“Literatura de monitos” y otras ideas erróneas acerca de la relación entre la narrativa gráfica y la literatura

Ideas erróneas acerca de la relación entre la narrativa gráfica y la literatura. Un texto de Édgar Adrián Mora

 

Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas.

Ray Bradbury, Farenheit 451

RAY BRADBURY, UNO de los autores de ciencia ficción más importantes de todos los tiempos, fue de los primeros intelectuales en levantar la voz en contra de lo que consideraba el avance indetenible de la cultura de la imagen dentro de un mundo letrado que se suponía ideal. En Farenheit 451, la televisión ha desbordado todas las formas de expresión artística y los libros son la máxima amenaza que se cierne sobre un Estado fascista cuya principal lógica es la del fuego. La lectura atenta contra la felicidad, afirma una de las tesis principales de los encargados del orden, y en ese sentido, la crítica y el pensamiento autónomo se convierte en una amenaza real para un Estado que finca en la hipnosis colectiva la posibilidad del control. Sin embargo, como apunta nuestro epígrafe, las historietas son tomadas como una cuestión inofensiva. Es decir como parte de una cultura que no puede amenazar de ninguna forma el orden establecido.

Bradbury estaba del lado de los pensadores que veían en las historietas una manifestación cultural que iba por el lado de hacerle el juego al poder. De plantear más posibilidades de alienación (en el sentido de masificación, de desaparición de un yo con libre arbitrio que pudiera cuestionar los mecanismos de administración de la violencia en un Estado de aparente paz). Los argumentos se conservan mucho más allá del año 1967, que es cuando se publica por primera vez la brillante obra de Bradbury. Miguel Ángel Gallo plantea, ya entrados los años ochentas, la inclusión de los cómics dentro de la llamada cultura de masas. No como parte de la cultura popular, la que tiene un proceso histórico que parte del pueblo, de la masa consciente de sí misma y que se niega a ser simplemente folklore. La diferencia entre una cultura popular, que emerge de “abajo” y una cultura masiva que se gesta desde el poder, es, en cierto sentido, otra forma de descalificar al cómic como manifestación cultural con posibilidades de transgresión por sí misma. Apunta Gallo:

La llamada “cultura de masas” o “cultura popular”, como su nombre lo indica, implicará la serie de productos culturales de una amplia difusión, puestos al servicio del comercio, con una pobre calidad artística. Algunos especialistas, como McDonald, Edward Shils, Umberto Eco, han desarrollado teóricamente una subdivisión más. El kitsch y la masscult. La primera es cultura de masas disfrazada de alta cultura, plagiaria de elementos digeridos tomados aisladamente de los logros vanguardistas o esotéricos. La segunda es decididamente masificada y uniforme, fácilmente asimilable y consumible. Kitsch (cursi), serían los Best Sellers, masscult las fotonovelas y los cómics.

Marshall McLuhan utiliza otro concepto para referirse al papel de los comics dentro de la cultura popular: el arte amable. A partir de éste, trata de argumentar en el sentido de que estas manifestaciones, al tener su origen y principal foco de atención dentro de la sociedad industrializada, pierden su posibilidad crítica o de transformación de los supuestos que le dan origen. El arte amable funciona como puro entretenimiento, pero no consigue, desde la perspectiva de McLuhan, trascender más allá de lo que sus capacidades de género bastardo e incompleto le permiten.

Por otra parte, el arte “amable” tiende simplemente a eludir y desaprobar los modos gritones de acción en el seno de una sociedad con una definición poderosamente alta o “burguesa”. El arte amable es una especie de repetición de las acrobáticas hazañas especializadas de un mundo industrializado. El arte popular es el payaso que nos recuerda la vida y posibilidades que hemos omitido en nuestra rutina cotidiana. Se aventura a poner en escena la rutina especializada de la sociedad, actuando como lo haría un hombre íntegro. Pero el hombre íntegro es totalmente inepto en una situación especializada. Ésta es, al menos, una manera de llegar al arte de las historietas y al arte del payaso.

Ese prejuicio es el mismo del que no ha podido desprenderse la historieta en una época en la que existen obras como The Watchmen de Alan Moore, ganadora del prestigioso premio Hugo, considerada como una de las cien mejores novelas del siglo XX por la revista Time Magazine. En el mejor de los casos, el cómic es referido como un producto que refleja a una parte de la sociedad, pero cuyo valor artístico sigue en entredicho. “Literatura de monitos” implica una clasificación que pone por debajo al cómic de la “literatura de a de veras”. Udo Jacobsen clasifica las relaciones que pueden establecerse, en términos tanto formales como de contenido, entre la literatura y el cómic al establecer tres posibles formas de abordar estas conexiones:

Primer casillero: escritores que han realizado cómics (los han escrito y/o los han dibujado) e historietistas que han escrito (normalmente guionistas o guionistas /dibujantes).

Segundo casillero: adaptaciones de obras literarias a cómics (en este punto me remití a algunos favoritos sin tomar en cuenta, de manera irresponsable, aquellos casos más normales que enuncio en este espacio acotado para dejar mi conciencia tranquila: a) adaptaciones de pulps o literatura de consumo masivo, como Conan, el bárbaro de Robert E. Howard o las novelas de Zane Grey; b) adaptaciones de obras clásicas o de consulta escolar, como La Odisea o El Cid campeador; c) adaptaciones de obras cult que ofrecen interés literario, como Frankenstein o Informe sobre ciegos).

