Una extraña euforia

Un cuento de Manuela della Fontana /fotografía  André Kertész

 

NO SE ME olvida, no. Fue una mañana de mucho frío cuando le vi entrar con prisa, en la oficina de Correos. No se me olvida, porque allí estaba yo en una esquina, y vi como cruzó el vestíbulo con el abrigo abotonado y las manos en los bolsillos, ajeno a los que como yo esperábamos pacientes que nos tocara. Acostumbrada a verle en otros escenarios más nuestros, su presencia allí, por inesperada me dejó tan sorprendida, que en lugar de acercarme y saludarle como hacen los viejos amigos, continué en mi rincón, pequeñita, estudiándolo, viendo como discutía con una señora que le recriminó por no esperar la cola y como al fin, tras algunos titubeos, pasó al mostrador del fondo donde fue atendido.

Ni siquiera después, superada la sorpresa y tras verle recoger su paquete, fui capaz de abordarle, me limité desde mi esquina, a verle escapar con la misma urgencia con la que entró mientras se montaba en un coche negro hasta que se perdió en la nada. De regreso a la oficina, no podía quitarme de la cabeza su recuerdo. En realidad, trataba de justificar mi actitud, esta pasividad absurda que me paraliza cuando menos me lo pienso. De haberme visto, hubiera tenido que explicarle mi presencia allí, hablarle de mi trabajo, del agobio en que me veo inmersa cada día, incluso probablemente hubiera tenido que hablarle del hijo de puta de mi jefe, y quien sabe si también contarle mis dificultades para cobrar a fin de mes. O tal vez no, tal vez hubiera bastado mostrar una normalidad inexistente acompañada de mi mejor sonrisa; todo con tal de aparentar una realidad que no es tal, una vida feliz que no tengo, si la comparamos con la suya, la que siempre había supuesto una vida perfecta y de éxito.

Llegué a casa y me perdí en mis quehaceres cotidianos hasta casi olvidarme del asunto. Sin embargo, su imagen volvió por la tarde con fuerza a mi cabeza, divagaciones absurdas que iban y venían mientras preparaba la cena. No era mi intención, pero cuando quise darme cuenta, había dejado de pelar patatas y le había mandado un mensaje; un mensaje escueto, que decía: Esta mañana te he visto en la oficina de Correos. Nada más.

Como era de esperar, su respuesta no tardó en llegar a los pocos minutos, me preguntaba qué hacía allí y porque no le había abordado, le hubiera gustado saludarme. Me explicó que había dejado un momento el trabajo para recoger un libro de Álvaro Mutis que había encargado no hacía mucho y me emplazaba si me apetecía, para comer con él cualquier día. Conocía por los alrededores un pequeño restaurante donde servían una pasta magnífica. Me mostré de acuerdo y nos despedimos sin concretar en nada.

Volví a encontrármelo para mi sorpresa unas semanas después, esta vez le vi sentado en el Johnny, un bar de barrio justo enfrente de mi oficina. Su abrigo descansaba en el respaldo de la silla y leía un periódico. No se fijó en mi presencia, pasaba con rapidez las hojas del periódico y de vez en cuando se llevaba a la boca un trozo de tostada. Esta vez sí me acerqué, se mostró casi tan sorprendido como yo. A pesar de mi prisa, me hizo un hueco y me senté a su lado. Su aspecto era más descuidado que de costumbre, su camisa parecía arrugada y le noté desmejorado y sin afeitar. Tras intercambiar algunas frivolidades, me contó que estaba preocupado por su trabajo, que las noticias no eran buenas en su empresa, pero que aun así se mostraba optimista, después de siete años en la compañía, raro sería que prescindieran de él y si lo hacían, que diablos, saldría adelante.

Siempre me había llamado la atención esa seguridad de la que hacía gala, nos conocíamos desde hacía unos años y hasta ahora nunca le había visto así, al contrario era él quien trataba de animarme cuando yo me mostraba abatida y mi autoestima flojeaba. Mucho habían cambiado las cosas desde la última vez que nos vimos en su casa hace un mes y hablábamos de sueños y de viajes; encuentros que por lo demás rara vez tomaban otro rumbo que el amoroso, un café y enseguida tal vez por la charla, tal vez por la música, o esta timidez nuestra, nos veíamos uno en brazos del otro como el que sigue un guion o una costumbre ya establecida. Y sin embargo a pesar de esta intimidad tantas veces repetida, nuestros asuntos personales siempre quedaban a un lado, lo único importante era llenar el vacío que nuestras vidas iban dejando en el calendario, aunque fuera así, follando y fingiendo una normalidad que estaba visto que para ninguno de los dos existía.

Terminé el café, y me despedí con la esperanza de vernos pronto. Ni siquiera dijo nada cuando en el mostrador pedí la cuenta; continuó allí sentado con el periódico abierto por la misma página, absorto en sus pensamientos, con el libro de Álvaro Mutis a un lado en la mesa. Una vez fuera, y mientras cruzaba la calle,  nerviosa porque tendría que vérmelas con mi jefe, me di cuenta de que pronto sería marzo y no me digan porqué pero además de un estremecimiento, sentí una extraña euforia: la euforia del que se ve con fuerzas de dar un golpe en la mesa y empezar de nuevo. Y así, con ese optimismo que ni yo misma me creí entonces, ni siquiera ahora, y sin detenerme, continué mi camino.~