11-S, diez años después y…

«Recientemente se ha cumplido el décimo aniversario de los atentados del 11-S, perpetrados, como todos sabemos, por el movimiento yihadista Al Qaeda”»


 

Recientemente se ha cumplido el décimo aniversario de los atentados del 11-S, perpetrados, como todos sabemos, por el movimiento yihadista “Al Qaeda”.

Recuerdo aquél día de hace diez años. Pegados al televisor, en mi casa no dábamos crédito a las imágenes que se sucedían ante nuestros ojos. Queríamos creer que se trataba de un mal sueño, una pesadilla de la que pronto despertaríamos. Pero, desgraciadamente, todo lo que estaba ocurriendo era real, y tres aviones se estrellaban contra el núcleo económico y militar del país norteamericano, y, por extensión, del mundo occidental, impactando en realidad contra todo lo que ese país representaba. Se había abierto una brecha entre Occidente y el Islam, y en un momento como el actual, cargado de simbolismo, considero oportuno y hasta necesario hacer un análisis, desde la perspectiva de un ciudadano de a pié, y alejado de los focos de la política, de cual es el estado de la situación hoy, si se ha avanzado aunque sea mínimamente en la dirección de cerrar esa brecha o por el contrario ésta se mantiene o incluso se ha visto agrandada a lo largo de estos años.

No voy a detenerme excesivamente en recordar la sucesión de hechos que aquellos atentados desencadenaron. Eso es algo que los medios de comunicación se han encargado de hacer, especialmente en esos días de septiembre previos al décimo aniversario. No obstante, si es conveniente, por los procesos que se pusieron en marcha, traer a la memoria cual fue la reacción de Estados Unidos y del mundo occidental en general. El entonces Presidente Bush, con el orgullo herido y llevado por la inercia histórica norteamericana a dirimir contiendas y ajustar cuentas en el campo de batalla, reaccionó ordenando la invasión de Afganistán, con el objetivo al menos aparente de capturar, vivo o muerto, a Osama Bin Laden, líder de “Al Qaeda”, y desde aquél fatídico día, enemigo público número uno de la sociedad norteamericana, poniendo en marcha una guerra a la que posteriormente se sumaría la OTAN y que aún hoy, miles de víctimas y millones de dólares después, continúa.

Si durante la Guerra Fría el mundo había gravitado sobre dos bloques antagonistas y enfrentados, Occidente y el comunismo, poco más de diez años después de la caída de la Unión Soviética y de los países de su entorno asistíamos al nacimiento de un nuevo orden geopolítico, asentado una vez más sobre dos bloques que se habían declarado la guerra, y no solamente en el sentido metafórico: Occidente y el Islam, o más exactamente el fundamentalismo islámico. Pero, lo que interesa destacar sobre todo, es que a un ataque violento por parte de una organización radical se había respondido con más violencia desde las democracias occidentales, iniciándose una espiral de odio y muerte que trajo consigo una nueva guerra en Irak, llevada a cabo por el trío de las Azores (EEUU, Inglaterra y España) y, como respuesta de “Al Qaeda”, los atentados del 11-M en Madrid y del 4-J en Londres (además de otras acciones terroristas de menor calado), con las que el yihadismo hacía temblar una vez más los cimientos del mundo occidental y de esas mismas democracias, democracias que, no olvidemos, no habían dudado en usar las armas para defender sus valores e ideales.

Ya en la invasión de Afganistán me pregunté si no era más productivo y eficaz darle otro enfoque al problema de “Al Qaeda” y el terrorismo internacional, y creo que el tiempo me ha dado la razón. En cierto modo es comprensible que cuando una organización terrorista ha matado a muchos de los tuyos en un atentado sin precedentes en la historia, y encima poniendo en evidencia tus medidas de seguridad, la tendencia natural sea la de responder con contundencia e intentar golpear al enemigo con lo que más daño puede hacerle: capturando, y si es posible hasta dando muerte, a su líder, en este caso Bin Laden. Y eso, desde una visión muy simplista de la cuestión, y olvidando que normalmente tras una guerra suele haber varios intereses implicados, más o menos ocultos, como la guerra de Irak vino a demostrar. Pero son ya muchas las guerras que se han sucedido a lo largo de la historia como para no haber aprendido que con ellas se alimenta el odio y los problemas acaban enquistándose, por lo que rara vez sirven para conseguir los objetivos pretendidos, o aun consiguiéndolos se paga un precio excesivo.

Si nuestros dirigentes hubiesen aplicado un poco de sentido común, habrían ido a las raíces del problema; se hubieran preguntado cómo es posible que haya personas dispuestas a inmolarse y sacrificar su vida por una causa tan innoble (desde nuestra perspectiva, claro) como es hacer la yihad y matar a miles de personas, de otra raza y cultura, si, pero inocentes. La respuesta es sencilla: se ha generado un odio a lo Occidental, que los líderes políticos y espirituales de los países musulmanes de han encargado de alimentar, haciendo un uso malicioso del Corán y aprovechándose del bajo nivel cultural y de la falta de expectativas de la población de esos países.

Es contra esa imagen contra la que hay que combatir. A nivel político, mediante la diplomacia y las políticas de inversión en desarrollo. Si se invierte en desarrollo en los países islámicos, se estará facilitando que sus habitantes puedan recibir una buena educación y formarse, tener un trabajo, dinero y un nivel de vida digno, evitando que, para no morir de hambre y sostener a sus familias, tengan que emigrar hacia esos otros países del mundo desarrollado donde (parece que) todo es de color de rosa y se puede conseguir cuanto se anhela, pues ese es el mensaje que reciben a través de internet y de sus televisores (y en este sentido flaco favor han hecho la red y los medios de comunicación). Al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse a la tentación de tener una buena casa, un buen coche y todo aquello que le permita tener una vida mejor?

