El libro perfecto

«Cuando el hilo incomprensible de la conversación se le volvió insoportable, la mujer frenó la sobremesa (en medio de alguna referencia al último libro de Stephen King, con modos que no necesariamente fueron groseros), se hizo escuchar con algún dramático aspaviento, y dirigiéndose a mi suegra lanzó un reto proverbial: “recomiéndame algún libro que pueda leer para ser culta.» Un texto de  Ruy Feben
 
Mi suegra cuenta la siguiente historia con el mismo rostro con el que uno contaría sobre un cachorro recién nacido o sobre una paloma muerta en el asfalto: una tarde de sobremesa, la conversación de algunas mujeres bien entradas en los cuarenta derivó en el siempre inflamado tema de la lectura. Se preguntaron qué libros estaban leyendo; títulos de novelas históricas, de clásicos latinoamericanos, de desfachatada autoayuda. La mayoría de ellas hablaba de esto con la naturalidad con la que hablarían de un divorcio lejano pero reciente o de la aventura de Perenganito Jr. para entrar a la universidad, es decir: sin empachos y con mesurada pasión, acaso con algún divertimento. De entre las cuatro o cinco mujeres en la mesa, había una callada, que revisaba el celular de vez en cuando. No había en ella nada especial: como el resto de las que hablaban, había tenido acceso a una universidad; como el resto, tenía cierto acomodo económico, aunque no demasiado. Era tan semejante al resto de las mujeres de la mesa o a cualquier ser humano de la Tierra, que pasado un buen número de minutos terminó por aburrirse de una plática en la que no estaba participando, no por falta de ganas (el resto de las mujeres ya discutía con algún grado de acaloramiento algún título de Dan Brown o de García Márquez), sino por falta de contenido: la mujer, según apreciaciones que no habría que recapacitar mucho, no había leído nada en, por lo menos, una década. Lo curioso de la historia no es eso, sino el modo en el que esta mujer decidió terminar su hastío –modo que no careció de cierta elegancia, de alguna buena intención y hasta de alguna clase de poesía. Cuando el hilo incomprensible de la conversación se le volvió insoportable, la mujer frenó la sobremesa (en medio de alguna referencia al último libro de Stephen King, con modos que no necesariamente fueron groseros), se hizo escuchar con algún dramático aspaviento, y dirigiéndose a mi suegra lanzó un reto proverbial: “recomiéndame algún libro que pueda leer para ser culta”.

Yo no estuve ahí esa tarde, mucho menos en el Olimpo, pero estoy seguro de que alguna señal mínima dejó en claro que, justo al terminar esa frase, algún dios menor cagó por primera vez: se sintió absolutamente desterrado.

Un libro para ser culto. Uno solo. Uno que permita plantarse en una sobremesa, en cualquier conversación, y dar la imagen de saberlo todo. El mítico libro que el bibliotecario de Borges alcanzó a dilucidar dentro de algún hexágono de esa biblioteca infinita –sólo que en formato de bolsillo, cómodo, con secciones de no más de cinco páginas cada una, con títulos claros y seductores, con glosario y apéndice de ejercicios prácticos al final de cada capítulo. El libro de autoayuda para los que quieren pretender; El mundo intelectual for dummies. Mi suegra terminó de contarme esta historia, que no carece de comedia (en el sentido aristotélico de la palabra: la sociedad viéndose las grotescas entrañas), entre risas apenadas, y me lo propuso directamente: “¿por qué no escribes un libro así? Sería un negociazo”.

Yo no desecho la idea, por supuesto (¿a quién no tienta la sola posibilidad de volverse el Prometeo de los que no leen libros sin dibujitos?), pero me siento absolutamente excedido por la tarea. Primero, por las razones obvias: cuando uno ha leído más de dos libros, la primera certeza que cae de bruces es que no puede existir un libro capaz de explicarlo todo (mucho menos un hombre capaz de explicarlo todo), porque la cultura es exponencial y potencialmente infinita. Pero supongamos que yo fuera un gran escritor; supongamos que yo fuera también un gran editor y que, encima, tuviera el poder divino de la síntesis exacta. Aun teniendo la capacidad de escribir este libro, a cualquiera le faltaría el sexto sentido que le permite a los mercadólogos conocer a su target. No parece haber erudición que permita decirle al medio cultural (mucho menos a un libro, mucho menos a un hombre) qué es lo que el lector que quiere sentirse culto a secas quiere o necesita saber. De entre todo el vastísimo mercado de netas, ¿cuáles son las verdades trascendentales que la gran masa está dispuesta a atesorar y a dilapidar?

