Yo sé que la sal no sala…
“Se han gastado ríos de tinta, miles de tímpanos, camiones llenos de cerveza en noches eternas, toneladas de acetatos, de programas de radio, de artículos de revistas. Todo para intentar definir qué es el rock y, más aún, cuáles son los efectos que ha tenido sobre las sociedades en las que se manifestado. Porque este ritmo camaleónico ha obtenido visado y ciudadanía en el mundo entero”. El autor nos muestra la realidad del rock en América Latina: ¿el rock fue lo que se propuso? ¿O lo que sus escuchas creíamos que se proponían?
(Notas sueltas sobre el rock latinoamericano y la década de los noventas)
Se han gastado ríos de tinta, miles de tímpanos, camiones llenos de cerveza en noches eternas, toneladas de acetatos, de programas de radio, de artículos de revistas. Todo para intentar definir qué es el rock y, más aún, cuáles son los efectos que ha tenido sobre las sociedades en las que se manifestado. Porque este ritmo camaleónico ha obtenido visado y ciudadanía en el mundo entero. De lo más bizarro a lo más homogéneo, el rock se ha convertido en la banda de sonido de las generaciones que vivieron más allá de la segunda mitad del siglo XX y que, incluso hoy, continúa representando eso que se concibe como la “libertad esencial” de la música. De Hawai a Nueva Zelanda, de Japón a Cuba, del centro de África a Turquía. Un ritmo de 4/4 para liberarlos a todos.
Con el rock ha ocurrido algo similar a lo que pasó con términos como “América Latina”. A fuerza de querer que significara una cosa terminó amoldándose a muchas otras. Se volvió un concepto cultural de contenido denso y complejo, más que una categoría descriptiva de un género musical. Y adquirió, tal vez sin proponérselo, una carga política que hasta hoy carga como responsabilidad que muchas veces es negada, subvertida o de plano no asumida. Cuando el rock llega a América Latina pasa por las etapas que lo marcarían para el futuro, pero que tampoco podía ser de muchas maneras. A una repetición mimética de los primeros tiempos, llenos de covers y de excelentes adaptaciones, siguió una marcha a la clandestinidad obligada por los regímenes autoritarios y represivos a los que ponían nerviosos los cabellos largos, el ritmo frenético y las vocalizaciones llenas de rabia. Después cayó el muro de Berlín. Vino la Movida española con su influencia, para bien y para mal. Luego el Rock en tu idioma, apropiación comercial de una escena emergente que al mismo tiempo que trajo joyas invaluables, arrastró también conceptos vacíos o que reiteraban sobre los temas y actitudes que el pop fresón y baladoso habían convertido en manifiesto de homogeneidad. Y luego llegaron los noventas y dos conceptos que se mantienen elusivos a clasificación se encontraron. América Latina encontró al rock buceando en lo que creía eran sus raíces identitarias.
¿Cómo suena el rock latinoamericano en los noventas? Suena a la precariedad y la improvisación de las colonias populares de la ciudad de México. A la pretendida sofisticación de una ciudad europea en otro lado, como se concibe Buenos Aires. Suena a las percusiones del trópico que se cuelan hasta las guitarras distorsionadas de los grupos del Caribe. Suenan a aspiración del glamour de los grupos anglosajones que llegan a las antenas de todo el continente vía MTV. Suenan a metales arrebatados a la salsa, a tumbadoras arrendadas al son, a acordeones norteños transistorizados, a violines huapangueros, a quenas y zampoñas de la tradición andina. Suenan a grito pelado pero-sigo-siendo-el-rey, a barra brava en partido de finales, a consignas callejeras, a discursos ecologistas, a salidas colectivas del clóset sexual, a protesta política edulcorada y raras veces llevada hasta las últimas consecuencias.
