En defensa del suicidio

«Uno de los derechos inalienables del hombre es el derecho a vivir la vida. De esto se seguiría, si fuésemos seres congruentes, que el humano también está en su derecho de elegir morir. Si soy dueño de mi vida, ¿no lo soy también de mi muerte? La vida y la muerte son inseparables. Si hay vida, habrá muerte; si hay muerte, es porque hubo vida.» Un ensayo que reflexiona sobre la vida, la muerte y el suicidio, de Bitty Navarro.

 

Anonimo

UNO DE LOS derechos inalienables del hombre es el derecho a vivir la vida. De esto se seguiría, si fuésemos seres congruentes, que el humano también está en su derecho de elegir morir. Si soy dueño de mi vida, ¿no lo soy también de mi muerte? La vida y la muerte son inseparables. Si hay vida, habrá muerte; si hay muerte, es porque hubo vida.

Sorprende ver a nuestros contemporáneos discutir con vehemencia y fervor el derecho al aborto, a terminar con una vida ajena –pues se considere humana o no, desde el momento de concepción hay vida orgánica–, ver cómo, poco a poco, la legislación se vuelve más tolerante y más países lo consideran legal y que, aún en medio de estas discusiones, esa misma sociedad siga considerando al suicidio como un acto de cobardía, o peor, un acto egoísta y vergonzoso. La misma sociedad que discute el derecho a la eutanasia, a que un tercero termine con la vida de un desahuciado para que éste no sufra más, es una que condena al suicidio y en la que, hasta hace apenas cincuenta años, el suicidio era considerado un crimen en casi todos los estados occidentales y, por más absurdo que suene, el suicida considerado un criminal; el único criminal al que la ley nunca podría alcanzar [1].

Hoy, en varios países, el intento de suicidio o el suicidio mismo siguen siendo tipificados como crímenes. En algunos, como los Estados Unidos y Rusia, la policía o las instituciones médicas tienen la potestad de internar a alguien en un psiquiátrico en contra de su voluntad si sospecha que es un «peligro para sí mismo». En otros, como la India o Singapur, el intento de suicidio sigue siendo sujeto a ser penalizado con tiempo de cárcel o con multas. En Rusia hay una censura directa sobre el tema de suicidio, pues está prohibido difundir información sobre métodos de suicidio. En algunos estados el suicidio y el intento de suicidio han sido completamente despenalizados, pero se aplican sanciones sobre los familiares de un suicida o se les niegan compensaciones estatales que pueden recibir los familiares de un muerto por causas naturales, accidentes o por manos de un tercero.

En el ámbito empresarial las cosas no cambian mucho; los seguros de vida se escudan detrás de un suicidio para no pagarle a la familia de un suicida asegurado. La mayoría de los seguros médicos privados no sólo no cubren una hospitalización por intento de suicidio, sino que no cubren tratamiento psiquiátrico, medicamentos psiquiátricos (a estas alturas no considerar a la psiquiatría como una rama válida de la medicina es, honestamente, un verdadero crimen), ni psicoterapias. Y, como si las actitudes retrógradas de los estados y de las aseguradoras no fuesen suficiente, quien expresa deseos de suicidarse es tildado por la opinión pública como cobarde, egoísta o, de plano, «loco».

La criminalización del suicidio en Occidente se puede trazar al medioevo, mucho antes del descubrimiento de América y en una época en la que el derecho a la vida no existía como tal. Esta criminalización se debe en parte a las filosofías judeocristianas. En su ensayo «Sobre el suicidio», Arthur Schopenhauer señala que:

Por lo que veo, tan sólo las religiones monoteístas, esto es, las judías, son

aquellas cuyos adeptos consideran el suicidio como un crimen. Esto es tanto más llamativo cuanto que ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se encuentra ninguna prohibición, o ni siquiera una decidida desaprobación del mismo; de ahí que los profesores de religión apoyen su prohibición del suicidio en sus propios motivos filosóficos, tan malos, por cierto, que se ven obligados a suplir la debilidad de sus argumentos con la fuerza expresiva de su desprecio, o sea, con insultos.