Los que hemos vivido en México por más de dos décadas, hemos crecido sabiendo que en México no se lee. Véase con atención el verbo: sabiendo. No es una sospecha ni una desgracia: la no lectura entre los mexicanos es una certeza axiomática, como lo son los horrores de la conquista, la superioridad de los caucásicos, la opacidad de la política y las glorias del futbol. Quienes demeriten la disciplina mexicana tienen un falso concepto de la disciplina: México funciona como un reloj; tanto, que ni se nota. Las verdades con las que vivimos hoy son de arraigo aguerrido, mecánico, y nuestra resistencia al cambio es notable. Hace pocos días platicaba con una amiga armenia sobre la inminencia de una revolución: ella, que vivió quince años en la zona más revoltosa del planeta, estaba convencida de que el mundo está a las puertas de una revolución candente; yo, en cambio, trataba de convencerla de que el mundo sigue girando a pesar de nosotros, de que los malos serán siempre poderosos y los buenos siempre serán dudosos. Uno no puede negar la cruz de su parroquia: he crecido en un país en el que las revoluciones, de cualquier tipo, fallan. Cuando la vida de uno es así, y la corrupción no acaba, y las mujeres votan pero siguen golpeadas, y el rock acaba cooptado por Televisa, la posición acomodada de dejar pasar y dejar hacer no es opcional: uno vive de axiomas porque uno se acostumbra a que el cambio no es posible.

Así que crecemos creyendo que en México no se lee. A muchos les sorprendería saber que en realidad sí se lee: 7 de cada 10 habitantes del DF, más o menos la cuarta parte del país, leen diariamente, sin fallo, o al menos eso dicen las encuestas. El problema es qué se lee: en primerísimo lugar, la revista TV Notas, destacada publicación de chismes de “los famosos” (entiéndase: de la mujer más voluptuosa de la televisión y su galán en turno); en segundo, el Libro Vaquero, revista ilustrada de soft porn que ha acompañado a cuatro generaciones de mexicanos en sus ratos de alto ocio y temperatura. A estas publicaciones se agregan otras del calibre: Tv y Novelas, Órale, El Gráfico (pasquín diario que exhibe, en su primera plana, una foto de nota roja; en la última, una mujer siempre desnuda a medias o de tajo). La razón para que la gente lea esto y no otra cosa, me parece, se debe a las condiciones de lectura: en una ciudad en la que en promedio se pasa entre dos y siete horas diarias en el transporte público, publicaciones de fácil acceso, de lectura displicente funcionan sólo como un escape: no hay tiempo, cuando se transborda de la línea 3 a la 1 en Balderas, de preocuparse por Raskolnikov; mejor será ver las tetas de Maribel Guardia. Y podría parecer poca cosa, pero lo cierto es que en una ciudad donde el espacio vital es un recurso escaso, la distracción es un buen sustituto de microondas.

Eso en el DF. La problemática de cada lugar del país es distinta, pero podemos atribuirle el problema mayormente a una sola causa: 3 de cada 5 mexicanos viven en extrema pobreza, ganando menos de 100 pesos [menos de 6 euros] diarios para mantener familias que llegan a tener hasta ocho integrantes. Supongamos que vamos con toda esta gente, que carece de acceso al agua potable, de energía eléctrica, de techo digno, de educación básica, de proteína animal, de trabajo y de recursos naturales; supongamos que vamos con ellos a hablarles de la importancia de la lectura y de la cultura… ¿qué tanto mojaría nuestro rostro su escupitajo posterior?

