¿Filósofo rey?

Las ideas preconcebidas –en realidad prejuicios- nos hacen pensar que los gobernantes deberían tener cierto grado de educación y cultura. Con este ensayo Nadia L. Orozco descubre el origen de tales ideas y nos hacer ver que el Filósofo rey, el político culto, no será mejor político que los que tenemos actualmente

La mayoría de las ideas que de ordinario tenemos sobre la política no son ideas nuestras: las hemos heredado, pertenecen a una larga tradición que desde la filosofía ha generado nuestras concepciones acerca de lo que es correcto en el ámbito político, y nutren la práctica política desde hace siglos. Son, en realidad, prejuicios. Si consideramos que los prejuicios son juicios previos y, de acuerdo con Hannah Arendt, los tenemos sin que necesariamente conozcamos lo que estamos juzgando, tendemos a aceptar muchas de nuestras ideas casi sin cuestionarlas. Una de estas ideas es que los gobernantes deben –o en todo caso deberían–, tener cierto grado de educación y cultura.

Esta idea viene de muy temprano en nuestra tradición filosófico-política, y es Platón el que reflexiona acerca de lo conveniente de que los filósofos, por una tendencia natural a desarrollar las ideas y el pensamiento y por ende la perfección moral, deban ser los que estén al frente del Estado. Aunque en la práctica Platón jamás pudo demostrar que este fuera el caso, y poquísimos son los filósofos-reyes que ha habido como Marco Aurelio o Netzahualcóyotl, la idea, más o menos sin cambios, se ha mantenido en el imaginario colectivo intacta: un buen gobernante debe ser un hombre –y si aceptamos ideas más liberales, también una mujer–, educado y con más cultura que un ciudadano cualquiera. De ahí que, en la práctica, los señalamientos y ridiculizaciones a políticos y candidatos por su ignorancia sean una fuente reiterada para los medios de comunicación y los ciudadanos comunes.

En México [y en Latinoamérica en general], pese a que contamos con una tasa muy baja de educación universitaria, la exigencia sigue siendo la misma: los políticos tendrían que saber más que uno, porque van a estar al frente del país. De nuevo es el eco de la idea platónica: lo peor que puede pasarle a uno es ser gobernado por alguien más ignorante que uno mismo. Y anclados en esa idea, los medios de comunicación nuevos y tradicionales colocan a los políticos en situaciones incómodas en las que se evidencia que son tan ignorantes como cualquier ciudadano de a pie.

Pero pensemos un momento: ¿es en verdad un hombre educado el mejor político? Eso se pensó en cierto momento durante el siglo XVIII: muchos monarcas europeos estudiaron y, a su mejor entender, adoptaron y emplearon las ideas de los grandes ilustrados como Rousseau, Montesquieu o Hobbes. El gran mito-motor de todo el movimiento ilustrado era la razón, el “atrévete a pensar” kantiano que establecía sin miramientos ni cortapisas que las decisiones debían ser tomadas a través de la razón porque el hombre es superior a todas las otras criaturas de la tierra. Las grandes monarquías como Francia, España, Rusia, Prusia, Austria y otras, dejaron que fuera la razón la que guiara sus decisiones políticas, siempre haciendo ejercicios de pensamiento apoyados en consejeros y las grandes ideas ilustradas. El resultado para estos reyes ilustradísimos, fue la adopción de políticas que a la larga devinieron en condiciones de gran desigualdad, hartazgo social y, eventualmente, revoluciones como en Francia y guerras de independencia como en el caso español.

Las cosas no parecen haber cambiado mucho. Nuestros políticos, al menos en México, son de la minoría que ha recibido una educación superior, incluso han egresado de universidades prestigiosas a nivel mundial; se rodean de todo tipo de asesores y consejeros; se apoyan en aparatos burocráticos cuyas tareas incluyen el pensar y resolver los problemas urgentes, y uno pensaría que ese ejército de mentes trabajando debería ser suficiente para que el filósofo rey, o la versión post moderna que sería el universitario político, tomara buenas decisiones.

Y sin embargo, el desempleo, la inseguridad y la corrupción siguen ahí.

Lo que otros nuevos filósofos como Edgar Morin han descubierto, de forma marginal a esta tradición que pone en alto a la razón y a la idea del gobernante ilustrado, es que las decisiones que tomamos no necesariamente están basadas en la razón. Los afectos, las conveniencias, el interés egoísta y motivaciones de una índole más personal están en juego. Con toda su cultura y el peso de su nombre, Mario Vargas Llosa no pudo ser mejor político que Fujimori, Carlos Salinas de Gortari y su doctorado en Harvard dejaron al país sumido en una de las peores crisis de su historia, y podríamos continuar listando casos de ilustradísimos políticos que han tomado las peores decisiones, aún con su contingente de consejeros y asesores.

No digo que lo contrario, el ser gobernado por un completo ignorante, sea lo mejor. Sólo trato de reflexionar con el lector que la instrucción y escolaridad de un gobernante no tienen necesariamente un efecto positivo en sus decisiones políticas. Ignoro si ser capaz de citar tres libros importantes para uno o saber el precio de un kilo de carne sean fundamentales para la conducción de un país. Lo que sí me parece fundamental es que sea el ciudadano el que esté enterado de esas cosas y tenga el criterio suficiente para decidir por sí mismo si esa conducta en sus políticos, y sobre todo en sus medios de comunicación, le parece correcta.~