La nación de las bestias (fragmento)
Texto de Mariana Palova. Adelanto de la novela La nación de las bestias (Océano, Gran Travesía, 2019)
PRÓLOGO
DE TODAS LAS cosas extrañas que hay en mí, existen sólo tres que puedo contarle a la gente sin el temor de acabar recluido en un manicomio.
La más milagrosa: nací prematuro, habiendo estado solamente siete meses en el vientre de mi madre. La más preocupante: no aprendí a caminar hasta la edad de cuatro años. Y la más extraña: nunca sueño. O, al menos, nunca recuerdo nada cuando despierto. Tan sólo cierro los ojos y, horas después, vuelvo a la vida, escapando frenéticamente de ese trance placentero al que llamamos dormir.
Cualquiera diría que también es algo preocupante, pero con el tiempo me convencí de que si mis pesadillas me iban a asaltar estando despierto, por lo menos mi cerebro se esforzaría por dejarme descansar en cuanto cayera rendido en la cama.
Sólo hubo una ocasión en la que creo que tuve un sueño. Lo único que recuerdo es haber visto algo rojo frente a mí, con algunas grietas salpicando el color y formando un mar de cicatrices oscuras.
Instantes después, desperté al sentir los brazos de mi maestro levantarme de mi catre de paja y llevarme a uno de los recuerdos más nítidos de mi niñez: era una fría madrugada de marzo, cuando tenía tres años y aún no había podido dar mis primeros pasos.
El viejo monje guardó en el bolsillo el sobre de papel que yo tenía bajo mi almohada y me arrancó de la habitación, corriendo como si se le fuese la vida en ello. Todo estaba oscuro, con las antorchas de los muros apagadas y la negrura de los pasillos inundada por la caótica angustia de las voces que huían.
Me sacó del antiguo monasterio tibetano donde vivíamos y me ocultó en una cesta de mimbre, enganchada al único caballo que había en el lugar, para después cubrirme con pergaminos y libros que horas antes habían estado en los altares. Al sentir el peso de aquellas cosas sobre mí, y el frío calándome los huesos, comencé a llorar. Mi tutor cubrió mi boca con su mano helada y me susurró con dulzura para tratar de silenciarme, pero al ver que no podía calmarme y que el tiempo se le acababa, desistió.
Subió al caballo y el animal relinchó, echándose a correr mientras yo me esforzaba por preguntar, entre gemidos y llantos, hacia dónde íbamos. Escuché gritos a nuestras espaldas, giré la cabeza y vi que una espesa nube de humo comenzaba a elevarse sobre el monasterio. Seguí llorando, incapaz de entender lo que pasaba en tanto mi tutor golpeaba al caballo con furia, haciéndolo ir cada vez más rápido.
Con el tiempo comprendí que huíamos por nuestras vidas.
El azote hacia la cultura tibetana por parte del gobierno chino por fin nos había alcanzado y nuestro santuario, un viejo y pequeño recinto de piedra enclavado entre las desoladas montañas del Himalaya, tardó en caer lo mismo que dura un latido.
Esa noche, mi maestro y yo emprendimos un largo viaje de más de cuarenta días en los que sufrimos un hambre y miedo capaces de enloquecer a cualquiera. Él era un viejo y experimentado monje budista, un perfecto ejemplo de calma y paciencia, por lo que supo ayudarme a enfrentar los obstáculos a través de sus ánimos y oraciones. Más tarde que temprano, cruzamos la tosca frontera tibetana y llegamos a un campo de refugiados en la India.
Allí me encontré a salvo de los maoístas, pero la vida se volvió tan dura que todo el tiempo me preguntaba si no hubiese sido mejor haber muerto la noche de la huida. Pasamos de estar en la tranquilidad de un humilde, pero pacífico recinto, a vivir apretujados en un diminuto campamento con más de dos mil personas, y en condiciones que difícilmente podrían considerarse humanas.