No aparecía, desde la Revolución Cubana y su explosión de compositores de la Nueva Trova Cubana, una corriente musical que se volviera tendencia. Lo había conseguido el denominado Nuevo Canto Latinoamericano en donde artistas de toda la región tomaron de las que concebían como herencia musical (en donde el referente indígena no desprovisto de su fase sacramental ligada a la iglesia prevalece) formas de hacer oír una voz acorde con su situación nacional. En ese sentido, una situación nacional signada por la oposición a los efectos que la Guerra Fría tenía sobre los territorios latinoamericanos. Y con guiños que eran complicidades simbólicas al proceso cubano. El rock de los noventas retomará en lo musical mucha de esa búsqueda que los folkloristas hicieron en su época (baste ver a Café Tacuba de México, Los Tres de Chile o Aterciopelados de Colombia), aunque también la exploración de sendas que apuntaban a lo urbano como transformación de una realidad latinoamericana que ya no quería ser específicamente urbana se nota en propuestas que aluden a los barrios y los saberes de la gran ciudad (Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio en México, Los Fabulosos Cadillacs en Argentina) y, más allá, los que reflejan cómo las influencias que provenían sobre todo del rock inglés y norteamericano se convertía en referente para crear algo que era híbrido, como el mundo que les había tocado habitar (Caifanes en México, Soda Estéreo en Argentina, La Ley en Chile). La mayoría de ellos llega al éxito comercial y las giras internacionales se animan con esa identidad exótica que planteaba un lenguaje en esencia universal, el rock, con la descripción de una situación sociopolítica específica: América Latina. Otros eventos acelerarían esa búsqueda.
Las década de los noventas trajo para América Latina una serie de acontecimientos que reconfiguraron su autoconcepto de identidad. Tal vez el que más resonancia tuvo por su referencia a la historia colonial haya sido el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en el estado mexicano de Chiapas. Alrededor de la idea de revolución, por lo demás una idea perenne y permanente en el imaginario latinoamericano, la reivindicación indígena arrastró tras de sí una serie de canciones, grupos y acciones que le daban dinamismo a un reclamo ancestral que se dejaba escuchar en un tiempo que no sincronizaba, precisamente, con el tiempo en que se hacían los reclamos. Esa falta de sincronía, el aviso de ingreso de México al Primer Mundo el mismo día que indios armados con palos reclamaban sus derechos, es una de las cuestiones que resalta en un alto contraste que pretenda explicar la explosión de manifestaciones que buscaban reafirmar (o reconstruir) una identidad musical que había sido sometida a los designios del mercado internacional de la música pop, o al reciclaje de las diversas manifestaciones del folclor de cada región. Más allá de esa inclusión de lo festivo, otro cliché de lo latinoamericano, conviene detenerse a pensar en los discursos líricos que tal proceso trajo consigo.
Una frase del subcomandante Marcos sintetiza de manera inmejorable la relación que los latinoamericanos han establecido con las comunidades sobrevivientes de culturas que remontan sus orígenes a la época prehispánica: “Nos enorgullecemos de nuestros indios muertos, pero rechazamos a los indios vivos”. Es decir, muchos de los discursos de apropiación de lo indígena a la identidad latinoamericana pasa más por la fascinación de las grandes civilizaciones (tanto las del altiplano mexicano como las de la región de los Andes) que por una comprensión profunda de las necesidades actuales de esas comunidades dentro del marco de comprensión del capitalismo contemporáneo.
Durante la década de los noventas, la imagen del indio se estableció en la del natural despojado y abusado, en la del indio que estaba consciente de su situación y se alistaba para ir a la revolución. Idea que en la América Latina posterior a la Revolución Cubana quiere decir “tomar las armas”, aunque entre el historial de rebeliones indígenas que pueblan la crónica de la región se cuenten más fracasos que triunfos en regla.
La presencia del EZLN en ese final del siglo XX quedó signado por la grabación de un disco cuyas ganancias se destinaron, según esto, a apoyar el movimiento. Juntos por Chiapas se llamó ese material que incluía canciones de artistas de todo el continente: Paralamas do Sucesso de Brasil, Los Tres de Chile, Café Tacuba, El Tri y La Maldita Vecindad de México, Fito Páez, Charly García, León Gieco, Mercedes Sosa, Illya Kuryaki & The Valderramas, Andrés Calamaro, Divididos y Los Guarros de Argentina. La inclusión de Mercedes Sosa y León Gieco pone en evidencia la influencia que ese rock latinoamericano noventero tuvo con el Canto Nuevo y demás versiones. Hoy es un material prácticamente inconseguible.
El rock que se hace actualmente en América Latina ha crecido en las posibilidades de su ejecución técnica, ha perdido, en cambio, en la exploración de los elementos que lo puedan acercar a sus referentes nacionales o regionales. La etiqueta de lo indie como lo que se ubica fuera del mainstream tiene la misma eficacia que tuvo la etiqueta de lo alternativo durante los noventas. Al final, y si se toman en cuenta los contextos temporales y espaciales específicos, la mayoría de las manifestaciones musicales terminan, mientras buscan un reconocimiento más amplio, en los terrenos de la industria establecida.
