdemos como sociedad día a día en pequeñas dosis.
Le confiamos nuestra vida a un conductor que no sabemos si descansó bien, si está triste, enfermo o contento. Me resulta más fácil actuar ahí dentro, reaccionar a prisa cuando alguien necesita ayuda, aún cuando yo insista en separarme del resto con mi música; nunca se va a poder evitar ver a quien te pide una moneda o te ofrece su vendimia. Ver tan cerca lo que en la superficie no es parte de la esfera que me rodea, me despierta la sensibilidad que muchas veces tengo apagada, debido a la apatía diaria que se genera a mi alrededor. Lo que ocurre dentro de este transporte subterráneo y en ocasiones pestilente, es sólo un reflejo al inverso de la situación social que hay al subir las escaleras que sugieren la salida.~
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