La única pista que quedó de mi vida antes de las frías montañas y la crueldad del campo de refugiados fue ese viejo y desgastado sobre, porque apenas un año después de mi llegada a la India, tanto mi maestro como todas mis posibilidades de descubrir la verdad sobre mi pasado, quedaron enterrados en una deprimente fosa común.
Pero lo más desconcertante de todo es que nunca llegué a saber cuál había sido el verdadero motivo por el que, de entre todas las docenas de discípulos que tenía, mi maestro había decidido salvarme a mí. La gente solía decirme que me había escogido porque, siendo yo un niño blanco, un occidental con una apariencia de lo más extraña, temía el futuro cruento que me depararía si llegaba a caer en manos de los comunistas.
Aunque yo siempre he preferido creer que fue porque me quería como a un hijo.
A partir de su muerte, otro monje se encargó de criarme, pero haciéndolo con un afecto tan frío y distante que pronto sentí que había perdido a un padre una vez más.
Mucho tiempo después y aferrándome a ese pasado desdibujado que anhelaba descubrir, caí en la cuenta de que aquella vida, aquel mundo desolado del que había formado parte durante tanto tiempo, debía llegar a su fin.
Porque hoy, quince años después de mi fuga a la India, ha llegado la hora de huir de nuevo.
PRIMERA PARTE: UN MONSTRUO ENTRE NOSOTROS
Capítulo 1. El abismo parpadea
—Oye, Elisse —despierto al sentir que mi hombro es zarandeado con brusquedad. Lucho contra el cansancio y veo la silueta borrosa de Carlton, quien apunta hacia mi ventanilla empañada—. Hemos llegado.
Al enfocar la mirada a través del vidrio, la admiración yergue mi espalda como si le hubiesen dado un buen varazo.
La tenue lluvia ha dejado tras de sí una capa de niebla, junto con un leve resplandor húmedo que ha pintado de matices grisáceos lo que parece ser un típico y encantador vecindario estadounidense.
El lugar está compuesto por una colección de casas elevadas[1] que desfilan a ambos lados de la calle, todas con su respectivo porche y separadas las unas de las otras por algunos metros de césped, tal y como en las películas que veía en la televisión comunitaria del campo de refugiados. Un montón de árboles y jardines cortados a la perfección adornan los frentes de cada hogar, y algunos hasta tienen una bandera de barras y estrellas sembrada en la tierra. La calle está casi vacía, a excepción de un perro que anda perdido a lo lejos. Pronto, soy invadido por una punzada de escepticismo, incapaz de procesar la idea de que he llegado hasta el otro lado del mundo.
—¿Te gusta? —pregunta Carlton, sonriendo de una manera tan forzada que parece que se le partirá la cara en dos.
—Es…
—Estamos en uno de los barrios más deseados por las familias de la ciudad, ya que Audubon Park queda a muy pocas cuadras —dice, bajando de la camioneta y señalando hacia el fondo de la calle, donde no se puede ver nada debido a la niebla—. Apresúrate, estamos cerca.
Pero antes de que pueda siquiera poner la mano en la manija, Carlton rodea el auto y se para justo al lado de mi puerta. El pálido hombre juguetea con sus llaves, y lleva su mirada del suelo a mis ojos una y otra vez, chasqueando como si fuese una ardilla nerviosa mientras yo uso toda mi fuerza de voluntad para no arquear una ceja.
Él y yo tuvimos un mal comienzo. Cuando me recogió del aeropuerto esta mañana hubo un pequeño incidente relacionado con mi apariencia que, si bien a mí no me ha importado mucho, a él lo ha avergonzado hasta el punto de portarse de forma tan ambigua que no sé si intenta ser demasiado amable para remediar su metida de pata o demasiado grosero para terminar de arruinar las cosas.
Por su bien, espero que no esté pensando en algo como abrirme la puerta como todo un caballero, porque de ser así, juro por lo más sagrado que me largo de vuelta a la India, así tenga que cruzar el mar a nado.
