Las múltiples vidas de Mateo: 15

Recordaba su último «Otro», como todos los llamaban. Un zángano duro, fuerte y hábil. Las ventosas en su rostro parecían deformársele en un par de sonrisas desagradables, retadoras. Mateo, con el cuchillo de carnicero en la mano, esperó a que el Otro avanzara pero éste no tenía ninguna prisa por morir. Se estudiaron mutuamente hasta que Mateo dio los primeros pasos. Entonces la criatura saltó sobre él, como un animal esperando pacientemente el primer error de su presa, y sintió los duros golpes de cuatro puños en el estómago. «La Habitación de los Hambrientos sabe cuando retirarnos», recordó que le dijeron, mientras luchaba por recuperar el aire y el equilibrio. La criatura lo tomó de los brazos y lo empujó contra los muros.

Entonces lo escuchó: una voz grave y lenta taladraba su cerebro. En todo este tiempo, ninguno lo había golpeado y, mucho menos, hablado. Solo conocía sus gritos, sus gemidos.

—Golpéame —fue lo que dijo la criatura.

Mateo obedeció, y cuando estuvo cerca de su víctima, recibió otra orden:

—Sométeme.

Mateo empuñó su cuchillo de carnicero con el filo rozando el cuello de la criatura. El Otro le escupió en la cara y algo inexplicable sucedió: el tiempo, al parecer, se paralizó para ambos combatientes o, quizás, ambos se paralizaron en el tiempo. No sólo podía escuchar sus pensamientos con claridad, también podía escuchar a la criatura.

—Por fin. Alguien nos escucha —dijo aquella voz grave, aliviada y socarrona—. Alguien sabrá de nosotros.

—¿Qué o quién eres? ¿Qué me has hecho?

—A lo primero, podría preguntar lo mismo. A lo segundo, sólo nos he dado un poco de tiempo. Si quieres entender algo necesitas comerme. Tú. Tienes que ser tú. Ahora. Tienes que abrirme la cabeza y comerme.

—¡No!

—Lo has hecho hasta ahora, ¿qué diferencia haría? ¿Miedo a enfermar? Ya estás enfermo. Todos estamos enfermos. Tienes que abrirme la cabeza, tienes que comerme. Así entenderás muchas cosas, así lo entenderás todo.

Las ventosas en los cachetes del animal seguían sonriendo.

—No soy un animal. Pero tú y yo somos criaturas de papel. Tienes que hacerlo si quieres entender algo.

La parálisis terminó y Mateo se descubrió llevando el cuchillo a la cabeza del Otro. ¿Él lo estaba obligando, lo estaba controlando? Escuchó las alarmas. Ignoraba lo que sucedía allá afuera. Filo empezó a gritar detrás de la puerta, los pasillos angostos del matadero enrojecieron, la perspectiva no se mantenía firme. Sospechó del líquido que todavía sentía en el rostro, escurriéndose, metiéndose por sus poros. Olía a pachulí, como la fragancia de Emma cuando esperaba a Rodolphe.

Sus compañeros no podían abrir la puerta, escuchaba los golpes, los gritos de gente que deseaba venir en su auxilio.

Jamás algún Otro le habían escupido a un carnicero, según las pocas crónicas que le dieron a leer. Estaban deseosos de ganar esta guerra. Habían mandado a su carta bajo la manga. La criatura exhaló un suspiro de alivio cuando sintió el cuchillo rompiendo su cráneo. Mateo soltó el cuchillo y metió un puño, el cerebro morado de la criatura se veía, para su sorpresa, apetitoso, abundante. Comió.

Abrieron la puerta tan pronto dio la primera mordida. Filo lo tomó en brazos pero Mateo estaba comprendiendo la verdad acerca de la habitación de los hambrientos: «Somos criaturas de papel, sacos de huesos esperando a ser llenados de carne y de vísceras, somos Obstáculo, somos una sola vida de un caudal infinito de posibilidades». Pasa la hoja, quiso decirle Mateo a Filo, pero no podía hablar, el cerebro le llenaba la boca y seguía abriendo puertas, seguía pasando las páginas del libro al que pertenecía Mateo, un libro que, hasta dónde había alcanzado a leer, su vida nunca tendría un final feliz, un final satisfecho y que la fiesta perpetua podía serlo todo, excepto la salvación de su alma. No la de él.

 

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