Evidentemente, cuando alcanzan la tierra prometida, tras jugarse la vida en el mar, pues es de esta forma como la mayoría de los musulmanes llegan a nuestros países, chocan de bruces con la cruda realidad, una realidad que les da la espalda, pues no son bien recibidos, y además, cuando consiguen trabajar, suelen ser explotados y por supuesto, ni siquiera pueden aspirar a una vida mejor.

Se me antoja fundamental también invertir en educación, y no solamente porque estaremos dando a la población los instrumentos necesarios para formarse y trabajar sino también porque estarán amueblando sus cabezas, y adquiriendo la capacidad de ser críticos y pensar por si mismos, pudiendo escapar de este modo a los lavados de conciencia y adoctrinamientos a que les someten desde palacios y mezquitas. También en este sentido tienen un importante papel que jugar, esta vez sí, internet, las redes sociales y los medios de comunicación, y las revueltas árabes a las que hemos asistido en Túnez, Egipto y otros países son una buena prueba de ello.

Pero, no solamente hay que cargar las tintas contra los políticos. Está claro que prefieren mirar hacia otro lado en lugar de invertir en desarrollo (una vez más, hay multitud de intereses en juego). Pero creo que, en el origen del fundamentalismo islámico, se encuentra otro problema: la falta de integración de los inmigrantes musulmanes en nuestras sociedades, y de las que, aunque los dirigentes políticos tienen algo que ver, las propias sociedades son las principales responsables.

Centrándonos en España, y esto es una opinión personal, el colectivo musulmán, a diferencia de los inmigrantes de otros países, se encuentra con un grave problema de rechazo, que se suma a los problemas que suelen afectar a todos los inmigrantes en general. No me atrevo a afirmar que en España haya un problema de racismo, pues creo que solo una minoría de la población es racista, pero si que me da la sensación de que, en relación con los “moros”, somos bastante intolerantes (y creo que lo éramos antes de los atentados del 11-S). Tenemos muchos prejuicios hacia ellos, y los miramos con recelo y con miedo.

Debemos superar esos prejuicios y miedos, para lo que resulta imprescindible una mayor apertura mental y la capacidad de empatizar y ponernos en su piel. Nos daremos cuenta así de que la mayor parte de los inmigrantes musulmanes solo quieren lo mismo que nosotros (y lo que buscaban los emigrantes españoles en Alemania, Francia o Sudamérica): tener una vida en paz y en las mejores condiciones posibles. Y, por supuesto, lo que hago extensivo al resto de inmigrantes de otros países, tratémoslos como personas humanas: no les demos solamente los trabajos que no queremos, no los explotemos, no les hacinemos en viviendas en condiciones infrahumanas, ni les privemos de la protección social. Y, esto es muy importante, no nos dejemos engañar por los mensajes populistas y xenófobos que desde ciertos partidos y sectores nos quieren hacer llegar, jugando, en tiempo de crisis, con nuestras inseguridades y temores, y tratando que creamos que los inmigrantes, todos, cualquiera que sea su origen, han venido para quitarnos nuestros puestos de trabajo y para beneficiarse, sin contribuir a su sostenimiento, de nuestros sistema de Seguridad Social y otras ventajas de nuestro Estado del Bienestar.

Obviamente, también hay que pedir un esfuerzo a las propias comunidades islámicas, esfuerzos para aceptar y asumir nuestras normas y leyes, nuestras tradiciones y costumbres, aunque eso suponga renunciar a ciertos elementos culturales suyos, para aceptarnos como somos, y para no ver nuestra cultura como enemiga a la suya, sino como un marco en el que entroncar sus propias tradiciones y costumbres. Creo firmemente que nuestra cultura y la musulmana son perfectamente compatibles y que pueden convivir pacíficamente. Si lo hicieron, durante siglos, en la Edad Media, ¿cómo no va a ser posible ahora?

En definitiva, diez años después la brecha entre Occidente y el Islam sigue abierta, y no va a cerrarse por el solo hecho de que EEUU, por fin, haya conseguido hace pocos meses, dar muerte a Osama Bin Laden, pues otros vendrán y le sucederán.

Es necesario trabajar desde el doble frente apuntado, en el exterior fomentando el desarrollo y la educación, y en el interior superando prejuicios y temores y facilitando la integración. De este modo, lograremos acabar, en mi opinión, con el caldo de cultivo del fundamentalismo islámico. La población musulmana ya no verá frustrada sus expectativas ni mirará a Occidente con envidia y recelo, y por tanto se estará privando a quienes desean seguir en guerra con el capitalismo, pero también con los valores democráticos, de los fundamentos para transformar esa envidia en odio y a la población occidental en el enemigo.

A este respecto hay que aplaudir la puesta en marcha, en 2004, de la Alianza de Civilizaciones, un Programa de Naciones Unidas surgido a partir de una propuesta del Presidente de España, José Luis Rodríguez Zapatero y del Primer Ministro de Turquía Recep Tayip Erdogan, que defiende una alianza entre occidente y el mundo árabe y musulmán con el objetivo de combatir el terrorismo islámico por otro camino distinto al militar. Un programa que, desgraciadamente y como ocurre con muchas otras iniciativas y foros de la ONU, de momento es poco más que papel mojado, y está por ver cual será finalmente su alcance, aunque evidentemente constituye una alternativa.

Y por supuesto, no hay que olvidar que algo ha empezado a cambiar en el mundo árabe con las revueltas pacíficas que han tenido lugar en Túnez, Egipto y otros países. Se ha escrito mucho sobre cual será su alcance real, hay incertidumbre sobre el futuro, pero, ¿por qué no pensar que se ha escrito la primera página de un futuro mejor para egipcios, tunecinos y musulmanes en general?~