Sirva lo anterior como un muy parco estudio de mercado: plantémonos con el editor que nos ha pedido el libro para ser culto y digámosle: tu mercado se reduce a los mexicanos que ya tienen más o menos asegurada la vida. De esos habrá muchos que sólo lean chismes de famosos y porno suave, aunque quizá podemos rescatar algo, ¿cierto? Después de todo, existe esa frase de Juan Villoro, “en un país donde no se lee, el libro acaba por volverse un instrumento mágico”, y entre los mercadólogos, los publicistas, y las personas que manejan los medios de comunicación existe una palabra igualmente mágica, que es: aspiracional. Bajo el principio de que todo mundo quiere ser lo que no puede (esto entendido como una frase del gran Chava Flores: a qué le tiras cuando sueñas, mexicano), los medios segmentan su target y le ofrecen siempre los artículos que podría adquirir el target económica y socialmente superior. Para ponerlo en términos de fábula: la vara sueña con ser víbora, la víbora con ser rana, la rana con ser ardilla, la ardilla con ser perro, el perro con ser humano, el humano con ser Brad Pitt. Así que no debería costar demasiado trabajo convencer a la gente atiborrada en un autobús (sobre todo a la que va de Iztapalapa a Santa Fe) que leer y ser cultos los va a convertir en una persona mejor, como su jefe, como el galán de la tele, como el presidente, como el futbolista, en fin, como cualquiera de sus héroes. Y probablemente eso sí sería muy fácil, salvo por varias cosas: primero, ninguno de los personajes aquí referidos es culto: el poder en México está dado claramente por el dinero, no por la cultura, que es la conformación de un mundo. No quiero decir que en otros lugares u otros tiempos sea distinto: la cultura nunca ha sido automáticamente poder, al menos no inmediato. Los héroes del mexicano pocas veces tienen que ver con su grado de sabiduría. El mexicano le rinde culto a los goles, a las rubias en bikini, al auto grande y la ropa de marca, e incluso, en la peor de sus facetas, a un dicho que se ha vuelto, también, axioma: al que tranza, porque ése es el que avanza. Si lo vemos desde el punto de vista del mercadólogo, no es casual que las lecturas más apreciadas en este país sean las que incluyen mujeres venenosas y realeza de pantalla: esas figuras representan el éxito a que aspira el mexicano promedio, que puede resumirse más o menos en lo siguiente: tener un club de fans, ostentar un reloj carísimo, tener una rubia (caucásica y por tanto axiomáticamente bella) rendida a los pies; lograr todo esto a costa de la mítica deuda kármica cobrada a algún cacique malhechor. La lectura y el arte, por definición, siempre buscan el revoltijo espiritual y su consiguiente resolución divina; la cultura siempre busca el favor de los dioses. ¿Para qué preocuparse con Ismael por la ballena durante muchas noches si la vida puede ser mágica con sólo leer en dos páginas el envidiable romance de un guapo actor cubano y la cantante de moda?

Sobre todo si entendemos que el mexicano que lee aprende a hacerlo en una escuela, en un salón de clases controlado por un maestro que nunca quiso ser maestro. Entre los alumnos de todos los niveles sociales, el maestro tiene la vida castigada: es el ingeniero que nunca pudo conseguir trabajo en una constructora; el médico que no ejerce; el doctor en letras que, bueno, estudió algo que nadie necesita. A la formación primera se deben dos nociones que persiguen al mexicano. La primera: el gran intelectual que conoce todos los libros, ese maestro “que perdió en la vida”, es mucho menos heroico que el futbolista; el escritor es un fantasma incómodo. La segunda: lo primero que le dejan leer a uno en la vida es el Popol Vuh o el Chilam Balam, los textos mexicanos más viejos y aburridos de los que tenemos conocimiento. La enseñanza es axiomáticamente cronológica, axiomáticamente nacionalista y antagónica a cualquier forma que un puberto pueda admirar. Por lo menos así lo era hasta hace diez años. El mexicano crece sabiendo que la lectura es aburrida e inútil. Cuando el actual candidato a la presidencia por parte del PRI (partido que, por cierto, inventó muchos de nuestros axiomas, incluidos los referentes a la educación) Enrique Peña Nieto erró a la hora de referir los tres libros que lo habían marcado en su adolescencia, provocó una indignación generalizada que en nada tenía que ver con una exigencia de corte cultural: el problema fue que en este país el poder no debe errar nunca; el problema es que en este país, el poderoso debe tener los dedos a flor de chasquido para que alguien le escriba tres respuestas efectivas o dé por terminada la conferencia de prensa. Pero lo que interesa en la planeación del libro perfecto del que estamos hablando no es la figura de Peña Nieto (que, a ojos de la nación es un hombre simple, que también se dejó aburrir por los maestros: contrario a lo que muchos pensaban, el aún puntero en las encuestas no es un súper hombre), sino la reacción que provocó. De pronto, todos los periódicos hablaban del tema, sobresaltados por la respuesta pobre que dio (¿La Biblia como libro fundamental de la adolescencia? De ser eso cierto, quizá sí es un súper hombre); peor: de pronto, todos éramos eruditos, y recriminábamos a este hombre (que tiene mucho de recriminable) el menos importante de sus defectos. En los centenares de notas que siguieron a la pifia se dejaron caer miles de comentarios, todos esgrimiendo un grado de cultura inmaculado, refiriendo a García Márquez, a Dan Brown o a Gaby Vargas, no importa. Incluso algunos aventuraron teorías artísticas, auténticos manifiestos. Recojo uno de ellos: “Yo sí leo, no como este imbécil, pero leo cosas útiles; nada de novelitas y cuentitos y poemas cursis: libros de filosofía, de teología, de ciencias. Lo otro es inútil”. El personaje en cuestión, en otro comentario, declaraba heroico que él le había dicho a su hermano, que quería ser artista, que tratara de no ver nada de arte, sino que tratara de crear desde cero. “Ver arte te contamina”, me parece que dijo, antes de volver a criticar a Peña Nieto, sin ningún argumento, salvo la falta de poder, que lo diferenciara del candidato.