Tercer casillero: cómics que revelan el traspaso de recursos y mundos literarios o que aportan interesantes innovaciones narrativas. A ellos podrían acompañarles todas aquellas obras literarias que, de algún modo, hacen uso de recursos nacidos o fuertemente enraizados en el cómic. Respecto de este último punto me considero lo suficientemente ignorante como para solicitarle al lector especializado que recurra a sus propios conocimientos para ubicar los casos. Aquí van algunos datos de guía respecto de los cómics para que el lector entienda qué es lo que debe buscar: estereotipos de personajes, situaciones límite constantes, uso de onomatopeyas, tendencia al uso de la elipsis, cierta caricaturización típica de algunos cómics de humor satírico, animales antropomórficos, etc. En todo caso, y con cierto cuidado, me atrevería a mencionar las posibles relaciones existentes entre los cómics de Guido Crepax y las novelas de Alain Robbe-Grillet.

A pesar de que se intente matizar dicho prejuicio, las bases que lo fundamentan sigue teniendo ese tufo de inclusión a sabiendas de su inferioridad. Paco Ignacio Taibo II lo mencionaba en la introducción a un libro que daba noticias de la realización de un congreso realizado en México en el que trataba de desentrañarse las posibilidades del cómic como objeto de estudio.

Satanizada por los más, la historieta no ha tenido en los estudiosos de la comunicación, ni demasiados defensores apasionados, ni siquiera serios objetores. Su condena a priori, su inserción en los avernos de la “subliteratura”, prejuzgan y determinan qué tipo de aproximación puede esperar de la inteligencia local.

Pareciera, en este sentido, ocioso tratar de justificar al cómic como un objeto de estudio “serio”. Terenci Moix lo pone en términos transparentes: “¿Cómo pensar en el cómic si no es en términos de vulgarización literaria y, en última instancia, usurpador de los derechos históricos de la Madre Literatura?”.

Sin embargo, el cómic comienza a cuestionar estos supuestos desde la propia creación. Desde el interior de las páginas de sus obras, se plantean tesis que amenazan, éstas sí, con subvertir, en cierto sentido, los supuestos de “inferioridad” del cómic con respecto de su referente inmediato: la literatura. Apunta Joaquim Marco: “El cómic se acerca a la literatura, no sólo por su forma de divulgación ―la imprenta―, sino también por su carácter literario, ya que va generalmente acompañado de texto. Sin embargo, no quisiera insinuar que el cómic constituya un nuevo género literario, ni tan siquiera que la literatura y el cómic puedan sostener en un futuro inmediato relaciones serias”.

Parece que la contradicción principal de pensar a los cómics como objeto de estudio se encuentra en esa contraposición casi natural: Literatura (preexistente, perteneciente a la alta cultura, con derecho de piso); y cómic (relato que se subordina a la imagen y, en esa conjugación bastarda, pierde su valor como objeto artístico). Y cuyas metodologías son, incluso, distintas. Por ejemplo, menciona Marshall McLuhan: “[…] el novelista francés Stendhal dijo: ‘Yo me limito a implicar a mi gente en las consecuencias de su propia estupidez, y luego les doy sesos para que puedan sufrir’. Al Capp [creador de Li’l Abner] decía, en efecto: ‘Yo me limito a implicar a mi gente en las consecuencias de su propia estupidez, y luego les quito los sesos para que no puedan hacer nada para remediarlo’”.

Sin embargo, el cómic es y no es literatura. Es una manifestación que busca, y encuentra, su propia forma de expresión. Sus propios signos y su propio lenguaje. La tensión entre imagen y texto nos lleva a plantearnos la dificultad de interpretar el objeto cómic con las herramientas de uno o de otro. Bien lo dice Pablo de Santis: “Al enfrentarnos con las historietas nos tientan dos modos posibles de lectura. El primero: la historieta como relato. El segundo: la historieta como productora de imágenes”.

Conviene que detenernos para mirar en retrospectiva el momento en que el cómic pasó de ser un objeto que podía describirse en términos “históricos”, es decir en términos de descripción de su desarrollo dentro de la cultura de masas, y comenzó a configurarse como una manifestación autónoma que tenía que diseccionarse con herramientas distintas. En este punto es en el que dejamos atrás la opción monocromática de utilizar elementos de análisis de la literatura para interpretar el cómic y configuramos la idea de generar un código propio del medio que tratamos de explicar. Ahí está la palabra clave: medio. El cómic no puede analizarse con la lógica de la literatura porque su proceso histórico y de inserción dentro del campo cultural no coincide con el proceso literario. Tiene más puntos de acercamiento con el nacimiento de los Medios Masivos de Comunicación. Y nace, en ese sentido, como una manifestación asociada a éstos.~

 

Fuentes referidas

Miguel Ángel Gallo, Los cómics: un enfoque sociológico, México, Quinto Sol, 1986.
Marshall McLuhan, La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, México, Diana, 1989.
Alan Moore y David Gibbons, The Watchmen, New York, DC Comics, 1986-1987.
Time, “100 Best Novels 1923 to the present”, http://www.time.com/time/2005/100books/.
Udo Jacobsen, “Cómic y literatura”, www.ergocomics.cl/sitio/index.php.
Paco Ignacio Taibo II, “Introducción”, El cómic es algo serio, México, Eufesa, 1982.
Terenci Moix, Historia social del cómic, Barcelona, Bruguera, 2007, p. 90.
Pablo de Santis, La historieta en la edad de la razón, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 12.