Surcos
«Los espacios los crea el peatón, impelido por el deseo, al caminar por la ciudad como si fuera una extensión de los surcos que porta en su inconsciente. El desamparo que provoca el sentimiento de estar perdido o de no encontrar lo que se busca arraiga el deseo y lo tinta de angustia, lo cual acicatea al peatón a continuar su andanza.» Un ensayo de MaryCarmen Castillo.
Andábamos sin buscarnos pero sabiendo
que andábamos para encontrarnos.
—Julio Cortázar, Rayuela.
Como muchos otros antes de mí, yo había estado cometiendo el error de tratar al inconsciente indistintamente como un sustantivo (una cosa más) o peor aun, como adjetivo, siendo, como es, que se trata de un sistema entero que no puede ser sólo la particularidad o rasgo de otra cosa. El porqué de este error lo encuentro en el mal uso generalizado del término «inconsciente», así como a la falta de conocimiento respecto a la obra de Sigmund Freud en primera instancia, y en segunda y mucho más importante, porque el inconsciente en tanto parte fundamental del aparato psíquico, tiene como natural suyo la imposibilidad de acceder directamente a él. Hablamos, pues, de algo que nos constituye y que, por estar, es.
Aquí cabe engarzarnos con un asunto que interesaba en gran medida a Michel De Certeau: lo que es, distinto de lo que está, a través de una teoría sobre los lugares y los espacios que desarrolla en su libro La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer. La relación que dicha teoría tiene con el inconsciente es muy cercana, ya que el sistema inconsciente tal como lo plantea Freud implica, al Yo y al Ello en una relación a nivel dinámico. Para Certeau el Yo es «aquella parte del ello que fue modificada por la proximidad y el influjo del mundo exterior, instituida para la recepción de estímulos y la protección frente a estos»[1]. Se desprende de esto la existencia de un sistema Percepción-Conciente que es el que recibe los estímulos del exterior. Y es a través de este sistema que el aparato psíquico construye lo que va a entender por «mundo exterior»; aquí es fundamental el entendimiento de que no existe nada como una realidad externa común, única e igual para todos, sino que cuando Freud habla de «mundo exterior» se refiere siempre a una construcción del aparato psíquico, el cual no tiene acceso a ese mundo «real».
Dice De Certeau que los lugares son «apenas nombres» y aquí recuerdo el texto de «Caníbales», donde De Certeau dice que es Otro, este extranjero que pretende saberlo todo y entender al «salvaje» aunque ni habla ni piensa en su lengua, sino sólo porque está ahí y lo está mirando. Lo malo es no se limita a mirarlo, sino que lo invade con su manera de observar que más temprano que tarde da lugar a la imposición de nombres.
Así es como habitualmente les es asignado su nombre a los lugares por los que transitamos a diario. Pero al andar, las personas «trasgreden» el lugar y lo vuelven espacio al caminarlo, al recorrerlo; lo modifican, le dan sentidos que antes no tenía y lo convierten finalmente en una escritura: «la calle geométricamente definida por el urbanismo se transforma en espacio por intervención de los caminantes. Igualmente, la lectura es el espacio producido por la práctica del lugar que constituye un sistema de signos: un escrito.»[2]
Como si el andar mismo creara surcos.
El propio De Certeau dice que los espacios y la escritura de los caminantes («enunciación peatonal», las llama De Certeau) se distinguen por lo presente, lo discontinuo y lo «fático»[3] –esta función poética que sirve para mantener abierto el contacto entre hablantes–.
Aun más: De Certeau dice que la única forma de restaurar los espacios a su forma original de lugares es a través de las tumbas de los caminantes-peatones transgresores. Así, el lugar es lo que tiene un nombre impuesto por otro-constructor que no está, pero al que se le intuye a través de su obra, el mismo que impuso un nombre que el peatón quizá use pero que no asume como propio y al que acabará por darle un nombre dinámico («la calle en la que conocí a Fulano», o «la calle en la que vi tal cosa» o «la banca de Reforma donde estuvimos platicando» y en éste último ejemplo vemos un ejemplo de uso del nombre del lugar pero enunciado en forma motora, pues se refiere a un espacio).
El peatón como un trasgresor que habrá de remediar su atrevimiento con su propia muerte: su tumba le devolverá al lugar su sentido unívoco y ominoso: el del lugar del Otro.
Esto es impresionante; desde aquí hay mucho que pensar. Por ejemplo: los espacios llamados «comunes» –léase plazas, parques, zócalos– han sido construidos por «Otros», de manera que las personas caminamos siempre por lugares que nos son ajenos, a los que no pertenecemos y de los que, sin embargo, nos apropiamos a fuerza de caminar por ellos; el doctor Mendiola decía incluso que el mundo existe porque nos movemos a través de él, de manera que el mundo es una suerte de extensión y casi de prótesis de mí, y yo soy una extensión y prótesis del mundo. Y es que dice De Certeau que un espacio es «un cruzamiento de debilidades […] el espacio es un lugar practicado»[4]; los lugares se identifican; los espacios se realizan.