Dentro de lo inútil que estudiar pudiera parecer, hay niveles. Lo menos inútil es lo más difícil de aprender: si se le pregunta a la mayoría de los que cursaron secundaria, las matemáticas resultarán la materia más útil; esto, de nuevo, tiene que ver con un maestro tratando de convencer a sus alumnos de aprender algo que no les gusta, bajo el argumento de que “deben aprenderlo: es muy, muy importante”. Esa noble (pero ingenua) labor de convencimiento acaba lanzando un mensaje con el que todos los mexicanos crecemos, y que hemos aprendido no sólo en la escuela, sino a lo largo de generaciones, e historias de abuelos superados: lo más valioso es aquello que más trabajo cuesta. Por eso las matemáticas valen más que la historia. Hablando de la educación, y llevando esta misma lógica pero al revés, lo más sencillo, y por tanto lo más propenso a ser disfrutado, parece lo más inútil: la clase de deportes, la de dibujo, la de música, la de literatura. La filosofía es menos inútil que la literatura, porque resulta más difícil leer el Teeteto de Platón que Cien años de soledad, a pesar de que la literatura es filosofía encarnada. Somos un país que nació católico y conquistado a la mala; de todos los procesos culturales que hemos pasado, la idea más arraigada, no sólo axiomática sino genéticamente, es la culpa, y más específicamente la culpa al placer: primero fue la idea católica del sacrificio; más tarde fueron las castas que prohibían ciertos placeres al jodido; hoy es el morbo, el buscar una dama en la calle pero una puta en la cama; finalmente, la dicotomía que pende sobre el mexicano: lo que quieres casi nunca es lo que debes. Ya más grandes aprendimos de los primeros estadounidenses que no hay mayor culpa que perder el tiempo. Así que vivimos tensos entre el placer como pecado y el ocio como culpa. La gente no lee porque hay otras opciones mucho más fáciles de entretenimiento y conocimiento, es cierto; pero algo me hace sospechar que hay en esa tensión algún origen de nuestra renuencia por leer: la lectura no produce nada, más que placer. Hace quinientos años, era una actividad reservada para pocos: con el tiempo, las mayorías optaron por despreciar esa actividad que resultaba de algún modo clasista (eso sin tomar en cuenta que esas mayorías eran analfabetas). Si además de esta resistencia ejercitada tomamos en cuenta que leer en realidad no sirve para nada (es decir: al leer uno no está ganando para la tortilla de mañana; uno ni siquiera adquiere un sitio de privilegio o de poder), leer se vuelve la actividad más inútil y culposa del mundo. Se nos olvida que leer ha de servir de algo: no por nada contar historias es una de las actividades más antiguas del ser humano. Jorge Volpi dice que la ficción nos enseña a ser humanos. Quizá por eso en este país los animales ganan elecciones.