A pesar del rechazo de los judíos a todo acto de automutilación o autodestrucción, en esta religión hay una fuerte admiración hacia un acto de suicidio masivo sucedido, según la teología judía, en Masada, donde más de novecientos judíos se suicidaron para no tener que someterse a los romanos. Mucho más conocido es el hecho de que, en el Islam, quienes se suicidan por la Intifada, la guerra religiosa, lejos de ser estigmatizados, son considerados mártires. La ideología cristiana es, entonces, la única que, sin excepción alguna, condena al suicidio.

El estigma y la prohibición del suicidio en Occidente se puede trazar al catolicismo medieval. Como tantas otras medidas políticas y económicas disfrazadas de religión, en el medioevo la iglesia católica decidió tornar al suicidio en uno de los pecados más graves, pues el individuo que lo cometía rechazaba un «regalo divino». Se le negaba al suicida el derecho a un entierro católico, a la unción y, ante todo, negándole la entrada al cielo. El suicida se autocondenaba. Además, la familia del suicida podía ser sujeta a sanciones, como por ejemplo, que el rey y la iglesia se apropiaran de todos sus bienes. No sorprende que esta medida se tomara en el medioevo, época en la que los señores feudales se apoyaban en la iglesia para mantener en absoluta pobreza y miseria a sus peones. Me atrevo a conjeturar que en su inicio esta medida fue puramente política y económica: un suicida más significaba un trabajador oprimido menos.

¿Por qué seguimos manteniendo un estigma sobre el suicidio? Quizá por el miedo a la muerte, porque reflexionar sobre el suicidio significa enfrentarse a la propia mortalidad. Quizá porque no queremos, muy comprensiblemente, enfrentar la pérdida de un ser querido y mucho menos enfrentar el sentimiento de rechazo o de abandono que puede surgir de que dicho ser decida dejar la vida, dejarnos a nosotros. Quizá porque en la moral también tenemos la tendencia a regirnos por el «más vale malo por conocido que nuevo por conocer». O quizá se deba a que el instinto de thánatos del que habló Freud se enfrenta al de eros, confrontación entre dos pulsiones que describió el psicoanalista con precisión.  El porqué de estas ganas de aferrarnos a una moral caduca no queda del todo claro, pero es muy claro que estamos aferrados a ella. Tomemos en cuenta que el que no podamos enfrentar nuestra mortalidad no significa que podemos prohibir o condenar a quien decide enfrentarla y llevar la confrontación al acto. No podemos castigar a otros por nuestras deficiencias.

Sin afán de ser alarmista, si el derecho a decidir la propia muerte no se acepta como tal, se está negando el derecho inalienable más fundamental: el derecho a la vida. Sí, somos seres sociales y vivimos en comunidades, nuestros actos afectan a los demás, ¿pero de qué sirve proteger el derecho a vivir la vida si este es más bien una imposición? El derecho a la vida es y seguirá siendo una mera ilusión hasta que se deje de pensar el vivir como obligación; hasta que se acepte que morir es algo que todos podemos desear (y, según Freud, deseamos a nivel inconsciente); hasta que logremos respetar la voluntad del otro sobre su vitalidad y sobre su mortalidad; hasta que se acepte que tenemos el derecho a actuar sobre la pulsión de thánatos.

Vivir es una opción, nunca una obligación.~

Notas:
[1] En Irlanda el suicidio no se despenalizó hasta hace diez años, 1993. En los Estados Unidos la despenalización del suicidio fue un proceso lento que comenzó en la década de 1960 y culminó a mediados de la década de 1990; sin embargo, en algunos estados el suicidio asistido, o eutanasia, es completamente legal y no trae consecuencias de ningún tipo para los involucrados. En Inglaterra el suicidio se descriminalizó con el Suicide Act de 1961. En 1972, Canadá abolió al suicidio del Código Penal de Canadá.