Rimbaud era punketo
Un texto de Fernando Corzo /intervención de Ernest Pignon
PATTI SMITH, QUIEN se dio a conocer en 1975 con su álbum Horses, ya lo ha dicho: “Arthur Rimbaud fue el primer niño del punk-rock”. La afirmación viene de la “madrina del punk”, es decir, de alguien que tiene autoridad para hablar de aquellos salvajes que llegaron a intimidar a las familias tradicionales por su aspecto rudo y sus feroces gritos de ángeles en rebeldía. Pero también de alguien que, por ser ella misma poeta, tiene la autoridad para hablar sobre poesía. Arthur Rimbaud, el más grande de los niños terribles del punk, se adelantó varios años a Iggi Pop y sus bailes de poseso en el escenario; antes que el pelirrojo de los Sex Pistols, ya había escandalizado a la sociedad de su tiempo con su feroz aspecto y su actitud amenazante; Como The Clash, su voz indignada cantó en la Comuna, junto a los oprimidos, versos como estos: “industriales, príncipes y senados: / ¡pereced! Poder, justicia, historia: ¡abajo! / Esto se nos debe. ¡Sangre! ¡Llama de oro! / ¡Mi espíritu he entregado a la guerra, a la venganza, / al terror! Volvamos a morder. ¡Ah! Pasen ya / repúblicas de este mundo! Emperadores, / regímenes, colonos, pueblos. ¡Ya basta!”; y con un coqueto rubor en sus mejillas, se presentó a sí mismo “como una mujer arrodillada…”, derrotada, viendo cómo el mar le traía “flores de sombra de amarillas ventosas”, con lo cual estaba dándole a su imagen ese toque afeminado que nos recuerda a David Bowie, a los integrantes de los New York Dolls o, para llegar a las riberas del post-punk, a Genesis P-Orridge, miembro de Throbbing Gristle.
Su rebeldía fue total, empezando por su imagen. “Físicamente –nos dice Verlaine, de quien se sabe fue su amante–, era alto, bien conformado, casi atlético, con una cara casi perfectamente ovalada de ángel en el exilio, el pelo castaño en orden, los ojos de un azul pálido inquietante”. El aspecto era el de un gañan campesino, pero a su amante, que lo superaba en más de diez años, le parecía que “tenía un lindo dejo del terruño”. Todos los caracteres están impresos en la fisonomía del poeta, sólo basta buscar una foto. Alguna vez uno de sus profesores se sintió incómodo ante el genio, intuyó el signo trágico en el rostro del joven: “Sí. No hay duda de que es inteligente, pero acabará mal (…) Hay algo en sus ojos y en su sonrisa que no me acaba de gustar. Ya verá cómo acabará mal”. En las fotos del siglo XIX rara vez vemos caras sonrientes, pero la foto del poeta, como la Baudelaire, es realmente inquietante.
Harto de su familia, del ambiente pueblerino de Charleville, sin decirle nada a su “Mother” –así solía llamar a Madame Vitalie, una arpía que torturaba a sus hijos por cualquier pequeñez–, cuatro veces viajó a París, tres veces vagabundeó hasta Bruselas y una vez llegó a Londres. Iba a pie siempre que podía. Iba por ahí, escupiendo al suelo, maña odiosa de los fumadores, ingeniándose la manera de burlarse del mundo, o rumiando su “fastidio, dulce como el azúcar en la dentadura podrida”. Pese al hastío que demuestra casi siempre, era un joven que sabía disfrutar de los goces de la vida. En uno de sus poemas nos cuenta que después de caminar ocho días y de haber destrozado sus botines con los guijarros del camino, se sentó a tomarse un chop de cerveza, a comerse un sándwich y a disfrutar con sus ojos de las tetas enormes de la chica que lo atendía. ¡Cuánto hubiera gozado ese poeta de apenas diecisiete años escuchando a The Cramps! Luego seguiría su camino, cual vagabundo era, “con los puños en sus reventados bolsillos” y –la finura y sutileza de sus versos sorprende– con su paletó que “se convertía en ideal”, es decir, con su abrigo hecho una miseria. Si hubiera vivido en nuestros tiempos, lo encontraríamos en el subte de alguna ciudad del mundo, inyectándose el infierno vía intravenosa.