Por suerte, él se aleja agitando su cabeza medio calva.
Me arremango la túnica y desciendo, apretando mi morral de viaje contra mi pecho mientras chapoteo en los charcos helados Y, por supuesto, llevo la atención fija en todas y cada una de las cosas que me encuentro en esta calle, más por miedo que por curiosidad por lo que podría estar observándome entre las húmedas sombras.
—Mira, es aquí —dice Carlton de pronto
Formo una “o” con la boca y simulo sorpresa, tratando de que no se note mi… ¿Decepción? No, no es eso, es sólo que esto es muy distinto de lo que me imaginaba. Estoy demasiado acostumbrado a las extravagantes construcciones religiosas de la India, por lo que el centro budista de Nueva Orleans me parece bastante simple: es una casa de un piso, común y corriente. Sus amplias ventanas fungen como escaparates y un enorme letrero azul resplandece en la entrada, rezando el nombre del lugar tanto en inglés como en tibetano, como para que no haya duda de que se trata de un sitio especialmente místico.
—En seguida te abro, Elisse, que esta puerta tiene su truco.
Carlton se lanza hacia la entrada y comienza a forcejear la cerradura como si ésta lo hubiese insultado. Al fondo de la calle, el perro se transforma en una mancha amorfa a medida que se aleja, y el estómago se me cierra al imaginar que aquello no es otra cosa que un espectro traslúcido vagando por la niebla.
—¡Listo!
Por suerte, la voz chillona de Carlton me devuelve al mundo real. Al entrar al centro, soy recibido por la agradable tibieza de la calefacción, un crujiente suelo de madera y un pasillo de paredes rojas con una cortina al fondo.
Hay dos estancias a los lados del pasillo; la que está a la derecha es una cocina, mientras que a la izquierda hay una ordenada tienda de objetos tibetanos que desprende un dulce y familiar olor a incienso de sándalo.
En las estanterías hay adornos tradicionales tallados en madera y banderitas tibetanas, cajas de incienso, estatuas de Budas, libros sobre meditación, discos de música oriental y todo lo que cualquier practicante de esta religión puede necesitar para inspirarse.
Mientras me quito las sandalias pienso en borrosos recuerdos de mis primeros años en el Tíbet. En la India no teníamos suficientes recursos como para que pudiésemos disponer de un altar decente dentro de una lodosa tienda de campaña, por lo que todo esto comienza a traerme una especie de sentimiento agridulce.
—Oye, Elisse —Carlton da un paso hacia mí, arrugando la nariz—. Iré a llamar a todos para que vengan a conocerte, pero, si quieres, si te apetece refrescarte antes… hay un baño por allá —dice, apuntando a una puerta al fondo de la tienda tibetana.
No sé qué me ha puesto más tenso, la palabra «todos» o su fracasado intento de pedirme de forma sutil que vaya a asearme.
—Sí, por supuesto. Gracias —digo, tan despacio que pronto me doy cuenta de que ha parecido sarcasmo. Carlton hace un gesto leve de desagrado antes de irse dando zancadas por el pasillo.
Suspiro, resignado a seguir metiendo la pata. No es que quiera ser grosero, pero tengo que forzar mucho mi acento para que la gente me entienda, y eso parece estar empezando a traerme más problemas que otra cosa. Incluso la aeromoza, cansada de mi tembloroso inglés, me ignoró durante casi todo el vuelo.
Dejo mi morral en el suelo y cruzo la tienda, bañada por la luz que traspasa el escaparate. Los colores rojo y dorado me dan de golpe en la cara mientras los Budas me miran de forma apacible desde sus estatuas de bronce y las thangkas[2] repartidas por todo el lugar. Cierro la puerta del baño y miro mi deplorable apariencia en el espejo.
No tuve oportunidad de tomar un baño antes de dejar la India. De hecho, una ducha es un lujo que rara vez uno se puede permitir en un campo de refugiados, así que eso, junto con un agradable vuelo de dieciséis horas, debe hacerme apestar a ardilla muerta.
