Oda al ocio

«Detrás de todo nuevo deportista, y de todo nuevo sicario, está una falla generalizada en la gobernabilidad, la representación y la democracia, algo, que no se remedia con sudor, sangre o discursos.» En este ensayo Miguel Aguilar Dorado explora el impacto de la violencia en la sociedad y como, dado que gobiernos no son capaces de asegurarnos la integridad, delegan la responsabilidad en los individuos.

 

AUNQUE PAREZCA OBEJTIVA, la violencia es una práctica situada culturalmente: donde unos ven tradición, otros ven carnicería; en donde unos ven patologías, otros aprecian muestras de cariño. Es decir, no existe una esencia de la violencia como pensamos: lo que en un lado es violento, en otro es una acción perfectamente ejecutable, comprensible y digna de defensa. Desde esa perspectiva, podemos entender a la violencia como un choque directo con la cultura particular.

En una lectura ideal, apegada a la definición anterior, todo acto violento, tendrá lugar exclusivamente en el espacio en el que termina el dominio de la cultura, e inicia el terreno de la ruptura, terreno que emerge luego del choque que desplaza y a veces destruye lo que la cultura cimentó. En esa tónica, la palabra violencia no puede estar ligada a la palabra cultura, ambas son mutuamente excluyentes. La lógica indica que dentro de los márgenes de una cultura dada no existe ejercicio de la violencia. Así entendemos la dificultad de encontrar a una cultura que se autodefina como violenta.

Sin embargo, el ejercicio de la violencia está más allá de los ámbitos de una cultura exteriorizada, de una cultura objetiva en la que están claramente definidos los límites en los que se puede o no, operar. Existen, por ejemplo, rupturas que se internalizan, escenarios carentes de sentido y eficacia dentro de la cultura, que a fuerza de repeticiones, se comienzan a leer como “normales”. Pensemos en prácticas institucionales, políticas o educativas, que en determinadas culturas, permiten de manera velada ataques sexistas o racistas, o actos como la segregación en barrios. Luego consideremos la génesis de éstas prácticas y quizá, sobre todo, su justificación en elementos que consideramos encumbran nuestra cultura: la moral, la ciencia, la religión. Tópicos que nos permiten, e incluso nos invitan, a terminar con lo anómalo.

Esa es la otra parte de la violencia, la de ser una práctica social con una intención: mantener o establecer un orden a través de acciones concretas contra objetos, mecanismos de relación social, o incluso el propio cuerpo, que no es sólo un ente biológico, también es un depósito de valores sociales (Bourdieu) que se pueden activar a partir de estímulos externos, es decir, un Cuerpo Político uno disciplinado (Foucault), capaz de hacer propios los símbolos del mundo social y reaccionar de una manera adecuada.

Esta internalización de normas y valores de conducta, también se da por medio de la coacción, la situación de patología conlleva a un castigo físico o mental, puedes ser ignorado o tildado de poco productivo si decides, que en lugar de camisa, usarás pintura para cubrir tu cuerpo. Todo aquel que no se somete a los mandamientos de la moda, es decir, que no vive en un estado de performatividad (Butler), rechaza un código compartido de interacción, y con él la pertenencia a algo más grande.

Algo interesante pasa cuando estamos sometidos a la constancia de la contingencia, es decir, al predominio de situaciones para las que no está internalizada la forma en la que el cuerpo debe de responder, y que tampoco la cultura alcanza a rechazar al ser emanadas de sus propias prácticas. Estas son las acciones que Butler denominó Performance, y que se tratan grosso modo, de experiencias de extraordinaria intensidad, en los que se privilegia la percepción sobre la interpretación, pensemos en las situaciones como las de día a día en México, donde se cuelgan cadáveres, se arrojan cabezas, se asesina, desaparece, secuestra, y se mutila. Estos actos tienen muchas lecturas, la primera es que el espectador puede observar personas reducidas a cuerpos desechables, eliminables, prescindibles, eso evidentemente genera reacciones, y más aún cuando el sujeto cae en cuenta que esa destrucción a la que asiste, no va dirigida exclusivamente a la víctima, también va para él mismo en una doble dimensión: le recuerda que puede ser víctima, y le habla de la posibilidad de ser testigo del sufrimiento ajeno.

Esto que parece tan velado, o que se piensa es sólo psicológico, tiene también estragos en las conformaciones culturales, las relaciones de las colectividades modifican sus formas de convivencia, pasamos del contacto en la seguridad, al contacto cuyo fundamento está en la certeza de que algo extraordinario puede ocurrir: es posible estar tomando un café y caer herido por una bala perdida, o ver un secuestro en marcha o tener que abandonar la conversación para protegerse de las esquirlas de una granada. Nuestras prácticas de comunicación y participación son interrumpidas y cambiadas por el encierro, por las salidas estrictamente controladas y por el constante temor.

Analicemos nuestras acciones en este contexto, partamos de pensar que la muerte es una constante, y que es claro que no tenemos futuro (Reyes), a lo cual sólo podemos responder leyendo el todo como una sucesión del ahora, eso afecta a los cuerpos, a su organización, a su funcionamiento.

Podemos ver al menos dos fenómenos claros: quienes optan por la autodefensa, generalmente armada: escuadrones de la muerte, policías “ilegales”, grupos de auto defensa, criminales antagónicos, etcétera; y quienes desprovistos de una certeza de vida, toman el cuidado de sí, como única alternativa: la proliferación de gimnasios, de corredores, de practicantes de yoga, puede ser visto desde esta arista, el boom por el culto al cuerpo, no se trata exclusivamente de un vuelco hacia el espíritu y la necesidad de mejorar la salud gracias a un análisis profundo, se trata más bien de un performance que tiene como objetivo recuperar la realidad, el mundo de la vida, tal y como se conocía.

A pesar de lo contradictorio que se lee, esta construcción social de un cuerpo más atlético, humano, sensible y sano, responde a una falta de seguridad que acentúa la necesidad de mantenernos con vida, por eso encuentro terrible la inauguración de canchas de futbol, de básquet, de gimnasios. Esa es una técnica usada con frecuencia en las guerras: enfatizar la importancia de la salud y de la condición física. Como los gobiernos no son capaces de asegurarnos la integridad, nos delegan la responsabilidad y hablan de regímenes individuales de auto cuidado, pero nunca hablan de problemas estructurales que son génesis y final.

Detrás de todo nuevo deportista, y de todo nuevo sicario, está una falla generalizada en la gobernabilidad, la representación y la democracia, algo, que no se remedia con sudor, sangre o discursos.~