Movido por un odio visceral por el orden constituido, desde su más temprana juventud Rimbaud hizo todo lo posible por molestar a las autoridades. A pesar de ser un genio, manifiesta no sentirse a gusto con el estudio. Con apenas ocho años escribirá su primer manifiesto revolucionario, más incendiario incluso que lo hecho por The Ramones en Rock & Roll High School:
¿Por qué –me decía a mí mismo– aprender griego y latín? No lo sé. A la postre, no se necesita. ¿Qué me importa a mí ser aceptado? ¿Para qué sirve ser aceptado? ¿No es cierto que para nada? Y sí, empero: se dice que no se tiene un buen puesto hasta no ser recibido. Pero yo no quiero un puesto; seré rentista (…) ¿Por qué aprender historia y geografía? Es cierto que es necesario saber que París está en Francia, pero no se suele preguntar a qué grado de latitud (…) ¿Qué me importa a mí que Alejandro fuera célebre? Qué me importa… (…) ¡Ah, saperlipotte de saperlipopette!, ¡mierda!, yo seré rentista.
La primera impresión que causó cuando llegó a París no fue lo que se dice buena. Llega, invitado por los poetas parnasianos, a la casa del suegro de Verlaine, donde es criticado por su extrema delgadez, por su burda y sucia vestimenta y por su cabello desgreñado. Además, su lenguaje procaz y su insolencia no era lo que se esperaba de un poeta que prometía tanto. La familia de Verlaine tendría razones de peso para desconfiar de ese pequeño demonio que en corto tiempo acabaría con el matrimonio.
Ni siquiera los poetas parnasianos que lo acogieron en París se salvaron de su rabia infrahumana. Los excesos y los escándalos de Rimbaud no fueron vistos con buenos ojos. Nadie, excepto Verlaine, estuvo dispuesto a soportar sus juergas y orgías, ni su actitud desdeñosa, ni su arrogancia; lo cual se puede percibir con toda claridad en el cuadro Un rincón de la mesa, de Fantin-Latour, dónde vemos al desmelenado y simpático muchacho dándole la espalda a los parnasianos más renombrados y ofreciéndole su rostro angelical exclusivamente a su amante. Sólo por mencionar una de tantas insolencias, una noche, cuando Jean Arcaid leía unos poemas suyos para los principales poetas del momento, Rimbaud, completamente ebrio, finalizaba cada verso con la palabra “mierda”.
No pocas veces dedicó poemas hirientes a los poetas parnasianos, de quienes se burlaba por sus rimas cursis y su vida acomodada de salón. A Banbille, por ejemplo, le cantaría estos versos con una sonrisa socarrona: “¡Sírvenos, oh picaruelo, bien lo puedes, / en un plato de espléndida plata dorada / guisos de lirios suruposos / mordiendo nuestras cucharas de Alfenide!”.
Por supuesto, tanta insolencia hace parte del proyecto estético que desarrolló durante su corta carrera literaria. De Baudelaire, a quien llamaba su dios, aprendería a embriagarse de vida: “Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que les rompe los hombros y los inclina hacia el suelo, tienen que embriagarse sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que quieran. Pero embriáguense”. “Más obstinado que la mente de un niño”, buscó llegar, por medio del desarreglo de todos los sentidos, a la videncia. Para ello debía desviarse del camino del burgués, es decir, del buen camino, ese que nos lleva a tener un buen trabajo, a conformar una familia adorable, a tener una seguridad económica envidiable. Debía convertirse, utilicemos las palabras de Eskorbuto, en la calaña, o “en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito, -¡y el supremo sabio!”, esto último por haber logrado llegar a lo desconocido. La idea era alcanzar lo que se cree imposible. Así llegó a ver los paisajes más alucinantes que la literatura y el arte han podido brindarnos, “a ver lo que el hombre creyó ver”, incluso el futuro. Esa, en esencia, tiene que ser la tarea del poeta: mediante un aprovechamiento de la tradición, éste debe llegar a lo nuevo, alcanzar una nueva visión de la vida, inventar nuevamente el amor. “Yo es otro”. Para Claudel, Rimabaud era “un vidente en estado salvaje”.