Y es una lástima que no pueda decir nada mejor de mi carácter.
Nunca me ha sido fácil tratar con la gente. Crecí rodeado de budistas, monjes y aprendices que practicaban una de las religiones más dulces de la tierra, pero aun así nunca me sentí parte de ese mundo. Admiré sus hábitos y su filosofía, pero tampoco he podido ser exactamente un ejemplo de paciencia y contemplación; tiendo a ser un tanto desobediente y a decir más palabrotas de las que debería —sin mencionar que guardo un fabuloso repertorio de sarcasmos en la boca—, y sobre todo, jamás he podido encajar en ninguna parte. Nunca podré ser realmente tibetano, ni indio.
Y al parecer, tampoco soy muy buen occidental.
Pero más allá de eso, creo que mi corazón —o mi lógica— nunca fue capaz de adoptar una fe. Hay algo que no acabo de entender, tanto de las religiones como de mí mismo, que no me deja abrazarme al consuelo de que hay seres invisibles y piadosos allá afuera, observándonos y cuidándonos. Porque ninguna de las criaturas «invisibles» que yo conozco son misericordiosas. Ni por asomo.
Una vez que me restriego el rostro y las axilas con la suficiente agua y jabón como para convertirme en una mezcla asquerosa de cara limpia y cabello rubio apelmazado, salgo del baño pasando una toalla de papel sobre una de las preciosas manchas mi túnica.
Pero me detengo en seco al notar que lo único que me recibe en la tienda es un absoluto silencio.
Despacio, levanto la barbilla, y mi pulso se dispara al darme cuenta de que algo me observa desde el fondo de la habitación.
La ventana del escaparate se ha oscurecido hasta asemejarse a una pantalla negra y vacía; mientras que el tenue resplandor amarillento de un único foco ilumina las siluetas de las estatuas y thangkas de las paredes. Los rostros de los Budas han desaparecido y sus cuellos han sido torcidos de manera espantosa hacia mí.
Y a pesar de que no tienen ojos, sé que pueden verme.
Contengo el aire en mi pecho, temiendo que se escuche mi respiración. Debo mantenerme tranquilo, debo quedarme callado hasta que, de alguna forma, todo termine, pero cuando el foco empieza a titilar, la sangre se me congela.
Escucho murmullos. Son muy quedos y susurran en lenguas que no puedo comprender, mientras la negrura de la ventana toma fuerza a cada segundo que pasa, transformándose en una profunda garganta de la cual brotan miles de voces Mis ojos se abren hasta dolerme, al tiempo que el terror se come mis huesos.
Aquel abismo me está mirando.
Percibo un penetrante olor tan asqueroso como si me hubiese sentado en una pila de cadáveres putrefactos.
Los murmullos se incrementan hasta convertirse en gritos; montones de voces exclaman al mismo tiempo en mis oídos. El abismo me habla, y su gorgoteo comienza a traspasar aquella boca de oscuridad.
Me echo hacia atrás y cierro la puerta del baño con un azote, retrocediendo hasta golpearme la espalda contra la pared. Cierro los ojos, deseando con toda mi alma que aquello termine. Que lo que sea que esté morando en las sombras, con quién sabe cuántos ojos, lenguas y dientes, no se arrastre hasta aquí. Estoy a punto de enloquecer.
Elisse.
Elisse.
—¡Elisse!
Cuando distingo que es Carlton quien me llama, abro los ojos y me lanzo a abrir la puerta. Toda la sangre que había perdido regresa a mis venas al ver que la tienda ha vuelto a la normalidad.
—Por los dioses —gimoteo, tragándome la incredulidad porque, al parecer, cruzar el mundo no ha sido suficiente para escapar de mis pesadillas.
