El gen revolucionario
«Los frutos de todas las revoluciones no serán en verdad nuevos regímenes políticos, sociales y económicos que permitirán que sus poblaciones sean verdaderamente libres, iguales y felices. No todas las revoluciones tienen éxito: eso también lo muestra la historia. Todas las reivindicaciones democráticas a veces son un poco utópicas. Pero como toda utopía, vale la pena perseguirla.»
Solemos tenerle mucho miedo al desorden. Es natural: luego de cuarenta semanas en el vientre materno, donde todo es acogedor y donde nuestras necesidades son satisfechas ni bien las tenemos, nacemos a un ambiente que satura nuestros sentidos desde el primer instante. Nuestro cerebro trabajará, desde entonces, con todo ese caos de información que nos llega por todas partes, y lo convertirá en algo pulcro, preciso y ordenado. Sin embargo, esa lucha constante de nuestro cerebro ordenador está casi en contradicción con nuestra propia naturaleza, ya que poseemos lo que podríamos llamar un gen revolucionario: prácticamente desde la concepción, todo nuestro ser está en cambio constante, como si el orden, ese verdugo estático y en ocasiones aburrido, fuera algo siempre impuesto que se debe combatir. Es natural, desde luego, que este afán de cambio, a veces abrupto y combativo, se traslade a la más humana de todas las actividades: la política.
Antes de que tuviera el significado con el que estamos familiarizados, el de cambio abrupto, la palabra “revolución” provenía de la astrología, concretamente del famoso De Revolutionibus Orbium Coelestium (1543), obra fundamental de Copérnico en la que el cambio en la ciencia y la astronomía comenzó a gestarse. Su sentido original tenía que ver con los movimientos cíclicos de los cuerpos celestes, implicando que todo volvía a su posición original. Al trasladarse la palabra a la política, con un uso metafórico, originalmente estaba relacionada con la circularidad del tiempo que era tan familiar para la filosofía antigua, y tenía que ver con la restauración de un orden anterior de cosas. En realidad, la revolución, en su connotación política, no aparece en tanto intuición teórica sino hasta Maquiavelo (1469-1527), quien buscaba la creación de un estado totalmente nuevo que unificara las ciudades-estado italianas a imagen y semejanza de los Estados Modernos Absolutistas como España. En su sentido Moderno, “revolución” no adquiere su connotación sino hasta finales del siglo XVIII.
Las revoluciones tienen sus raíces profundas en las condiciones de opresión, de desigualdad y de injusticia que vive una población. Se trata de dos elementos distintos que nunca hasta el siglo XVIII habían coincidido en la historia de la humanidad: por un lado, se trata de un asunto de liberación. La liberación de las condiciones de opresión a las que está sometido un pueblo es un fenómeno que sí se había visto en la historia antigua: ya fuera la deposición de un tirano o la restauración de una monarquía usurpada. Lo novedoso para el caso de las revoluciones es que las aspiraciones libertarias coincidieron con el anhelo de libertad, con la idea de que, amén de cambiar el gobierno, el pueblo insurrecto podía ser el gobierno.
[pullquote]Los frutos de todas las revoluciones no serán en verdad nuevos regímenes políticos, sociales y económicos que permitirán que sus poblaciones sean verdaderamente libres, iguales y felices.[/pullquote]
La libertad es otra de las palabras más importantes que podemos ligar a la Modernidad. Si bien su abolengo puede rastrearse tan lejos como Aristóteles, por cuanto la polis requería de hombres libres –libres de las necesidades biológicas– que participaran en la esfera política, la libertad ha sido un problema esencialmente Moderno. Como tal, su empleo en el lenguaje corriente se ha popularizado, aunque probablemente encontraríamos que la mayoría de la gente coincide con esta sencilla definición: la capacidad de elegir o de decidir. Esto es muy natural: nuestra sociedad está tan sumergida en la lógica de mercado que parece que la libertad de elección lo es todo. Tomar decisiones sobre cualquier aspecto de la vida en función de la libertad de elección parece el único acto de libertad posible.
Sin embargo, hay otra posible interpretación. Más arriba hablábamos de la libertad como una emergencia totalmente nueva dentro del imaginario revolucionario. La filósofa Hannah Arendt nos dice que la libertad del ser humano es su capacidad de crear, de hacer o decir algo totalmente nuevo, inesperado e impredecible, y arrojarlo al mundo. El hecho de nacer ya es algo novedoso así que esta capacidad está en nuestros genes, por así decirlo. Entender la libertad desde esta perspectiva tiene muchas implicaciones, pero hay que llamar la atención sobre dos de ellas.
Primero, esa capacidad de creación, de innovación, que es propia de cada uno de nosotros es tan personal y tan individual que nos hace reflexionar que cada uno de nosotros es único. Por decirlo como Arendt lo diría: lo más que podemos generalizar del ser humano es que es diverso, y por eso, cada uno de nosotros es distinto a cualquiera que haya vivido, viva o vivirá. Si pensamos que además la libertad es ese hacer y decir cosas totalmente nuevas, estamos acentuando la pluralidad del género humano, y a partir de esto es mucho más fácil reconocer el valor intrínseco que cada uno de nosotros tiene por el hecho de ser humanos.
El segundo aspecto importante para nuestra discusión, es que cuando hablamos de hacer cosas nuevas, de innovar, como un acto de libertad, estamos yendo más allá del concepto mercadológico o consumista que podemos tener de libertad. El hacer algo nuevo, desde esta perspectiva, se coloca más allá de la mera conducta, de la respuesta-estímulo que estudian lo mismo etólogos que mercadólogos, y realmente nos revela una faceta casi olvidada del ser humano: la capacidad de actuar con otros para cambiar el mundo. Porque, sin duda, aportar algo nuevo ya es cambiar el mundo.
Arendt nos recuerda que el mundo existe entre nosotros, lo construimos a través de la manera en la que nos relacionamos con los demás: valores como la justicia, la tolerancia, la honestidad, e incluso actividades como la misma política, la economía y la ética son relaciones. Ocurren siempre que hay dos o más seres humanos. No pueden ocurrir fuera del espacio que creamos entre nosotros, y al reconocernos como diversos, el mundo es sin duda un espacio mucho más propicio para una vida verdaderamente humana, que es, en pocas palabras, una vida en libertad. La libertad arendtiana encuentra una de sus aplicaciones más claras en las revoluciones, como actos fundacionales que crean un mundo distinto. Su propósito es crear un espacio público en el que sea posible hacer política, entendida esta última como la capacidad de hacer y decir con otros en condiciones de igualdad.
Por supuesto, los frutos de todas las revoluciones no serán en verdad nuevos regímenes políticos, sociales y económicos que permitirán que sus poblaciones sean verdaderamente libres, iguales y felices. No todas las revoluciones tienen éxito: eso también lo muestra la historia. Todas las reivindicaciones democráticas a veces son un poco utópicas. Pero como toda utopía, vale la pena perseguirla. Es como tratar de alcanzar tu sombra: nunca lo lograrás, pero por el hecho de intentarlo, ya estarás moviéndote hacia otro lugar. Y justo hacia allá parece llevarnos, constantemente, y a pesar de nosotros mismos, nuestro gen revolucionario.~
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