Ideas que surgen mientras no se está escribiendo
ME PREGUNTO CÓMO es posible la existencia de tantos escritores y tan pocos lectores. Es decir, la proporción tendría que ajustar, al menos, en condiciones de equivalencia: los escritores leen. Pero, más importante, los escritores escriben. Y muchos de los que se describen a sí mismo como tales parece que no están de acuerdo con esta tautalógica definición. Hay una premisa que explica de forma parcial la aparente contradicción: la idea de que vivir como escritor es más atractivo que la necesidad tácita de saber que tal profesión requiere del ejercicio continuo de la escritura. O como mencionó un colega alguna vez: “¿Quieres ser escritor o quieres escribir?”. Pareciera una trampa del lenguaje. Pero no lo es.
La imagen del escritor se ha llenado, en el imaginario casi-popular, de ideas que rayan en el estereotipo o en la referencia que otros medios, como la televisión o el cine, se han encargado de difundir a la menor provocación. Una amiga escritora, por ejemplo, salió furibunda hace algunos años después de ver Stranger Than Fiction (Marc Forster, 2006), una cinta en la cual Emma Thompson encarna a una escritora angustiada y agobiada al extremo. Mi amiga soltó un sincerísimo: “pero a qué pendejo se le puede ocurrir que una escritora pueda vivir así”. La experiencia nos indica que a muchos. El escritor aparece como un ser atormentado por los demonios de la creación, que sufre por poseer talentos que les fueron negados a otros mortales y que, como consecuencia de tan grande condena, tiene la venia para hartarse de los placeres mundanos sin sufrir reprimendas. Vivir (o fingir la vida) como algún escritor consagrado lleva a muchos a convertirse en actores excepcionales de un simulacro vacío de fundamento. Es decir, escritores que no escriben. Esta situación se ha reforzado por mitos que permiten pasear por la vida con toda la actitud de gran escritor, pero sin haber evidencias acerca de aquello que se ha escrito. Menciono algunos de estos mitos.
La idea de que el escritor es un elegido de los dioses para llevar la palabra a los mortales y transformar sus vidas. El cliché asociado a esto es: se nace escritor. No hay espacio suficiente aquí para extendernos acerca de lo que de talento nos ha tocado a cada uno y de cómo éste puede ser un elemento del proceso creativo que no puede explicarse a cabalidad. Sí podemos afirmar, sin embargo, que no basta el talento; es necesario que ese “don” (algo que se nos da; y nada más esta idea ya implica serias interrogantes básicas del tipo quién, cómo, cuándo, dónde) se ejerza. Uno puede nacer médico, pero si no se acude a la escuela de medicina y se practica de manera consciente los fundamentos de la profesión, es imposible que tal “dotado” pueda llegar a diagnosticar y aliviar los malestares de una gripa. En la escritura ocurre lo mismo: demos por sentado que existen los talentos naturales y los dones inexplicables, si no se practican no se conseguirá nada. Que es decir: si no se lee, si no se aprenden las cuestiones técnicas de la práctica de la escritura (ortografía, sintaxis), si no se escribe, es imposible que exista ese escritor. Ya no uno bueno, siquiera uno que pueda ser denominado tal a partir del ejercicio de su talento “sobrenatural”.
La convicción de que el escritor debe abusar del alcohol y de las sustancias psicoactivas para convertirse en un artista “de a de veras” es otra cosa ampliamente difundida. Y así tenemos a numerosos cazadores de cocteles en las presentaciones de libros, exposiciones variadas y cantinas de buena y mala muerte. Personajes que discuten en voz alta, que saludan a todo mundo y que terminan sus “performance” inconscientes en una silla en el mejor de los casos o como instigadores de un violento zafarrancho reivindicador de cualquier cosa. Presumen de tener una visión descarnada de la realidad, la cual están dispuestos a llevar a las páginas de sus obras inéditas hasta la eternidad. Al verlos siempre me he preguntado si han intentado escribir algo borrachos. Digo, borrachos de verdad. No abrigados por una copa o un par de cervezas, sino en los límites de la inconsciencia. Ellos aseguran que sí, que el grueso de su obra (sí, dicen “grueso”) la han escrito en los paraísos de Baco (esto último lo invento, pero es algo que dirían). Se imaginan los herederos de Bukowski y Allan Poe. Y lo serían si hicieran algo a lo que se resisten con éxito: ponerse a escribir.
