Fantasmas
Texto e intervención: James Nuño
TRECE DÍAS VIAJANDO por Europa, y París fue la única ciudad en la que no hicieron el amor. No supieron bien por qué. Viejos fantasmas volvieron sin previo aviso y no pudieron hacer nada al respecto.
Lo intentaron. De veras lo intentaron. Caminaron juntos por el Barrio Latino, subieron a la Torre Eiffel, recorrieron los Champs-Elysées, compraron una moneda dorada en Notre Dame y se tomaron fotos en los Jardines de Luxemburgo. Hicieron todo lo recomendado para que el amor que supuestamente inundaba la ciudad terminara por pegar esa parte que hacía mucho, aunque sin saber cuándo ni cómo, se había roto. Pero los días pasaron y, aunque había momentos de absoluta perfección, la tristeza de lo inevitable los opacaba apenas aparecían. Era imposible no pensar cuán irónico resultaba que la «Ciudad del amor» apestara a orines en cada rincón.
Caminaron alrededor de una hora y, en un pequeño negocio de Montparnasse, compraron una baguette y una soda que degustaron contemplando la Torre 56. Elogiaron el sabor de la comida, la altura del edificio, la belleza de la ciudad. Hablaron de la belleza de la ciudad, de cómo podía contener tanta historia, tanta poesía y a la vez ser tan moderna. Recordaron los últimos días y sonrieron. Hablaron del viaje, mas nunca de ellos.
Cuando la comida y la conversación terminaron, decidieron visitar el último de sus destinos: el cementerio. Era ya el último día que pasarían en la ciudad y no podían dejar de visitarlo. La idea les surgió al hojear Conozca París, la guía oficial del turista hispanohablante. No podían creer que se hubieran olvidado de la existencia del cementerio y, mucho menos, de quién se encontraban enterrado ahí.
Entraron de la mano, como se entra a la iglesia o a la ola del más terrible maremoto. Revisaron el mapa y tomaron nota de la disposición de las tumbas. Finalmente, se vieron a los ojos y respiraron profundamente, decididos a emprender el viaje.
Caminaron durante más de media hora, recorriendo las pequeñas avenidas y contemplando el recinto de los difuntos cuyos nombres no son ahora sino recuerdos de glorias pasadas. Ahora, frente a ellos, no eran nada sino pedazos de piedra con insignias solemnes. Las últimas en ser visitadas fueron las de Díaz y Baudelaire. Era extraño ver cómo dos personas tan alejadas en lo geográfico y en lo ideal estaban destinadas a pasar juntas la eternidad. Durante quince minutos analizaron cada letra, cada grabado, cada flor; pero el tiempo avanzaba y no podía postergarse más lo impostergable.
Tardaron otros veinte minutos en encontrar la tumba: era como si se escondiera para prodigarles una última aventura juntos. Cuando al fin llegaron, la tomó del brazo y, con la mirada, le dijo que esperara. Una pareja de jóvenes se les había adelantado y estaban ahí, de pie junto a la lápida. Él no quería compartir con nadie más ese instante: debía ser sólo para ellos.
Cuando se aseguraron de que aquellos jóvenes se habían retirado, tras un suspiro, tomados fuertemente de la mano, se acercaron con precaución: era un pedazo de mármol bastante sencillo, sí, pero contenía tanto de ellos.
Estaba ahí: una flor que se extendía en espiral a través de una velada sonrisa, un par de nombres grabados en el mármol separados simétricamente y un sinfín de pedacitos de tantos que habían pasado por ahí: flores, colillas de Gauloises, lápices, notitas, velas, motivos infantiles, postales, citas, ediciones antiquísimas, huellas, billetes del metro, preguntas sin responder, besos, llantos, fotografías, dibujos, hojas enmohecidas con el capítulo siete, suspiros, agradecimientos, adioses… sobre todo adioses. Ambos, con un cuidado casi religioso, escrutaron cada uno de los objetos, leyéndolos y palpándolos como si hubieran sido puestos ahí por y para ellos. No había nada en ese lugar que nos les perteneciera. Cada partícula de aire, cada átomo estaba hecho de ellos. Eran uno con la lápida, con el aire que movía la escasa yerba, con el silencio, con los antiguos corredores por los que rumoreaba la muerte.
Era difícil mirarse a los ojos. Más aún pronunciar palabra. Él arrancó una hoja del cuaderno que llevaba en la mochila, tomó una pluma y comenzó a escribir. Escribía para el autor, para el personaje, para la obra, para él mismo, para ella, para los dos… Poco a poco las lágrimas comenzaron a caer. Ella, sin verlo siquiera, compartió su llanto en el instante en que escuchó el primer suspiro. Las palabras eran insuficientes, inexactas, insatisfactorias. Tachó la mayoría y, en lugar de un sentido discurso, dibujó una flor dentro de un paralelepípedo. Puso sus iniciales y le dio el papel para que ella hiciera lo propio.
Doblaron la hoja cuidadosamente y la pusieron dentro del nicho que se abría en una esquina. Ambos sabían que, como todos los objetos sobre la tumba, el suyo desaparecería eventualmente para dar paso a los de los próximos visitantes, destinados a la misma suerte. «Todo está destinado al olvido», pensaron.
Continuaron largo rato en contemplación, tratando de guardar ese momento en la memoria, como si fuese el último recuerdo posible. Pensaron en las noches en que se leían para conciliar el sueño, en las veces en que ellos también se encontraron sin buscarse, en que se amalaron el noema, en que hicieron el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas. Lloraron lágrimas llenas de flores o de peces…
¡Qué ganas de que el tiempo se detuviera! ¡Qué ganas de no tener que partir! Pero la noche comenzaba a caer y con ella la implacable realidad. Él se levantó lentamente y, por accidente, pisó uno de los llaveros de la Torre Eiffel que el día anterior había comprado como recuerdo. Cuando lo levantó, vio que la torre había perdido una de sus patas. Ella contempló el hecho con recelo. París estaba rota para ambos y no había manera de componer el asunto. Tomó el llavero entre sus manos y un profundo llanto; él quiso acercarse pero, con una mirada categórica, se lo impidió mientras caminaba hacia atrás, perdiéndose entre las tumbas.
La noche cayó y él estaba completamente solo. Deambuló llamándola por su nombre, pero jamás respondió. No había señal de ella por ningún lado; se había perdido entre las sombras de las lápidas.
No había rastro de ella ni de nadie más. Se había convertido en un fantasma. O quizá era él quien estaba condenado a deambular entre las sombras de una ciudad que conocía únicamente a través de ella, de ambos. Lo cierto era que nada veía a su paso; sólo escuchaba el titilar de las estrellas, el aullido de los perros a lo lejos y el eco sordo de sus pasos que rebotaba en las paredes, como una lluvia de cuerpos y memorias y reencuentros que no cesa y que parece repetir paf se acabó.
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