Las flores del Mall

Uno de los fenómenos más interesantes de lo contemporáneo tiene que ver con la forma en que la sociedad capitalista ordena los requerimientos de consumo de las mercancías demandadas por los distintos sectores sociales.

(Esdrújula Hermenéutica crónica metafísica del Centro Comercial)

Con mi tarjeta de Cuenta Maestra camino por Perisur, los esclavos me trapean el piso, los policías me cuidan de los nacos, los nacos me miran asombrados, todo un sistema social me sostiene, yo debiera estar agradecido de estar tan cómodo, de que debajo de mí haya tantos esclavos que trabajen (y todo por un dinero que heredé).1

Uno de los fenómenos más interesantes de lo contemporáneo tiene que ver con la forma en que la sociedad capitalista ordena los requerimientos de consumo de las mercancías demandadas por los distintos sectores sociales. Dos sistemas de oferta de mercancías sobresalen en ese escaparate metafísico de las necesidades (básicas y creadas) de los seres humanos habitantes del amanecer de la centuria número veintiuno. Por un lado se tiene el esquema de oferta representado por el supermercado, un conglomerado de productos de las más diversas naturalezas que se regodean en la presentación del exceso y la repetición. El supermercado es el lugar en donde las imágenes comerciales producto de sesudos análisis de diseño industrial llegan a los aparadores para demostrar la irrenunciable sociedad en serie que habitamos. Series de jabones, de latas de atún, de refrescos, de sudaderas, de platos de unicel, de pañales desechables, de pasta de dientes, de toallas sanitarias, de pescados cuidadosamente ordenados, de cadáveres avícolas convenientemente empaquetados. Si Warhol criticó en esos albores de la década de los setenta al mundo capitalista de producción desmedida de significantes desprovistos de significados y referentes, en la actualidad estaría asombrado de observar la manera en que se apilan, en cajones simétricos y completamente desprovistos de aspiraciones estéticas, multitud de cintas de video en las que conviven en igualdad de condiciones obras de Kubrick con la última trama coreográfica de Van Damme.

La homogeneización cultural encuentra su máxima realización en la cultura emanada del supermercado. Homogeneización que sería perfecta si no fuera por la cuestión básica de la diferencia de precios entre marcas de productos destinados a destinos similares pero con características que las hacen exclusivas. El supermercado es homogeneizador en muchos sentidos. Homogeneiza la mayoría de los sentidos. Los buenos sabores, los buenos olores, lo que “se ve bien”. Homogeneiza las clases sociales. En las grandes ciudades es casi imposible no pensar en la supervivencia de una familia si esa satisfacción de requerimientos mínimos no pasa por el supermercado. A final de cuentas el supermercado representa eso, el conglomerado acomodaticio de los productos que solucionan de manera inmediata e integral las necesidades humanas básicas: la alimentación, el vestido, el abrigo, el mantenimiento de las casas, el mantenimiento de los autos, la higiene. Si para el loco personaje de Don DeLillo en White Noise el supermercado es el símbolo de la sociedad contemporánea, debemos de añadir que el mall es el exceso de tal simbología.

Este sistema trabaja entero para que yo esté escuchando
música y escribiendo esta sarta de pendejadas de puerco burgués.
¡Soy un puerco burgués! ¡Me acabé una caja de chocolates y aún quiero más!
Este sistema trabaja para mí, los almacenes de lujo son mis bazares y los restaurantes
mis cocinas, los esclavos me halagan más que a su padre
y yo todo se lo debo a los objetivos que le trazaron a mi padre.

El mall, ese espacio cultural, simbólico y material que llamamos “centro comercial” es en la actualidad el punto alrededor del cual giran una infinidad de actitudes que tienen que ver no exclusivamente con la sola actividad del comercio, del intercambio monetario o de la adquisición de bienes. El mall se ha convertido en una especie de microuniverso en el que se reflejan algunas características (interpretadas y metaforizadas) de lo que son las actuales sociedades urbanas. De entrada, la naturaleza del mall implica una marca de clase. A diferencia del supermercado, el mall se ubica solamente en zonas en donde el poder adquisitivo de sus habitantes garantizan de manera satisfactoria el consumo de los servicios ofrendados. Las zonas marginadas se encuentran desprovistas de las situaciones generadas por la presencia de los centros comerciales. Así mismo, los precios de los productos ofertados en estos lugares superan con exceso las posibilidades de los miles de condenados al martirio de la cuenta de los salarios mínimos. Cuando no sabes a cuánto equivale un salario mínimo o no tienes idea de cuántos salarios mínimos estás percibiendo, es probable que te encuentres dentro de los porcentajes de clientes potenciales de los centros comerciales.

Así es como se divide una sociedad urbana: entre los que pueden asistir al mall y obtener los productos ofertados y entre los que se conforman con saber dónde se ubican a fin de tener una referencia geográfica en ese punto de la ciudad. El mall es un territorio vedado para los pobres (o los “escasamente integrados”, según se les califica ahora), entre otras cosas porque representan una especie de espejo de simulación. Lo que importa es el aspecto, la cuestión del “se tiene que ver bien”. Es imposible pensar en limosneros del mall, éstos no son admitidos ni en las entradas de esos elefantes del consumo. Los parias y limosneros regularmente son aislados, de forma violenta, varias cuadras a la redonda o son aislados, de manera “natural”, por los gigantescos estacionamientos que impiden, prácticamente, el acceso al mall a individuos carentes de tracción motorizada (nueva forma de aislar a las clases sociales). El mall representa la inaccesibilidad para aquellos que no tienen la capacidad suficiente de no representar, o simular, la riqueza material de los objetos que llamamos suntuarios o no utilitarios.

