Una línea curva

Un texto de No Hilda

 

LA TARDE NOCHE estaba lluviosa. Yosel regresó a casa caminando, cabizbaja, observando por instantes el reflejo de su rostro en los charcos. La ciudad y sus muros de pantalla, con sus innumerables comerciales, proyectaban en su cuerpo una luminosidad ajena a todo lo que en ella era humano. Las personas que pasaban a su lado parecían no verla, sumidas en sus dispositivos desplegables, usaban sus avatares más felices y sonreían a sus contactos virtuales, quienes también regresaban la sonrisa prefabricada.

Al llegar, la puerta se abrió automáticamente al detectar su presencia. Se detuvo un momento y dudó si debía continuar. Dio unos pequeños pasos hacia atrás y su mandíbula se tensó casi de forma tan automática como la puerta sensible que estaba enfrente de ella.

Sintió una opresión en el pecho y luego recordó las palabras que su esposo le había dicho cuando la llamó: “te ayudaremos, no te preocupes”. Entonces se decidió. Entró.

Desde el umbral de la puerta escuchó las voces distorsionadas de sus hijos, que jugaban en la planta alta. Eran sonidos tan extraños como los de cualquier máquina. Miró en la pantalla el calendario de la sala y suspiró. El olor de la sopa que estaba cocinando su esposo le hizo sentir cierta calidez de la infancia; ese tazón que le ofrecían cuando estaba enferma o de ánimos bajos; un tazón que más que sólo comida, abraza, contiene, evita que se desborde la tristeza.

De pronto apareció su esposo. Tenía la cabeza cubierta por una bolsa de papel y en ella estaba dibujada una sonrisa hecha con una línea curva y dos puntos negros que simulaban ojos.

—¿Por qué traes eso, Hebre?

—Te dije que te ayudaríamos; también les hice una a los niños. ¡Niños! ¡Vengan a mostrarle a su madre lo que…

—No, déjalos.

—¿Cuánto tiempo vas a estar así?

Confundida con la voz átona de Hebre, Yosel pudo sopesar lo que vendría. Ese sonido sin emoción, tan plano como una voz rota desprendida de cualquier objeto, la desanimó.

—Quítate la bolsa, Hebre. Tengo que acostumbrarme. Serán doce meses.

Con una melancolía sin definir, Yosel estaba sentada en la sala casi a oscuras, con la tableta desplegada, releyendo los términos de su castigo: Las violaciones al código de identidad serán sentenciadas con una multa temporal de tres a veinticuatro meses según los motivos de su desbloqueo. Los avatares de sus familiares serán modificados, vetados u hologramados a juicio de la autoridad correspondiente, de acuerdo a la Ley de la Protección y Resguardo Facial, párrafo IV. Desde las escaleras y con un par de señas, tratando de evitar hablar, Hebre le dijo a Yosel que se iría a dormir. Ya sin la bolsa de papel en la cabeza, el rostro de Hebre era idéntico al de Yosel: como verse en un espejo de feria, más curvas, menos líneas simétricas, el mismo reflejo de querer salir y permanecer. Ella asintió casi sin mirarlo. Cada que lo veía a él con su propio rostro, esa ley de espejo la hacía inculparse un poco más.

A pesar de saber las consecuencias, ella nunca imaginó lo difícil que sería ver sus

gestos en todos, o escuchar cómo el programa modificaba sus voces para emular la suya. Su voz se volvería tan fastidiosa que evitaría hablar, permanecería en silencio escuchándose, sin escapatoria, en sus propios pensamientos.

Dejó la tableta y se sentó de nuevo en la mesa de la cocina. Se llevó las palmas de las manos a los ojos en un intento por no llorar. Una lágrima hizo curvas tibias y se estrelló en la mesa.

Su hijo más pequeño llegó a su lado y le dio una hoja de papel.

—Tú me dijiste que cuando estuviera triste dibujara algo que me hiciera feliz, ¿te acuerdas? —le dijo sin saber que su voz se escuchaba idéntica a la de ella.

—Gracias, mañana estaré mejor —respondió Yosel tratando de sonreír. El pequeño se acercó a darle un delicado beso y en el mismo momento ella se imaginó a sí misma confortándose. Reconoció una sensación de ligereza; no era todo tan malo después de todo.

Cuando se quedó sola nuevamente, Yosel recordó la época en que nacieron sus hijos; ese periodo donde los menores no tienen restricción de identidad y se puede ver cómo va cambiando su rostro, cómo crecen hasta que cumplen un año de edad y se les tiene que diseñar el avatar. Evocó los primeros gestos, los pliegues en la delicada piel, las sonrisas tersas y sin motivo. Luego pensó que haber violado la ley había valido la pena, hackear el sistema para poder ver el paso de los años en el rostro de su esposo y de sus hijos, al final la hacía sentirse afortunada. Envejecer juntos y notar los cambios que el tiempo hace en los seres queridos era un gusto que muy pocos podían costear. La última vez que compró ese costoso permiso de visualización, se había quedado meses a trabajar de noche para pagarlo y sólo ella pudo verlos: las nuevas pecas de Hebre, la cicatriz de su hijo y el diente faltante de su hija fueron detalles que ellos no pudieron notar. Las nuevas arrugas de Yosel fueron sólo visibles para ella. El paquete familiar de desbloqueo temporal sólo permitía la visualización a quien pagaba; los demás seguían viendo sus avatares.

Le parecía que el hackeo había sido hace tanto, que creía no recordarlos, quería verlos de nuevo. Yosel tomó un lápiz y la hoja que le dio su hijo, y aunque no era muy buena dibujando, trazó lo que su memoria aún tenía fresco: los rostros de su esposo y sus hijos, sin filtros, sin bloqueos de identidad, sin avatares; esas caras que no había visto hace años y que gracias al hackeo pudo actualizar. Dibujó cada detalle porque estaba segura que en esas peculiaridades se resguardaban pedacitos de felicidad.

A la mañana siguiente, el dibujo de la familia estaba pegado en la pantalla del refrigerador. Le daría ánimos para poder pasar esos doce meses de castigo. El chip no podía modificar todo. Los rostros dibujados, el sonido del piano parecido a la voz de su hija, el maullar de los gatos idéntico a la voz de su hijo, cuando raspaba su uña en madera y recordaba la voz de Hebre, eran escapes que ningún programa podría quitarle. El chip no le impedía la posibilidad de recordar. La imagen de su familia en la memoria era un privilegio. Ese día estaba nublado, pero había dejado de llover.~