La ¿evolución? de las lenguas

In a closed society where everybody’s guilty, the only crime is getting caught.
In a world of thieves, the only final sin is stupidity.
Hunter Stockton Thompson, 1972.

Dime cómo hablas y te diré quién eres, parece ser la premisa con la que se conducen los líderes de opinión de mi generación. Partiendo desde el punto más plano, casi fonético, de la oración, cada día que pasa se me construyen más los argumentos para afirmar que la mayoría de esos líderes son sólo farsantes. No obstante, saber hablar no sirve, conocer la lengua, menos. Ese supuesto talento se mantiene desde la historia del hombre como una actividad snob que al final del día a muy pocos les interesa transmitir de manera correcta; el Monte Olimpo de los lingüistas, escritores, periodistas e intelectuales es el campo de polo más grande del mundo de los abstractos y la entrada, además de costosa, parece estar muy lejos de la realidad e interés del simple mortal.

Hace dos décadas de años luz, en los noventa, me tocó crecer y aprender a utilizar mis herramientas de cavernícola para comunicarme de manera ‘correcta’: tuve mi primer enfrentamiento con la lengua con esas explicaciones de sujeto, predicado y objeto directo e indirecto totalmente imposibles de descifrar en la primaria, en donde mi cerebro terminaba por ocuparse más en entender las portadas de color crema espantosas, las ilustraciones opacas y las hojas ideales para origami de los libros de texto gratuitos de la SEP [Secretaría de Educación Publica. Ministerio de educación de México]. En secundaria, el aprendizaje se volvió más práctico y tuve las clases que me dieron la habilidad clave para todo lo que hago hoy en día: aprendí mecanografía. Tecleando en máquinas más viejas que tu abuela, sin letras en las teclas (la máquina, no tu abuela) y con un corrector que lo único que hacía era destrozar el papel que en ese entonces no importaba tanto desperdiciar, mis dedos memorizaron a la perfección el tango secretarial de los dedos. Quince años de entrenamiento constante se suman a mi lista de talentos inútiles y sí, afirmo con presunción intencionada, muy poca gente escribe a la velocidad en la que yo lo hago y todavía menos pueden traducir en los tiempos récords que sólo yo me registro. Estudié una profesión que me llevó a desmenuzar tres lenguas bajo el microscopio y se me continuaron sumando los talentos obvios para un traductor y olvidados por el mundo real: aprendí a leer, escribir, resaltar errores y defender posturas; mi formación académica me hizo una psicópata de la lengua que, conforme pasa el tiempo, me doy cuenta me aleja cada vez más de la tolerancia y me convierte un ente ermitaño con la habilidad física de observar, entender y corregir errores semánticos, gramaticales, pragmáticos y muchos otros más que a nadie le interesa escuchar y, mucho menos hacer algo al respecto.

Max Müller decía que los seres humanos tenemos ese cable extra llamado capacidad lingüística que nos separa de los animales; en teoría, en algún punto de la cabecita humana hay ‘algo’ que nos quita lo micos y nos hace superiores biológicamente. Llámenme idiota pero lo único que observo en el mundo real es gente comportándose como babuinos con crayolas cuando se trata de escribir y, peor aún, que recibe aplausos dentro de manadas y castas de changos que no se fijan en los detalles y aún así publican, con errores, bestialidades y tonterías en los medios de todos los días, en los libros, en la publicidad, en donde sea. Para mí es al revés, el teorema de los infinitos monos es la ley de la selva y en algún punto, algún chango escupe un Shakespeare, un producto que se queda aislado como eso, como un hito cósmico que si se duplica es milagro, casi como sacarse la lotería dos veces. Tenemos entonces el hecho de que el talento de transmisión lingüística iluminada lo tienen muy pocos, no obstante, el de la lectura y la observación sí lo tenemos todos y siendo así la realidad desde hace mucho, mucho tiempo, ¿por qué entonces parecen ser tan escasos los verdaderos policías del lenguaje?