Para estas alturas del texto nuestro libro perfecto, el libro para que todos sean cultos, parece perdido. ¿Qué tendríamos que hacer? Si ni siquiera un sacia-morbos histórico como Jorge Ibargüengoitia se lee en este país. Debemos hallar una solución práctica: un libro útil, divertido, que revele todas las verdades necesarias de la vida en pocas páginas, que pueda leerse en el metro sin muchas complicaciones. Esto ya existe, claro; ¿entonces cuál es el twist? Ah: para que “las masas incultas y huevonas” se acerquen a nuestro libro, el escritor será una figura de la farándula. Siento decepcionar, pero alguien nos robó la sesuda idea. Y sí que es una buena idea: Yordi Rosado, quien saltó a la constelación televisiva tras convertirse en el patiño de un conductor patético, lleva varios libros publicados. El nombre es pegajosísimo: Quiúbole con… Les habla a los adolescentes y a los padres de los adolescentes; les dice cómo llevar a buen término una etapa de la vida que es axiomáticamente horrenda. Tiene dibujitos y todo. Vaya que es una buena idea, o al menos, monetariamente, lo es: Yordi Rosado (quien además tiene un programa de radio cuyo nombre es un neologismo “bien padre” y “bien in”: Qué pex) es el escritor mexicano más vendido en este país en los últimos cuarenta años. No es Carlos Fuentes, ni Rulfo, ni Ibargüengoitia: el escritor mexicano más leído en México tiene por mayor mérito en la vida usar botargas de vez en cuando en un programa nocturno de revista. Como escritor (le sigo achacando ese oficio porque él se dice a sí mismo escritor; yo lo entiendo: yo también me siento chef cada que caliento la sopa en el microondas) ha resultado ser una fórmula ganadora: decenas de miembros de la farándula han demostrado que basta con usar su nombre para firmar un libro para que la nación entera desmienta los axiomas: de pronto, una edición de la autoría de Consuelo Duval vende una edición de 50 mil ejemplares como playera de la selección nacional en pleno Mundial. Y las editoriales han sabido capitalizar esto, y estos libros, que son perfectos, se venden (y se distribuyen y se promueven) como nunca lo hará un libro de Vonnegut o de Chéjov o de Volpi o de Ortuño.

La tarea de crear libros perfectos ya fue tomada, con éxito, por el mercado editorial: ya se venden en las librerías esas bandejas personales de suculentas netas; ya se venden, y ya se compran. Ninguno de ellos se llama El gran libro para saberlo todo ni El único libro que tendrás que leer para ser culto, pero cualquiera de estas frases podría ser el subtítulo de cualquiera de ellos. Tampoco lo necesitan: en un país ávido de reconocimiento y de poder, de relevancia y trascendencia, estos libros resultan un portal fácil, y eso es suficiente.

No sé si mi suegra terminó recomendando un libro de autoayuda. Lo dudo. El problema es que la amiga de mi suegra buscaba toda la verdad; mi suegra sabe que los libros solamente dicen mentiras, todos ellos. México está cansado de las mentiras y de las ficciones: nuestra historia misma es una ficción, y nuestra política es una mentira recurrente. Si lo vemos así, nos daremos cuenta de que la estrategia que las editoriales han seguido con tantas ganancias es errónea: están llevando a su mercado a un barranco (¿hay alguien a quien la vida le haya salido del mismo modo que lo prometía un libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez?). Los libros no se leen porque den respuestas, sino porque plantean preguntas; un libro que en vez de preguntar responde, está destinado a fallar. México es un país que, ante la mentira y la ficción, requiere preguntas (en el tema de la lectura, ¿somos una paloma moribunda en el asfalto o un cachorro recién nacido?). Después de todo, un país en el que sistemáticamente se ha azotado el valor de la cultura y en el que a pesar de ello la cultura persiste (en forma de canciones y artesanía y leyendas urbanas y albures y política-ficción y, en general, en el mito de lo que el mexicano es: una constante pregunta), demuestra que el libro verdaderamente perfecto es una cosa que no alcanzamos siquiera a imaginar.~