En este sentido, sabemos que el Yo del que habla Freud se identifica con los objetos a los que el Ello no renuncia y De Certeau es muy claro respecto a que cada caminante decide su rumbo, crea atajos, se prohíbe a sí mismo caminar por lugares por los que en realidad sí hay acceso, pero él no se lo permite. Considero que aquí la elección del sujeto respecto a los trazos que crea en su andar se deben a las propias huellas impresas en el inconsciente, a la persecución de espacios y ausencias: «Andar es no tener un lugar. Se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio.»[5] y más adelante, ofrece en su lectura de Maurice Merleau-Ponty la conclusión de que «un movimiento siempre parece condicionar la producción de un espacio y asociarlo con una historia.»[[6]]
Es así que el lugar construido por Otro, en el cual los peatones somos una masa de extraños/extranjeros que por artes del andar (una mezcla de «sueño» y percepción)[7], lo hacemos nuestro, lo construimos al movernos a través de él, mediante una serie de movimientos dictados al yo desde el inconsciente, bajo reglas oscuras que siguen su propia lógica: «por aquí sí», «por allá no», y creamos, a través de una escritura sin palabras sino hecha de pasos y deseos, un mundo ficcional, una auténtica invención de nuestro paso por espacios tan cotidianos, que ni siquiera solemos prestarles atención, más que para ubicarnos espacial y temporalmente, como cuando nos citamos con alguien usando las palabras: «nos vemos en el café de siempre».
En cuanto a las trayectorias de los peatones como escritura, cabe destacar que el inconsciente ni tolera el acto del habla, ni mucho menos la escritura, ni se deja ver de frente; en efecto, el inconsciente sólo es cognoscible desde el rastro que deja. Y, sin embargo, porta su propia escritura en forma de surcos; más que letras, hablamos de una escritura inscripta, trazada, dibujada sobre la piel de la ciudad. Así, la ciudad caminada, la ciudad como espacio compuesto de lugares practicados por los peatones conformarían en el aparato psíquico de cada andante su mundo exterior.
Es pues interesante observar cómo a la escritura del nombre propio, compuesta de palabras –«esas perras negras», las llamaba Cortázar– que encarcelan el sentido y le ponen límites a las cosas, como si fueran aisladas, se contrapone la escritura del que anda. Ahora bien, el andar es promovido por un deseo, por una ausencia; algo que está perdido y, sin que el sujeto lo sepa, es irrecuperable; y es precisamente porque no lo sabe que lo busca, incansablemente: el Paraíso, posible únicamente por estar Perdido, irremisiblemente.
En realidad, todas las cosas, una vez que atraviesan el tamiz de los sentidos, una vez percibidas, se cuelan hasta el inconsciente y ahí es donde verdaderamente cobran existencia y sentido, dejando surcos trazados sobre el propio inconsciente, que por ser lo que es, no discrimina entre las cosas percibidas, sino que todo entra, en principio, con la misma relevancia. Las cosas son investidas en el inconsciente por la relación que establecen con otras ausencias que ahí yacen en forma de huellas. Es la relación entre las cosas representadas, las ausentes, las percibidas, es, insisto, la relación entre ellas lo que le da forma a nuestra psique; para cuando vemos esas cosas afuera, en lo consciente, y las etiquetamos con un vocablo, la cosa en cuestión ya trae una cantidad impresionante de anudamientos, guiños, reflejos: de este material es que están hechos nuestros andares.
Con base en estas peculiares reflexiones, podemos concluir que no existen, para empezar, los «espacios» de Otro, sino sólo lugares construidos y nombrados por ese Otro; y aquí cabe poner el dedo en la llaga respecto al hecho de que todos somos un «otro» para los demás; así que, o bien lo que somos es una suma de «yos», y ningún «otro», o bien no hay un principio real de individuación llamado «yo» sino tan sólo muchos «otros» que confluyen entre sí, como ríos.
Así, pues, los espacios los crea el peatón, impelido por el deseo, al caminar por la ciudad como si fuera una extensión de los surcos que porta en su inconsciente. El desamparo que provoca el sentimiento de estar perdido o de no encontrar lo que se busca arraiga el deseo y lo tinta de angustia, lo cual acicatea al peatón a continuar su andanza.
Por lo visto, tendemos a reproducir, siempre que podemos, la forma en que estamos escriturados; escribimos en renglones, como surcos; dibujamos y pintamos en trazos; todo nuestra manera de entender el mundo exterior es un reflejo de nuestro aparato psíquico; de modo que muy probablemente el mundo sea una extensión de nosotros mismos, el cual sólo aparece como existente en el momento en que me muevo por él.~
Bibliografía
[1] Freud, 31ª conferencia: «La descomposición de la personalidad psíquica», Vol XXII, Amorrortu.
[2] Certeau, La invención de lo cotidiano, trad. Alejandro Pescador, México, UIA, 1997, p.129
[3] Ibíd, p.110
[4] Ibíd., , p.129
[5] Ibíd., p. 116
[6] Ibíd., p. 130
[7] Cf. Loc. cit.
Certeau, Michel De, La invención de lo cotidiano, trad. Alejandro Pescador, México, UIA, 1997.
Certeau, Michel De, El lugar del otro. Historia religiosa y mística, Buenos Aires, Katz, 2007.
Freud, Sigmund, 31ª conferencia: «La descomposición de la personalidad psíquica», Vol XXII, Amorrortu (versión electrónica de Psikolibro).
Freud, Sigmund, Más allá del principio del placer, Vol. XVIII, Amorrortu (versión electrónica de Psikolibro).
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