Cuando éramos chicos jurábamos que para los dosmiles y tantos ya viviríamos preocupándonos más por encontrar estacionamiento en las nubes que en el pavimento; la comida iba a venir en píldoras y toda la comunicación se haría a través de pantallas en la ropa, en las paredes y en el teléfono. Exceptuando el punto de encontrar estacionamiento para mi nave espacial (porque no me alcanza, no porque no haya), a mí me parece que hemos logrado casi todos los accesorios de estilo de vida que nos imaginábamos en las caricaturas y en la ciencia-ficción: el papel se va retirando poco a poco de nuestra vida diaria y las tipografías cobran vida bajo los dedos al momento de leerlas en las pantallas, se pueden cortar, pegar, enviar y tirar a la basura; el usuario se ha convertido en el rey y verdugo de su información. Lamentablemente, dicho rey continúa siendo uno medieval al que siguen sorprendiéndole los relatos de un juglar ruidoso, lleno de absurdos y faltas de coherencia, que tergiversa la realidad y cuenta todo de una manera en la que sólo él lo entiende, y que después de regalar dicha información, se genera el teléfono descompuesto más grande de todos los tiempos, el desentendimiento absoluto de la realidad.

El día de hoy un tema puede tener la suerte o el destino preconcebido de volverse viral, ya sea por uno o muchos entes superiores, se desata una orden que desencadena un estornudo de información y en cuestión de minutos el mundo entero habla de la misma cosa, en cuestión de horas todos se hacen expertos y en cuestión de días se les olvida el tema para volver a comenzar con otra cosa. Ahora bien, realmente no me asusta el intercambio excesivo de información, al contrario, lo aplaudo. Lo que sí me asusta es el usuario-rey medieval que replica y re-escupe las cosas por no fijarse en lo que lee, por dejar pasar errores, por construirse un discurso basado en el error y en el entretenimiento de los ociosos. Me da pánico que la gente pareciera no darse cuenta de la información mal escrita y mal puesta que está en todos lados y que, como cereza del pastel del acabose, me destruye que el escupitajo textual siempre venga justificado con las prisas y el tamaño, como si fuera imposible escribir coherentemente en un espacio de 140 caracteres. Los usuarios y lectores se convierten, independientemente del espacio o el tamaño del texto, de manera consciente en mayor o menor medida, en mensajeros de algo que tal vez inicialmente no querían transmitir. La escritura es fundamentalmente un acto comunicativo, por ende, no hay manera de tergiversar una serie de palabras, cuando éstas están escritas e hiladas de manera correcta.

Expertos claramente ya tenemos, falta que juegue el Real Madrid y los estudiosos de la estrategia futbolística pululan en Twitter, falta que algún político haga cualquier declaración mal atinada y todos se convierten en DaVinci representando visualmente las faltas de un tercero. Día con día leo y veo estudiosos de cualquier materia que parecen observar sus propias opiniones a través de los lentes de la academia, que escriben libros, artículos y se los pegan a otros similares en sus respectivos corchos digitales; con tanto erudito, periodista y escritor en puerta se me intimida el simio dentro que intenta escupir ese Shakespeare, haciéndolo teclear más lento, con más cuidado… pero luego sigo leyendo, vuelvo a enfocar, y me doy cuenta de cómo estos supuestos instruidos escriben con faltas de ortografía, con mayúsculas mal puestas, con referencias incorrectas, duplicando la información sin leerla, sin cuidado y sin la locura desmedida característica de todos aquellos que nos desgarramos las vestiduras por las letras cuidadas, por no decir tantas pendejadas (o al menos las menos), por decir lo que se piensa, aunque a muchos ya les dé tanta flojera leerlo. Espero no me malinterpretes, me encanta el futuro, me da gusto leerlo, aunque prácticamente todos los días me decepciona. Lo único que espero es que en mi selección natural de las especies la señal de Internet esté lo suficientemente fuerte en Las Galápagos, donde las tortugas ya se están muriendo, los babuinos todavía usan sus máquinas de escribir y yo sigo dependiendo de las reglas de la probabilidad.~