Más allá hay otro personaje. El que no deja de expresar su frustración y su rabia porque tiene “bloqueo de escritor”. El que quiere, pero no puede. El bloqueo de escritor es como la disfunción eréctil, con la diferencia de que el primero se presume mientras la segunda se oculta. Y si no se oculta, se acepta como un efecto secundario del primero. Y ahí andan con que han llegado a las doscientas cuartillas de su genial novela pero, maldita sea, les ha llegado el bloqueo de escritor. Acá caben los lugares comunes correspondientes que se repiten como mantras autorizados, pero que están a un grado de convertirse también en clichés. La inspiración y la transpiración de Alva Edison, la inspiración que llega cuando se está trabajando según Picasso. A veces pienso que el “bloqueo” es el pretexto ideal para justificar la ausencia de actividad creativa. Viene de un lugar que escapa a nuestro control. Es inevitable, incluso contra nuestros deseos. El némesis metafísico. “Ya ni me dan ganas de acercarme a la computadora, siempre termino frustrado”. Mejor se quejan. Algún día se darán cuenta que el bloqueo de escritor desaparece si se ponen a escribir. Pero eso implica exterminar el mejor pretexto que se ha inventado.
Por último, la peregrina creencia de que un escritor siempre trae las netas (ese grado superlativo de la verdad) en la punta de la lengua. Y que sólo puede hablar como libro. O como sección de citas citables del Selecciones. Escribir implica traducir el mundo. (¿Subrayaron la neta?). Esa traducción va de lo más sublime a lo más mundano. Es probable que un escritor consiga una obra creativa que refleje su mundo interno y revele a sus lectores la trascendencia de descubrirse a partir de las palabras del otro. Pero también la crónica de cómo se forman y expulsan los pedos es parte del mundo. En algún momento alguien lo tendrá que narrar o convertir en poema (aquí entra cita de Francisco de Quevedo). Este mito se cruza con aquel que plantea, a viva voz, que el escritor no publicará nada sino hasta el momento en que consiga la Gran Obra. Luego, el que dice esto, mirará en torno suyo para aquilatar el efecto de sus palabras. Cree, en el equívoco, que los demás lo observan admirados. Y no faltará quien lo haga. Ese número de creyentes se reducirá conforme pasen los años y la gran obra nunca aparezca. Lo que muy pocos sabrán es que, en realidad, esa gran obra nunca fue comenzada.
Salud, voy por otro trago. Estas son ideas que me atormentan de continuo y no me dejan dormir. No hay más, me bloqueo. Y así hasta el fin de los días…~
Para mí es un dilema decidir entre estar de acuerdo y absolutamente en contra.
Resulta que creo que todo el mundo tiene derecho a expresarse y el lenguaje escrito es la mejor forma de hacerlo
Pero por otro lado hay quienes nunca debieron escribir por voluntad propia
De cualquier manera me atrapó el tema
Un abrazo
Estimado Gustavo, la intención del texto, en parte, es la de provocar reacciones encontradas. Eso nos obliga a pensar nuestra propia situación y a colocarnos en el espacio de reflexión que se le plantea. En cuanto a lo que mencionas de que “hay quienes nunca debieron escribir por voluntad propia”, no puedo más que estar de acuerdo con tu observación.
Un saludo.
Édgar, una vez intenté escribir estando bastante borracho. Buscaba inspiración, y algo conseguí si contamos las de veces que tuve que inventarme una historia para justificar el vomito en el teclado.
Gran texto. Me gustó la explicación a la frase “¿Quieres ser escritor o quieres escribir?”
Saludos.