Si yo hubiera sido pobre sería un ladrón profesionista,
de esos para los que robar es como el amor para los poetas,
es cierto, debiera estar contento pero necesito una piel
y no toda la colección de discos de Sting.
Yo no trabajo para este sistema pero él se empeña en trabajar para mí.
Aunque no lo crean soy un “pobrecito”, lo juro,
estoy descarnado gracias al sistema que no habla más que de
negocios y rock de boutique asexuada y pendeja,
la clase mierda, en fin.

La simulación de la riqueza y de los hábitos de las clases económicamente altas es uno de los entretenimientos más apreciados en la actualidad. Existe una cantidad impresionante de personas que, a pesar de no tener un centavo en la bolsa como para satisfacer las fauces hambrientas de los locales comerciales que conviven al interior de los mall, son habitantes frecuentes y escenografía gratuita de estos lugares. Jóvenes sobre todo que se pasan su tiempo libre dando vueltas por el centro comercial en espera de que los minutos transcurran lo más lento posible en esa simulación que implica la posibilidad potencial de acceder a los servicios y productos del mall aún cuando en la realidad sea un hecho inconsumable. Ya Kevin Smith (director de la polémica cinta Dogma, censurada en nuestro imaginario país con sobredosis de libertad de expresión) describía a estos tipos en otra de sus primeras películas (Mallrats, 1994) en donde Ben Affleck y compañía se pasean a lo largo del día por los pasillos del centro comercial sin más consumo que el de un reciclado y frío café.

Y es que la oferta de servicios de los centros comerciales es, realmente, abrumadora. Comida preparada: japonesa, china, pizza, hamburguesas, café gourmet, helados naturistas, restaurantes lujosos con vinos de mesa de nombres impronunciables; salas de cine, tiendas de ropa de diseñadores exclusivos (famosos con buena publicidad), tiendas de discos, grandes almacenes donde igual se encuentra un estuche de maquillaje que una cava importada de Sudán, tiendas deportivas, algunas veces librerías y, siempre, agencias de viajes y locales de productos “naturales” para cuidado del cuerpo.

Entre esa variedad de ofertas es que se mueven los habituales visitantes de los centros comerciales. Ese espacio que se transforma diariamente en un lugar en el que se llevan a cabo una infinidad de situaciones que acomodan con la interacción social. Desde la reunión de los amigos hasta la compra religiosa del silenciador de los deseos frustrados. Desde la ambición desmedida por la obtención de un disco importado hasta la cristalización del sueño de hacerse de un auto en treinta cómodas mensualidades. El café es el espacio de reunión y de discusión, discusión que tiene que ver con temas que atañen, la mayoría de las veces, acerca del prestigio o la conveniencia de determinado artículo de consumo. El mall es también, a últimas fechas, un territorio de caza para las presas del sexo opuesto. El territorio del ligue.

Yo quería hablar con el policía, con los nacos y los esclavos, pero está prohibido,
el reyecito se debe pasear solo por sus palacios gringos,
las mujeres de ahí no hablan con cualquiera,
el sexo está prohibido en este sistema supuestamente libre,
hay que acostarse con las dependientes, esclavas de mostrador aséptico.
Las niñas del monarca están cuidadas por la moral cristiana,
todo está muerto, bello y sin comunicación,
miles de esclavos trabajan para mí,
los quiero liberar pero antes me pegará alguien
que sí se la traga de rey.

Caminan por los pasillos como si en vez de loseta Interceramic fuera la alfombra roja para la última premiación del Oscar. O mejor, como si fuera la pasarela de Channel en el último desfile en Venecia. Todos se enorgullecen de lo que muestran. Caminan sin prisa como si el tiempo no existiera, como si en el exterior de este palacio entre barroco y medieval las cosas transcurrieran en santa paz. Por allá van riendo de manera escandalosa, dejándose repentinamente resbalar por los encerados pisos que un tipo que tiene que viajar dos horas y media desde su casa acaba de limpiar. Entonces se da el intercambio: de miradas, de sonrisas, de saludos, de teléfonos. Fin del cuento. Como en Las doradas manzanas del eterno deseo de Kundera. La relación en sí no importa en lo absoluto. Califican, y obtiene puntos, el valor de acercarse, la habilidad para no ser ignorado, la posibilidad de arrancar una sonrisa y el preciado serial de números telefónicos. Llamadas que no llegarán a realizarse.~

El mall funciona con esa imagen que es, al mismo tiempo, aspiración de orden e imposibilidad de éste. La lógica del caos es más precisa para describir a estos palacios del consumo. Alguien va decidido a comprar algo que le reditúe cierto placer en su ajetreada vida y termina por cargar la tarjeta de crédito con noches de insomnio y discusiones interminables, con la propia conciencia o con el cónyuge. El consumo suntuario es hoy en día inevitable y, hasta cierto punto, necesario. Como ahora, tengo que dejar de escribir porque en el cine dan la última de Tarantino. Me voy al mall. Porque, si no lo habían notado, ya sólo hay conjunto de salas en los centros comerciales. Simbiosis inevitable de la que, a pesar de nuestras débiles intenciones de resistencia, no nos podemos desprender. Nos vemos en la cafetería.

 

[1] El epígrafe y los fragmentos que aparecen a lo largo del texto son del poema “Con mi tarjeta de Cuenta Maestra”, de Fernando Nachón, Diario de un pend***, México, Grijalbo, 1989.