Lo conseguido por Rimabaud a ojos de la gente de bien, por supuesto, será sólo un sueño de drogado. Pocos estarán dispuestos a meter las manos en la candela por ese inadaptado, por ese neurótico, por ese psicópata. Dirán ellos: “¡Que se salve a sí mismo! ¿Cómo puede salvar a otros si es incapaz de salvarse a sí mismo?”
Nos dice Henrry Miller en El tiempo de los asesinos –una obra que vale la pena consultar para entender el carácter de Rimbaud–, que así como existe el tipo Hambleth y el tipo Fausto, existe el tipo Rimbaud. Éste último es el “anormal”, el que no encaja en ninguna parte, el que se revela. El punketo es precisamente ese tipo de persona que va en contra del conformismo y que por ese motivo es visto como el bicho raro de la sociedad. El punketo grita con el puño del anarquista en alto: “¡Soy antitodo!”, “¡Mucha policía, poca diversión!”, “¡Somos las flores arrojadas a la caneca de basura!”, “¡Somos el veneno en la maquinaria humana!”. Tanta rebeldía, por supuesto, se paga con el desprecio del mundo. Todo punketo es atormentado por un águila que le picotea el hígado, como le sucede a Prometeo encadenado.
El mundo requiere ciudadanos domesticados. No quiere originalidad. Lo que necesita es esclavos que no levanten la cabeza. Necesita burócratas que cumplan horarios de trabajo y callen con una sonrisa estampada en la boca. Los punketos no se sienten cómodos bajo esas circunstancias, de ahí que los expulsen siempre del colegio, del trabajo, los saquen a patadas del bar, la policía los golpee, el papá los deteste… Ya que no encuentran trabajo decente, los vemos de albañiles, cavando zanjas, cargando bultos de artículos de primera necesidad. Quien conoce la vida de Rimbaud sabe perfectamente que él haría lo suyo: refunfuñando contra el mundo, renegando incluso de la literatura, se marchó a Abisinia a contrabandear café, armas y esclavos. Siempre fue un inadaptado. Siempre tuvo el deseo de huir de casa, del pueblo en que vivía, del país en el que le tocó nacer, del continente, de la civilización occidental. Le bastaron dos años, de los dieciséis a los dieciocho, para crear grandes obras que revolucionaron la literatura moderna; es más, que revolucionaron la vida del mundo moderno. Pero al genio eso no le bastó para acabar con su inconformiso: decidió matarse, como Nerval, Lautramont y como muchos rock stars, pero a diferencia de éstos, decide ser un muerto en vida. Muchos le reprochan, entre ellos los surrealistas, que hubiera matado al poeta que era para dedicarse a buscarse la vida como comerciante, pero de haber continuado se habría traicionado a sí mismo.
Con toda la acritud que pudo, renegó del mundo occidental. Así fue como llegó a anticiparse al más burdo de los punketos, a ese desaseado que se deja la crin en la cabeza, símbolo de la fuerza y el vigor paganos: “Jamás fui de este pueblo; jamás fui cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo el sentido moral, soy un bruto”; “Me haré cortadas en todo el cuerpo, me tatuaré, quiero volverme tan horripilante como un mongól: ya verás, daré alaridos por las calles. Quiero volverme loco de rabia”.
El monstruo está pintado; saca la lengua con los puños metidos en las ingles y frunce el entrecejo. Ahora al lector le corresponde redimirlo o condenarlo.~
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