“Los indios que murieron en el Sur/ andaban de rebeldes pidiendo manicure”, dice Resorte en una de sus canciones. “Hombre blanco, mi mente no está en blanco/ ¿cuántos indios más deben morir?”, alegan los muchachos de Illya Kuryaki & The Valderramas. “Buscar, buscando la luz/ en medio de la noche/ del lado del olvido/ ¿cuántos siglos han pasado?/ ¿cuánto dolor olvidado?”, cuestiona Santa Sabina. “Yo tengo sangre americana/ de una América que estaba antes del nombre”, apunta desde Colombia el grupo Bacilos. “¿En dónde se paró el águila, parientes de Hernán Colón?/ Ay, jijos de La Llorona y jijos de Santo Clós”, cantaban desmadrosamente los músicos de Botellita de Jerez. “El tlatoani del barrio era de La Lagunilla/ […] bailaba cha-cha-chá y mambo/ y el nuevo ritmo del rock & roll”, apuntan con luces, quizás no sospechadas, unos versos de Café Tacuba.
Los noventa empujaron, en un ejercicio que no se había hecho de manera abierta en ninguna otra época, la posibilidad de la memoria. Y uno de los campos donde ésta se ejerció fue en el rock. Más que nunca se exploraron los eventos que nuestros países habían vivido de manera traumática en las décadas anteriores e inmediatas. Se permitió la referencia casi literal en donde lo más que se había conseguido era la transgresión por medio de la metáfora sumamente elaborada. Se abordaron los horrores de las dictaduras, las de antes y las que corrían, la corrupción de los gobiernos, los dramas de la migración. Y sin embargo, a pesar de toda la euforia catártica que generaban, quedaron en propuestas pasteurizadas casi de origen.
“Madre ponme en la chaqueta las medallas/ los zapatos ya no me los puedo poner/ mis dos piernas se quedaron en Malvinas/ el mal vino no me deja reponer”, dice Fito Páez en Argentina. “Esas calles se nublaron, se perdieron en la sombra/ del remordimiento que ahora te hace caer/ y yo quiero que te caigas, y que caigas de rodillas/ te escupan en la cara y que sepas morir”, apuntan Los Tres en Chile. “Ha llovido tanto después de ese paso/ del famoso caso del fifty nine/ esto no es un insulto/ creo que ha llegado el punto/ que se moviese un poco esta city life”, frasean los Orishas en Cuba. “Nadie vio a los muertos de Irak/ en sus pantallas/ ¿cuántos serán?/ ¿Fuego artificial o son bombas que estallan?/ se ven igual”, susurraba Seru Girán. “Gente que vive en la pobreza,/ nadie hace nada porque a nadie le interesa/ la gente de arriba te detesta/ hay más gente que quiere que caigan sus cabezas./ Si le das más poder al poder,/ más duro te van a venir a coger”, sentencia siniestramente Molotov.
En los años sesentas los charros mexicanos se enfrentaban a los rockeros en películas en donde la moral estaba en la idealización de lo que de rural quedaba en el imaginario colectivo del cine de la época de oro. En el Sur las dictaduras perseguían a los chicos con pelo largo y los despelucaban en ceremonias públicas y humillantes. En lugares insalubres y cuasi-clandestinos se refugiaba el rock básico que sonaba más a blues y troca descompuesta que a rock psicodélico: hoyos fonquis les llamaron en México. En otros lugares, la metáfora alcanzó niveles de expresión oracular de tan oscuros que eran sus mensajes a fin de sortear los filtros de la implacable censura. Todavía en los ochentas, militares a caballo vigilaban la salida de conciertos de un rock que hoy nos parece naive, pero que en aquel entonces generaban macanazos a diestra y siniestra. En ningún país de América Latina se pudo montar en escena, en la época de su mayor auge, Jesucristo Súperestrella: fue calificada de blasfema porque los actores cantaban rock y tenían el pelo largo. En los noventas explotó el rock en América Latina: inundó las radios, las salas de conciertos, los oídos europeos y norteamericanos. Después se confundió con todo y se desvaneció. Hoy sobreviven los fantasmas de algo que, en realidad, nunca fue lo que se propuso. O lo que sus escuchas creíamos que se proponían.
“La sal no sala/ y el azúcar no endulza”, canta al final un inmortal Charly García.~
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