Abandono la tienda a un paso nervioso, asegurándome de que todas las estatuas han vuelto a tener tanto la cara como las vértebras del cuello en su lugar. Me asomo al pasillo, tenso al escuchar pasos y puertas abriéndose detrás de la cortina del fondo y con el miedo irracional de que brote una multitud de sombras.
Pero, para mi alivio, sólo salen dos personas perfectamente humanas además de Carlton.
—Bienvenido, muchacho, te esperábamos —dice un hombre que lleva en el rostro la expresión serena y dulce de un sol. Su inglés es casi perfecto, como si el tibetano no fuese su lengua materna. Es tan bajito como yo, aunque tal vez me supera por más de cincuenta años de edad. Lleva la cabeza afeitada y porta una impecable túnica carmesí, de cuyo bolsillo cuelga un rosario budista.
Me acerco a él a grandes zancadas, tomo su mano derecha entre las mías y me inclino hasta que mi frente toca sus dedos.
—Tashidelek, Geshe-La[3] — saludo en voz baja. Estoy seguro de este hombre es Geshe[4] Osel, buen amigo de mi primer maestro y director de este centro.
Sobre su hombro, una mujer me mira con un brillante entusiasmo Su cabello salpicado de canas me da pistas de su edad, mientras que su cuerpo rollizo da la apariencia de ser fuerte como un árbol grueso.
—¡Hola, hola, bienvenido! —exclama, extendiendo frente a mí una khata[5]. Una vez que me inclino para dejar que la ponga sobre mis hombros, le ofrezco una tímida sonrisa. De pronto, me veo encerrado en un potente abrazo que me estruja tanto la lengua como la capacidad de moverme. Mis manos se columpian lánguidas a los costados de mi cuerpo, mientras mi corazón trota dentro de mi pecho por el sobresalto.
—Mi nombre es Louisa —dice, soltándome y dándose suaves golpes en el pecho con ambas manos, como si se estuviese presentando ante un niño pequeño—. Me da mucho gusto conocerte, Elisse. ¡Pero qué chiquitito eres! Espero que tengas hambre, que hoy vamos a tener una buena cena para ti.
Su sonrisa crece hasta parecer una luna menguante sobre su rostro nocturno. Ni un gesto de asco. Ni una sola arruga en su nariz.
Una repentina ternura, junto con un ligero arrepentimiento, me invade por no haber correspondido a su abrazo. ¿Quién tiene el corazón suficiente como para estrechar así a un desconocido maloliente?
—Muchas gracias —digo con mi tímido e inseguro inglés—, han sido muy amables. Y perdón si les he causado molestias.
—No tienes por qué disculparte, es un gusto hacerle un favor a la memoria de mi amigo Palden, así que siéntete como en casa —me dice Geshe.
La señora Louisa toma mi brazo y me conduce al otro lado de la cortina para mostrarme el interior de la casa, llena de imágenes budistas. Una salida de emergencia al fondo de un pasillo da hacia el enorme jardín. Mientras la sala, justo al lado, permite una buena entrada de luz a todo el centro.
Pero la “biblioteca” es lo que termina por robarme el aliento: es sólo un cuarto con un librero que ocupa toda una pared, un camastro tapizado de cobijas, un buró y una lámpara pequeña, lo que convierte a este sitio en un improvisado dormitorio.
Mi propio dormitorio.
Miro sobre mi hombro al sentir dos sonrisas treparme por la espalda. De pronto, el calor del cuarto se torna sofocante. Eso o el concepto de nuevo hogar me abochorna lo suficiente para quemarme las mejillas.~
Notas:
[1] Para evitar inundaciones, las casas en Nueva Orleans no se construyen al nivel del suelo, sino sobre columnas o pisos falsos.
[2] Tapiz o bandera budista de seda pintada o bordada.
[3] Tradicional saludo de respeto tibetano.
[4] Geshe: alto grado académico otorgado a algunos monjes dentro del budismo tibetano.
[5] Bufanda tibetana de seda, tradicionalmente blanca y usada para ceremonias y bienvenidas.
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